sábado, 30 de marzo de 2024

LA CONSPIRACIÓN DE HAZTER HAMMUG

LA CONSPIRACIÓN DE HAZTER HAMMUG


I El Concilio

Me encuentro en una modesta pensión de la calle 23 de Viena. Desde mi ventana el asfalto se ve tomado por el indolente frío y por la niebla. Mi nombre es Mariano Álvarez Lórenz y mi profesión es una profesión de hombres de acción, sin embargo. Mañana me convertiré en un magnicida.

Hace cuatro semanas que me encerré aquí y que no hablo con nadie. Me he registrado con una identidad falsa. Llené el armario de provisiones el primer día y decidí esperar aquí dentro, sin contacto con el mundo. Para quien no está acostumbrado a la soledad, ésta puede ser una pesada carga; pero ese lastre se diluye cuando la mente está ocupada en recordar el pasado y en justificar el futuro.

Lo que no es fácil en soledad es tolerarse. Ésa es la verdadera prueba de la soledad absoluta. Da la sensación de que las manías que uno siempre ha tenido son nuevas, posiblemente porque las aguantaron otros, pero ahora son sólo nuestras. Además, sabiendo el destino que me espera, he preferido parar el tiempo y que los segundos vayan despacio. Tengo muchas cosas que contarme.

Nunca fui partidario del magnicidio. Siempre se escuchó en los concilios mi voz en contra. Veinte concilios fueron necesarios para concluir que el magnicidio era imprescindible. En el último se coligió que si no nos dábamos prisa, tal y como aparece escrito a las puertas del infierno, ya podíamos abandonar toda esperanza. No hay lugar para el error.

Escribo estas letras con la seguridad de que las voy a destruir antes de salir a cumplir con mi misión. Por tanto, no escribo para nadie. Mi libertad es absoluta.

Llevo un mes aquí encerrado. Destruí hace un año mi zolet electrónico donde de un tiempo a esta parte todos llevamos encerrada nuestra vida. Con el zolet electrónico en el bolsillo, ellos saben dónde vivimos, con quién hemos hablado, dónde hemos ido de viaje, a quién hemos enviado correos electrónicos y qué les hemos dicho, qué libros hemos leído, en qué restaurante hemos comido… Lo saben todo.

Destruí mi tablet, cuyo negocio ha monopolizado la empresa Zolet y ahora me creen muerto. Por eso escribo en papel. Me hice con un libro impreso en un anticuario y garabateo en el hueco que dejan los renglones con un carboncillo afilado. Se titula El Libro de Arena.

El nombre del autor fue deliberadamente borrado de la portada. Imagino que este hecho se produjo durante el gobierno del Gran Comendador, cuando los libros fueron declarados patrimonio común de la Humanidad y que, por tanto, no podía existir autor alguno que escribiera sin ser contaminado por las circunstancias, la tierra y una tradición heredada, lo cual hacía toda creación artística posesión de todos los hombres. Por definición, cualquier palabra escrita era plagio.

Hace mucho tiempo que ya no existen libros impresos. No existe el papel, aunque todavía puede verse en los museos y en los anticuarios.

De una gran red informática cuelgan todos los libros: los pasados, los presentes y los por venir. Lo que nunca creímos que ocurriría, ocurrió. Los libros que aún estaban por escribir fueron colgados en la nube. Las matemáticas devoraron a las palabras con sus leyes de probabilidades; pues cientos de computadoras con una velocidad de vértigo comenzaron a dedicarse mediante programas informáticos a mezclar todas las letras del abecedario y los espacios en blanco para crear libros electrónicos.

Inicialmente, pecando de modesta ambición, fueron colgados en la nube todos los libros de 40 páginas. Dos mil gigantescas computadoras mezclaban todas las letras del alfabeto en todas las disposiciones posibles a una velocidad de 220 libros por segundo; 172.800.000 libros diarios que hacían un total de 5.184.000.000 al mes que en un año eran 62.208.000.000 volúmenes. No se tardaron muchos años en cerrar ese ciclo creativo de la totalidad de libros electrónicos de 40 páginas que podían escribirse con todas las letras del alfabeto, teniendo en cuenta que las dos mil computadoras iniciales se convirtieron en cien mil.

Posteriormente se procedía a limpiar los libros que contenían algún registro, frase o sentencia sin sentido, con lo que descontando estos últimos, quedaban filtrados los libros que fueron escritos, los que en ese momento se estaban escribiendo y los que podrían escribirse en un futuro.

