sábado, 13 de diciembre de 2014

LA TÍA TULA, MIGUEL DE UNAMUNO Y FUERTEVENTURA



Hace poco me enviaron a una especie de guerra en las Islas Salacias; de camino hacia allí tuve que hacer un alto por motivos logísticos en Fuerteventura y, como no tenía otro conocido en aquellos lugares más que don Miguel de Unamuno, sin pensarlo, me fui hasta su casa.
Ni él ni yo estábamos allí por casualidad, él había perdido su cátedra por unas desavenencias con la dictadura y andaba poco menos que exiliado, y yo iba a una especie de guerra a las Salacias. Casi cien años, que no son nada, traen a la vida este tipo de coincidencias y desaires.

Lo encontré sentado a la puerta de su casa y en ese momento le servía un café una señora entrada en años, con pinta de haber vivido por dentro más que por fuera, con un vestido negro que como una coraza pretendía evitar cualquier malentendido que pudieran procurar sus ojos azabaches y con un peinado pertrechado en la mezcla de la rutina y de la íntima soledad.
-¿Es ella?- le pregunté a don Miguel.
- Sí, es ella- me contestó.
Sabía que no andaría lejos de él. Tal vez porque algún día a los dos los invadieron las mismas ansias y las refrenaron de idéntico modo. Muchas veces me dejo llevar y olvido que los libros son sólo libros. Pero la tía Tula era inconfundible.
En ese momento pasó un hombre junto a la puerta  y ella bajó los ojos.

- Pero, ¿temes tú que pueda volverse...?
- Yo siempre temo de los hombres.
- ¿Y de las mujeres no?
- Esos temores deben quedar para los hombres. Pero sin ánimo de ofender al sexo...fuerte, ¿no se dice así?, le digo que la constancia, que la fortaleza está más bien de parte nuestra...
- No siempre- le digo- no es cuestión de género, Tula.

Tula ha llegado a Fuerteventura, como yo, buscando redimirse de algo; que para eso están los viajes. Me mira con unos ojos que parece que lamentan su pasado, su presente y su futuro. Yo me entiendo y ella te entenderá. Y en cuanto a éste corre de mi cuenta, yo poco he de poder o haré de él un hombre. Le reprocho a don Miguel que exagerara la tan reprimida esencia de Tula, que como un volcán en ebullición de sexualidad insatisfecha fue dibujada en sus conversaciones y acciones a la vez como su verdugo y su víctima. Él ni se altera porque piensa que así es la vida misma, y que todos refrenamos nuestras pasiones desde que nacemos: verdugos y víctimas a la vez. Pero yo no puedo buscarlos. no soy hombre, y la mujer tiene que esperar a ser elegida. y yo, la verdad, me gusta elegir, pero no ser elegida.

No debió de ser fácil cuando anduviste en la misma casa tan cerca de Ramiro, tu cuñado viudo, sabiendo que siempre te atrajo y que tú le atraías, aguantar un día y otro día. Poniendo a tus sobrinos por corazas, para que vuestros olores no pudieran mezclarse ni una sola vez. Y por las mañanas, luego de haberse levantado Ramiro, iba su cuñada a la alcoba y abría de par en par las hojas del balcón: ¡Para que se vaya el olor a hombre!" Y evitaba luego encontrarse a solas con su cuñado, para lo cual llevaba siempre un niño delante.

¿Por qué no te dejaste llevar? Imagino que fue porque don Miguel no te dejó. Ya se le escaparon en Niebla todos sus personajes y como rebeldes sin destino anduvieron forjando su propia historia lejos de su creador; así que contigo, don Miguel no quiso arriesgarse a darte ni un cachito de libertad para que acometieses la vida con tus propios aciertos y errores. Y empezó una vida de triste desasosiego, de interna lucha en aquel lugar. Te escudas en que ahora eres la madre de esos niños que han quedado huérfanos y que sabes que tu deber es cuidarlos; pero don Miguel no te explicó con ese vocabulario que domina como nadie, que también tenemos el deber de ser un poco felices y que eso no es abandonarse: Ramiro la busca hasta rozarla. -No me mires así que los niños ven. - ¿De qué crees que somos los hombres? - De carne y muy brutos.

No dejas aliento a tus palabras, pero ¿y tu pensamiento? ¿Quién le pone barreras a tu pensamiento?, porque tú no puedes hacerlo; y nosotros lo conocemos.
- Pero por dentro soy otra.
- Sí, pero hay que ocultarlo.
- Sí, hay que ocultarlo, sí; pero hace días en que siento ganas de reunir a mis hijos...
- ¡Sí, suyos de usted!
- Sí, reunirlos y decirles que toda mi vida ha sido una mentira, una equivocación, un fracaso.

Siento que ni siquiera en esas noches de calor en el campo te dejaras alguna vez llevar, ni te atrevieras a sentarte con Ramiro en la hierba. Eché mucho de menos que eso no ocurriera en tu novela; porque, después de que tus sobrinos crecieran, y cumplieras con tu misión en el mundo, la soledad iba a poder contigo. Gertrudis se sintió siempre sola. Pero sola para que la ayudaran porque para ayudar ella a los otros no estaba sola. Era como una huérfana cargada de hijos. Estoy sola, sola. Pero vosotros, mis sobrinos, ¡no!, mis hijos, sois mi obra, y esa fue mi vida.

Nos dijimos todo eso sin hablarnos, Tula entró para dentro evocando un infierno de hielo y nada más que de hielo y don Miguel decidió dar un paseo junto al mar. Yo me quedé en la puerta. En ese momento salió una chica de la casa y me invitó a entrar. ¿Quieres ver la casa de Miguel de Unamuno en Fuerteventura? Por supuesto, le dije, no voy a renunciar a conocer el infierno. Yo no soy como Tula y lo quiero ver y sentir todo. Pasa, me dijo. Y vi su habitación y su despacho donde él escribía y vi alguna sombra que me miraba.

Si vas alguna vez a una especie de guerra en las islas Salacias y no conoces a nadie, pásate por la casa que Miguel de Unamuno habitó durante su exilio en Fuerteventura, porque os queda de paso, y hay una chica que abre la puerta y con amabilidad os invita a entrar. Igual tenéis suerte y, como yo, os encontráis con que Tula, con sus ojos negros, atados para la pasión, os sirve un café. E igual la convencéis para que viva un poco. Yo no tuve suerte, posiblemente porque las cosas hace cien años eran muy diferentes.