domingo, 20 de septiembre de 2015

EMILY DICKINSON Y EL MAPA DEL CIELO

- ¡Has venido a Amherst!
- Sí.
- ¿Y cuánto tiempo has tardado en llegar?
- Ciento treinta y cinco años.

Ella me habló desde la planta de arriba. No quiso bajar. Dicen que desde hace muchos años no quiere ver a nadie. Vive con su poesía, sus símbolos y sus sueños, escondida en su cuarto. Una mesa, una cama de barrotes, una silla de aenea, un jarrón de porcelana y una palangana, un toallero junto a la ventana y un armario color caoba lleno de vestidos blancos. En Amherst la conocen como el mito.

Hace tiempo que sólo viste de blanco, como una virgen, como una monja o como una poetisa del purgatorio. Nadie puede confirmar si ha amado alguna vez. Hay quien ha visto en el predicador Charles Wadsworth la pena de sus deseos. Sólo se han encontrado dos veces.
También apuntaron a un pretendiente que trabajaba en el bufete de su padre y que le había regalado, poco antes de morir, un libro de poemas de Emerson y que Emily guardaba como si fuera un tesoro…
Y muchos ojos, acusadores, dicen que ama a su mejor amiga, Susan Gilbert, que ha terminado casándose con su hermano:

¡Oh, Susan!: Con excepción de Shakespeare, tú me has transmitido más conocimiento que cualquier otro ser vivo.

A mí, sinceramente, no me importa si terminó encerrada treinta años, sin salir de su casa, por un desengaño amoroso, por una madre absorbente que padecía enfermedades sin fin, por un padre exageradamente estricto, por una enfermedad mental, porque quisiera dedicar su alma a la poesía en una habitación propia, midiendo la violencia de un corazón de poeta en un cuerpo de mujer; o porque yo no llegué a tiempo. A mí lo único que me importa es que esta mujer, que siempre vistió de blanco, consiguió lo que muy pocos han hecho: dibujar con versos un mapa del Cielo. 

Sí, señores, soy egoísta, (como todos ustedes), no lo niego. Yo estoy aquí, simplemente, para que me dé el mapa del Cielo que esconde en su baúl:

Nunca he hablado con Dios,
Nunca he visto el Cielo,
Y, sin embargo, conozco el lugar
Como si tuviese un mapa de él.

Emily no me ha dejado subir a la planta de arriba. Ella habla desde la balaustrada y yo la escucho desde la antesala. Dice que no va a publicar nunca, que eso sólo lo hacen quienes necesitan dinero: sólo la pobreza justificaría una cosa tan vil. ¿Quién quiere ser alguien? ¡Qué aburrido!

Le digo que Borges pone en boca de Alfonso Reyes, que los autores publican para no pasarse la vida corrigiendo borradores. “No les creas”, me comenta, “vanidad y pobreza, esos son los dos secretos de la publicación”. Y empieza a despotricar de ese tal Higginson que le ha publicado cinco poemas sin ella autorizarlo, descuartizándolos porque ha puesto un título y ha cambiado sus queridísimos guiones de sitio.

Yo aún no he publicado nada, le digo, pero hay una novela que tengo en un cajón que no me deja vivir; no me deja escribir otras cosas. “Deshazte de ella, y vuelve a nacer de nuevo”, me aconseja. ¿Que me deshaga de ella?, ¿después de veinte años? Tengo tantas dudas. La he empezado y terminado doce veces… ¿seguro?

Hallar descanso en lo incierto
Está en el ser de la felicidad.

Sé que alguna noche ha salido a pasear por el jardín de la casa de su padre.

- Puedo esperar a la noche para hablar contigo, Emily.

Ha rechazado mi invitación porque me dice que ella ve el mar en los setos de brezo de la casa y que vive el verano en el deambular de las abejas y las flores:

Yo jamás he visto un páramo
y el mar nunca llegué a ver
pero he visto el alma de los brezos
y sé lo que las olas deben ser.

Rápido, me quito la careta y le explico el motivo de mi viaje:

- Emily, he venido a que me des el mapa del Cielo que escondes en ese baúl lleno de versos. 
- No tengo ningún mapa- me contesta.
- Lo tienes, pero aún no lo sabes. Emily, déjame subir.

Él era débil y yo era fuerte, 
después él dejó que yo le hiciera pasar
y entonces yo era débil y él era fuerte,
y dejé que él me guiara a casa.

No era lejos, la puerta estaba cerca,
tampoco estaba oscuro, él avanzaba a mi lado,
no había ruido, él no dijo nada,
y eso era lo que yo más deseaba saber.

El día irrumpió, tuvimos que separarnos,
ahora ninguno de los dos era más fuerte,
él luchó, yo también luché,
¡pero no lo hicimos a pesar de todo!