Actualmente, cincuenta años después y con unos medios informáticos propios de la ciencia ficción, ya se están colgando en la red todos los libros posibles de mil páginas. La creación literaria ha desaparecido.

Como anécdota, diré, con toda la certeza que dan las matemáticas, que pueden encontrarse en la red 62.345.676.521 libros electrónicos de 40 páginas que comienzan de la misma manera: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho que vivía...”, escrito hace más de ochocientos años por un hidalgo que se volvió loco, y que empezó a contar su vida como si fuera la de otro.

No hay libro que no escriban las máquinas. También pintan cuadros y realizan películas. Los actores han desaparecido, pues mediante computadoras se ha conseguido imitar a los seres humanos en la gran pantalla de tal forma que no puede distinguirse si esos personajes pertenecen al mundo real o a la ficción. El arte infinito ha sido desbordado por la realidad, también infinita.

Toda creación humana artística se cuelga en la red de manera gratuita, pero sin poder declararse autoría alguna, pues seguramente el sistema ya tiene una igual publicada electrónicamente. Ni un nombre aparece en la malla global. La información, los textos, las ideas, las imágenes han ido creciendo con los años hasta hacerla inconmensurable y son patrimonio y autoría de la humanidad entera. Inconmensurable.

Una Corporación, cuyo nombre me niego a escribir, que se hizo con los derechos de los buscadores en la nube, comprando favores y eliminando a la competencia con medios poco lícitos, domina las búsquedas en la red mediante exploradores calculadamente autorizados.

Esa información global, casi infinita, que comparten todos los Gobiernos, ha sido elegida no hace mucho, mediante votación de todos los internautas, como uno de los siete grandes logros de la Humanidad. Otro de ellos fue el bautizado por su descubridor, Hazter Hammug, como CITCON.

La propia infinitud del sistema es su defensa, tanta información hace muy difícil las búsquedas e imposible cualquier tipo de aprendizaje profundo. Todo se pierde en esa marea de bites desordenados. Los buscadores tienen ahora el poder y las Corporaciones, enfundadas bajo el nombre de Gobiernos elegidos democráticamente, se esconden tras los buscadores velando por nuestro bienestar.

En el cuarto concilio se decidió que no utilizaríamos la red. En un principio fue una recomendación, pero cuando Alexander Wrestleson, un sueco con cara de niño bueno, ojos azules y sonrisa burlona colgó su artículo: “¿Por qué no tengo derecho a ser diferente?”; y amablemente, con la mejor intención, recibió un tropel de mensajes, ficheros y correos electrónicos que colapsaron su ordenador, su nevera, su zolet y hasta su conciencia, que fue convencida de que no tenía derecho a ser diferente si esa diferencia estaba basada en la maldad, nos llevó a no usar ningún tipo de dispositivo electrónico.

“¿Tal vez, si se ha de elegir entre la libertad y la bondad, debiéramos elegir esto último. Si se puede eliminar la maldad del mundo, ¿por qué no hacerlo?”, fue la primera frase de Alexander Wrestleson en el Concilio que siguió a la publicación de su artículo.

Rápidamente fue cortado por el presidente del Concilio, Samuel Livecraft, descendiente de una virulenta familia de protestantes que escapó de las hogueras de la inquisición siete siglos atrás y que llevaba muy a gala el pasado combativo de su estirpe, que había ido viajando en su sangre como los genes. “Para…, para…, Alexander; es cierto que la ciencia ha conseguido todo aquello a lo que han aspirado todas las religiones: apartar del ser humano el mal. Pero, ¿no crees que lo está convirtiendo en un ser menos humano? Sin soberbia, sin deseo de venganza, sin un atisbo de lujuria en el brillo de los ojos, sin que algún día se llene de cólera, sin ambición, casi sin vida… Convertido en un ser indefenso.

Es cierto que los delitos han disminuido, que las guerras y acciones violentas están desapareciendo allí donde el CITCON del doctor Hazter Hammug se está implantando, a costa, eso sí, de una propaganda y una gratuidad que huelen a veneno”. “¿Libertad o bondad?, nunca pensamos que esa dicotomía pudiera darse”, replicó Alexander, ya perdido sin remedio para nuestra causa, y que rondaba la idea de volver a Goteborg y abandonar Alejandría y el Concilio.

Sebastián Artigas tomó la palabra. Sebastián Artigas era un argentino de Córdoba, médico de profesión, de pelo rojo y chaparro en sus andares y su sonrisa, que un día frenó su conciencia, tirando de riendas, cuando se dio cuenta que el hombre estaba perdiendo su razón de ser, pues él ya no conocía en el elegante y burgués barrio que habitaba ningún ser humano que no tuviera una memoria prodigiosa, mediante el microprocesador que inventó el profesor de Cambridge Steve Coaster y que le dio el rimbombante nombre de Supermind, o una capacidad de visión excelente, o un control muscular por el que no pasaban los años mediante una implantación de médula biónica.

Sebastián Artigas dijo basta, cogió su maletín y se decidió a hacer un viaje por toda América del Sur. “¡Andando, joder! ¿Cómo voy a ir?; pues andando”, le dijo al doctor Iván Johansson que le retiró el saludo cuando le contó que iba a abandonar los laboratorios y la Universidad de Córdoba para irse a andar desde la Tierra del Fuego al Canal de Panamá como un peregrino en su patria y “¡dejar el mundo irreal en que hemos convertido la ciencia y nuestra idílica sociedad!”. “Sí, señores del Concilio, nuestra sociedad es idílica, pero no porque hayamos dejado entrar a los desheredados y excluidos de la Tierra y hayamos traído la igualdad entre los hombres, sino porque con la ciencia hemos conseguido crear la sociedad de los mansos entre esos desheredados y excluidos. ¡El sueño de cualquier gobernante: la sociedad de los mansos! Yo creía que mi laboratorio era el mundo. Pero el mundo, estaba muy alejado de él y de mí. Mucha gente sigue pasando hambre, sigue con dolores en el cuerpo y en el espíritu. Sí señores, con el CITCON del doctor Hazter Hammug lo hemos bordado”.

“Desde luego”, habló Yang Yang, una científica que a los cincuenta años decidió que la literatura, abandonada ahora en una edad oscura por la infinitud de las publicaciones, estaba más cerca del alma humana que las probetas que había estado llenando durante media vida; y que decidió, sin encomendarse a Dios o al diablo, abrir en Hong Kong una librería de viejo que le daba más hambre que pan, pues ya no eran tiempos para los libros de papel.

Yang Yang se puso en contacto con el Concilio después de que recibiera una petición de nuestra secretaria para que enviase una lista de todos los libros de filosofía oriental antigua que poseyera, pues su nombre lo dejó caer el doctor Pakrash, habitante de los valles del Himalaya, descendiente de gurkhas y médico naturalista, que sabía de plantas más que nadie. Yang Yang empaquetó más de doscientos libros y sin que nadie se lo hubiera pedido se presentó en persona con los volúmenes solicitados en la puerta de la librería que tenía el Concilio en Alejandría junto a dos baúles de obras orientales. “El invento del doctor Hazter Hammug ya no es muy costoso y está siendo colocado de manera gratuita en los barrios más pobres de las ciudades. Y es cierto que sus calles son ahora seguras y calmadas, que la gente incluso parece más feliz, que se ayudan unos a otros sin esperar nada a cambio, pero…, tenemos noticias de que por no hacer el mal hay gente que muere de hambre. Son incapaces de... “.

“¡De nada!”, interrumpió don Sebastián Artigas, “¡no son capaces de hacer nada!, ¡han terminado con cualquier revolución, con cualquier sueño, con cualquier anhelo!”, en ese momento el Concilio estalló. Los veinticinco hablamos a la vez y nuestro presidente Samuel Livecraft a grito pelado dijo: “Es hora de pasar a la acción o ya podemos abandonar toda esperanza”. El alma de aquel poeta que anduvo por los anillos del infierno nos hizo callar y la pequeña librería de la calle Méjico, donde nos reuníamos una vez al mes a leer libros impresos antiguos en voz alta, empezó a temblar. “Callen, señores, retirémonos tranquilamente y pensemos qué medidas podemos tomar. Desde luego, no hay solución pacífica. La red llega a todo el mundo. Todos saben ya leer y escribir, pero nada se ha conseguido”.

“A tiros, esto sólo se arregla a tiros. Como siempre. Se acabaron los sueños”, dijo Harald Admunsen, un noruego que acabó con sus huesos en Alejandría cuando se quedó sin hielo polar a donde emigró huyendo del asfalto.

“Señores, queda clausurada esta sesión, el mes que viene tendremos una nueva reunión y decidiremos qué hacer”. Todos nos levantamos y salimos.

Don Sebastián Artigas era el alma de nuestros congresos. Fue él quien dio el primer paso para crear el Concilio, después de que, según sus palabras, la democracia se avinagrara con un sistema de votaciones cerrado que controlaba una gran computadora mientras los ciudadanos votaban desde casa usando sus zolets, sin más referente que la propaganda que fluía de la mano del poder a través de las venas de la red. “Nos han adulterado hasta el pensamiento”, dijo don Sebastián.

Todos sus escritos pueden encontrarse en la nube, pero sin su autoría. La nube se defiende de las ideas que considera peligrosas mediante el volcado de escritos con las mismas características de búsquedas que el alegato que consideran agresor, difuminando en un mare mágnum de entradas defensoras cualquier opinión alejada de la doctrina oficial. Su última crónica vuela de mano en mano en un libro de pastas azules y no pequeño tamaño, de título, En busca del tiempo perdido.

Hasta Viena llegué andando. Ya no hay fronteras y los nombres de los países son pura anécdota. Tardé dos meses, concretamente sesenta y tres días, a una media de treinta kilómetros diarios. Un año antes, me hice cadáver mediante una aparente muerte por suicidio, mal demasiado habitual en estos tiempos de dicha y que el CITCON, apelando a la libertad, permite.

Ahora mismo estoy recostado en un diván de terciopelo rojo intentando dejar en blanco mi mente y poder descansar. Llevo treinta y dos días aquí metido, solo, sin hablar con nadie, sin consultar la red. Esta noche, solamente queda la espera; y mañana, la última acción.

Todo empezó con aquel microprocesador sobre el que investigaba el doctor Hazter Hammug para curar la ceguera. Yo pienso que al final le superó su propia creación, ya que siempre las grandes Compañías terminan por desprenderse de las personas y de los objetivos para los que fueron creadas y terminan viviendo para sí mismas, con el único fin de perpetuarse.

Fue el día 21 del mes de Termiter del año 75 después de la revolución libertadora; lo que equivaldría hablando en la era cristiana al 21 de junio del año 2.463. Como era de prever todas las religiones han desaparecido, también la cristiana.

Ese día se presentó el microprocesador de séptima generación, del tamaño de una cabeza de alfiler y cuya principal novedad era la creación de nuevas técnicas de interfase hombre-máquina, lográndose por primera vez que el diminuto chip lanzara todo tipo de estímulos sensoriales al cerebro cuando por algún motivo estos no llegaban con normalidad. Por fin, la ceguera, la sordera, la mudez tenían curación. Una cabeza de alfiler no era más grande que el chip. Hasta ahí perfecto. Pero cuando se puede jugar a ser Dios, ¿por qué no hacerlo?

El doctor Hammug y su equipo continuó con el desarrollo del microprocesador consiguiendo provocar una serie de estímulos que activaban las zonas cerebrales por donde se mueve la conciencia, logrando avivar los remordimientos hasta sus máximos niveles creando una sensación de angustia insuperable, que llevaba a los pacientes a la enfermedad y a la muerte cuando se cometían algún tipo de infamias, delitos o faltas. Ahora, el pecado podía atacarse mediante estímulos sensoriales.

En honor a su descubridor, dicha zona cerebral no más grande que una nuez fue llamada Centro Nervioso de Hammug.

Manejar el sentimiento de culpa, el control de la conciencia; atribulada, miedosa y sombría, convulsa y temblorosa. Se acabaron las manos rudas. El secreto del bien absoluto. La alegría de ser bueno. Sin un Dios terrible que purgue nuestras culpas, porque no las hay. Nada es áspero. Cualquier dolor, un gozo.

II La creación de los mansos.

El éxito del CITCON y su posterior operación comercial fue arrollador, todo el mundo quería ver al resto de la humanidad participando de las ideas de bondad, justicia e igualdad; sobre todo, los gobiernos.

Los microprocesadores de Hammug fueron colocados como experiencia piloto en las prisiones; de forma voluntaria en un principio y mediante leva forzosa al final. El éxito de este primer experimento fue total ya que el comportamiento de los presos varió de tal modo que incluso con las puertas de la prisión abiertas no huían y sus actitudes no hacían presagiar ni un malo pensamiento. Eso sí, padecían fuertes temblores, comidos por los remordimientos, y contritos malestares de conciencia por el simple hecho de recordar su pasado. A algunos de ellos la fiebre les llevó a la muerte, pero quien los atendió en sus últimos momentos cuentan que murieron con una sonrisa y dando gracias por volver a la cordura y al camino de la bondad poco antes del deceso.

Rápidamente, el invento tuvo eco en todos los medios de comunicación, y no hubo gobierno que no pusiera en práctica esa primera experiencia piloto. Las cárceles fueron vaciándose y ningún preso que había sido sometido a la implantación del CITCON del doctor Hammug volvió a pisar una.

Se creó un alfabeto único que aquel prodigio de microprocesador llevaba incorporado, haciendo olvidar los antiguos dialectos territoriales, para evitar que la diversidad de lenguas y los nacionalismos amparados en ellas pusieran algún tipo de traba al mundo global y al mercado, que no dejaba sin trillar un palmo de tierra. La Historia de la Lengua nació de nuevo el día en que instalaron el primer CITCON. Las palabras: tristeza, dolor, miedo, enfermedad, crimen, angustia, maldad, robo, tormento…, y muchas más, todas desaparecieron. Cada sufrimiento se convirtió por obra y arte del invento del doctor Hammug en un camino hacia la perfección.

III El último paso.

Todo lo ocurrido es bastante más complejo que este pequeño resumen, porque siempre cualquier hecho, por simple que sea, es imposible de narrar con exactitud porque son infinitos sus matices e infinitas sus consecuencias; pero eso a quién puede importarle.

Mañana habrá una reunión de Jefes de Gobierno en Viena. A mí, en un sorteo, me tocó venir a Viena. A don Sebastián Artigas le tocó Manhattan, a Yang Yang Johannesburgo, a Harald Admunsen, ávido por la violencia, Moscú. De los 25 miembros del Concilio Libertador sólo nuestro Presidente no tuvo que sacar ninguna tela con el nombre de una ciudad bordada en ella. A él le corresponde continuar con nuestra lucha cuando todos hayamos desaparecido.

Mañana, saldré de la pensión, atravesaré la calle 23, me dirigiré a la estación sur de trenes y, posteriormente, esperaré a que salgan a saludar a la multitud los componentes del último Gobierno de la Confederación Europea que ahítos de tranquilidad, pues no ha sucedido un hecho violento en los últimos diez años, empezarán a dar la mano predicando bondad ante un público ahogado por su propio delirio. Preguntaré cuál de ellos es el Presidente. Nunca vi su rostro en ningún medio; ya que cuando era elegido, democráticamente, el candidato pasaba a representar a todos los ciudadanos y perdía todo atisbo de individualidad. “Él es ahora nosotros”, dijo el presentador de las noticias cuando dio cuenta de su victoria en las últimas elecciones.

Me dirán que es aquél del bombín blanco, pajarita blanca, camisa y pantalón blanco. Me acercaré, le daré la mano, detonaré el explosivo casero que llevo adosado al cuerpo y atentaré contra él, pues él es ahora nosotros. Una nueva Revolución Libertadora está en marcha.

sábado, 9 de marzo de 2024

ESTUVE EN GHAZA, SIEMPRE DESTRUIDA, CON HOREMHEB FRENTE A LOS HITITAS

En mi familia, desde tiempos que no recordamos, siempre ha habido alguien que ha andado en una guerra santa; ya fuera en Alemania como católico frente a los protestantes allá por los siglos XVI y XVII o en otros tiempos más modernos de los que el horror se hizo dueño, como judío. Mi nariz y mi nombre, Norberto, me delatan; o como árabe defendiendo Córdoba frente a los cristianos.

No nos libramos, como no se libró nadie, de la Guerra de la Independencia matando franceses, ni de las guerras carlistas matando guiris, fundamentalmente herejes ingleses, que no eran más que un acortamiento de la palabra vasca `guiristino´, que para eso un antepasado mío fue carlista. También tuve uno isabelino que combatió en Alcolea; y de la Guerra Civil española ni hablamos, que los tuvimos en las tres Españas, dándose al mareo de la guerra o al exilio. Pueden leer mis dos novelas, Las mareas no suelen equivocarse y La máquina del mundo para que se hagan una idea.

«No es que nosotros fuéramos hacia la guerra, es que la guerra siempre vino hacia nosotros. Sería porque elegimos los lugares más envidiados para vivir», me dijo una vez Steersman, mi padre.

Seguramente era eso, porque he comprobado en estos casi cuarenta años como soldado que la destrucción y la guerra siempre tropieza en los mismos lugares y con la misma gente. La de vueltas que he dado para decir esto. Pero, claro, el tiempo que me ha tocado vivir me ha dejado pocas dudas al respecto.

No se lo creerán, pero he abierto un libro y a principios de semana ya estaba preparando los embastes de las bestias para acudir a las guerras de nuestro faraón contra el imperio hitita que desde Hatusa estaba expandiendo su dominio hacia el sur cuando, viendo los mapas de nuestro general Horemheb, divisé la ciudad que estaba sitiada por los hititas y que nuestro faraón iba a liberar: ¡Ghaza!

Ghaza, que siempre resiste porque siempre ha sido atacada desde hace miles de años desde el sur, desde el norte, desde el este y desde el mar. ¡Ghaza!, donde siempre se unen tiempo y espacio para su destrucción.


Dese Líbano, allá por Trípoli, hasta el Egipto he andado un poco, a veces un mucho, por esa zona, y siempre pensé que algún día el terror perdería su batalla y que las guerras de respuesta no tendrían sentido. Me equivoqué, tal vez porque el terror siempre es alimentado por los Hunos y por los Hotros.

Mientras limpiaba el carro de mi general Horemheb, le oí decir unas palabras que desde hace tres mil años hasta hoy en día siguen vigentes. Habla Horemheb, por boca de Mika Waltari en ese libro que me acompañó de niño y que me compró mi padre tras cruzar por primera vez el Canal de Suez. Habla Horemheb, general al servicio del faraón: «Gracias a la guerra, los ricos podrán imputar a los hititas todas las desgracias que asolarán al país, y el faraón podrá acusarlos del hambre y la miseria que reinará este invierno. Será, en efecto, el pueblo quien lo soportará y lo pagará todo y los ricos sabrán todavía sonsacarle lo necesario para compensar sus pérdidas y podré sangrarlos de nuevo. Este sistema es mejor que el de imponer impuestos de guerra, porque así el pueblo bendice mi nombre y me juzga equitativo. Porque tengo que velar celosamente por mi reputación, previendo el porvenir».

¿Con qué fuerza iré a la guerra contra los hititas después de haber oído sus palabras? ¿Más de cien mil de los nuestros iremos a la muerte por esto? Pero lo peor fueron sus últimas palabras: «Egipto tiene que conocer la crueldad hitita a fin de que se convenza de que no hay suerte más horrenda que la esclavitud de los hititas. Cuanto menos trigo haya en Egipto, más hombres se alistarán en mis ejércitos, porque saben que allí hay la medida de trigo llena e incluso cerveza.». ¡Que sufran, que sufran los egipcios para mi gloria!, creo yo que susurraba; aunque estas palabras no están en Sinuhé.

Todavía Ghaza es nuestra pero ya está casi totalmente destruida por los hititas: «Ghaza seguía resistiendo en Siria y, después de la siega, al empezar la crecida, Horemheb abandonó Menfis con sus tropas. Mandó emisarios a Ghaza, asediada por tierra y mar, y un navío que pudo forzar el bloqueo con sacos de trigo llevó este mensaje: «¡Sosteneos, defended Ghaza a toda costa!»

Sigo embastando las mulas cargándolas con agua y alimentos para atravesar el desierto, como han hecho los míos desde tiempo inmemorial y como un descendiente con mi sangre hará en Huesca y en Ávila dentro de 3.500 años. Ghaza cayó en manos del terror, promovido por los de siempre y ahora también sufre la respuesta. Ghaza siempre sufre, pero siempre resiste: «Mientras los arietes hacían temblar las murallas de la villa y las casas ardían sin que hubiese tiempo de apagar los incendios, caía un mensaje con una flecha: «¡Defended Ghaza, es la orden de Horemheb!» Y mientras los hititas lanzaban a la ciudad marmitas llenas de serpientes venenosas, una de ellas resultó contener trigo y un mensaje de Horemheb: «¡Defended Ghaza!» Yo no comprendo cómo esta villa pudo sostener el asedio de Aziru y los hititas»..

Voy a escribir con caracteres jeroglíficos una premonición: «Allá voy con mis mulas, embastadas con agua y alimentos, a la defensa de Ghaza. Espero que ese descendiente que también embastará sus mulas de montaña, con agua y alimentos en Ávila y en Huesca dentro de 3.500 años no tenga que ver Ghaza nuevamente destruida. Puede que los faraones y emperadores cedan su gobierno a personas más equilibradas en el arte de la paz. Que Atón, dios de bondad infinita, el que vivifica la Justicia y el Orden cósmico nos ayude con su inmensa magnanimidad». Y eso escribió un antepasado mío.

Y es que las guerras siempre tropiezan en los mismos lugares y con la misma gente.