He abierto su baúl, lleno de trozos de papel desperdigados. Ella se ha quedado de pie, junto a la puerta, mirándome. Pienso que debería arramplar con el baúl entero, que ahí, como un libro de arena infinita está el mapa del Cielo que vengo buscando.

Me paro a mirarla y veo que un par de lágrimas ruedan por sus mejillas. Le digo que coja el baúl, sus poemas, un par de vestidos blancos y venga conmigo a ver el mar porque los ojos de los brezos solo pueden mostrarte un mar de sueños, y los ojos del jardín un verano prescindible.

Siguen rodando lágrimas por sus mejillas y me contesta que no, que va a seguir treinta años encerrada en su cuarto en la casa de su padre, cuya puerta nunca volverá a atravesar para salir.
Y eso que ella sabe que:


La dicha se vende una sola vez.
Perdida la patente
nadie podrá comprarla nunca más-
Díganme, pies, decidan la cuestión
¿debe cruzar la señorita, o no?

De entre sus papeles, cogí el mapa del Cielo que estaba buscando y salí de aquella casa de la ciudad de Amherst, sabiendo que ella, como dice Borges, prefirió soñar el amor y acaso imaginarlo y temerlo.

Como si ella fuera de una raza solitaria y extraña…


sábado, 12 de septiembre de 2015

RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO, VENDRÁN MÁS AÑOS MALOS Y NOS HARÁN MÁS CIEGOS

                                    
                                    

Con Rafael Sánchez Ferlosio y su Jarama hice un viaje a La Coruña, cuando llegar al fin de la Tierra, que era mi destino, costaba un día entero en tren. La Sierra de Madrid y los ríos Jarama y Guadarrama los había visitado con mucha asiduidad buscando un poco de historia de la Guerra Civil; no faltan trincheras, búnkeres, vainas de munición, y otros desperdigados retazos de aquellos tiempos que trajeron aquellas guerras. Describiré brevemente y por orden estos ríos, empezando por Jarama: sus primeras fuentes se encuentran en el gneis de la vertiente sur de Somosierra, entre el Cerro de la Cebollera y el de Excomunión. Corre tocando la provincia de Madrid, por La Hiruela y por los Molinos de Montejo de la Sierra y de Prádena del Rincón.
¿Me dejas que descorra la cortina? Me gusta ver quién no pasa.

Rafael Sánchez Ferlosio parece que no cae bien a nadie, porque es de ese tipo de personas que descubre con una facilidad abrumadora las fallas, los defectos, las inmoralidades y las traiciones que viven en nuestra alma y que nunca nos gustan que aireen. ¿Qué se creerá ese?

Yo siempre intenté caerle bien y pronto le expresé todo aquello que yo pensaba que él había hecho por la cultura; y sin avisar se saca de la manga un papel firmado por un tal Walter Benjamín que pone escrito: No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie.

Este tipo de gente se busca enemigos en todos los frentes, trata por igual a todos los impostores, él incluido, sin importarle el color, ideología, raza, culto o devoción: Es que la voz más pobre se hace siempre la más autoritaria: no consiguiendo ya ser entendida, tiene que resignarse a ser obedecida.

Mientras abre la cortina de la ventana, me explica con voz agria: no es cuestión de lo que se vea o se deje de ver. Yo no sé ni siquiera si lo veo; pero me gusta que esté abierto, capricho o lo que sea. De la otra forma es un agobio, que no sabes qué hacer con los ojos, ni dónde colocarlos. Y además, me gusta ver quién pasa.

Con ojos social-realistas, que el rechaza, ha estado viendo la sociedad durante un siglo, y con ojos de realismo mágico (o eso cuentan) la miró veinte años antes que esa novelística sudamericana que deslumbró: una noche de lluvia descendió sobre el jardín un viento remoto. Alfanhuí tenía la ventana abierta y el viento se puso a agitar la llama de su lámpara. Se estremecieron, en las paredes, las sombras de los pájaros…
Él, como no podía ser de otra manera, abomina de las dos y espera que sus ensayos sean, si quedase algo, su palabra postrera.

- Permítame, señor Ferlosio, que no esté de acuerdo con usted- y empiezo a contarle en detalle mis experiencias personales con la novelística hispanoamericana.

- Las llamadas experiencias personales, quizás sean necesarias, y hasta pueden reportar en ocasiones alguna utilidad, pero es de todo punto imprudente e inadecuada la garantía que suele atribuírseles- dice mientras sigue observando por la ventana.

Hay algunos que le recuerdan de dónde viene, otros le observan dónde está y otros le auguran dónde va; pero él sabe que no puede caer bien a nadie y les explica la razón de tener ideas: Tener ideologías no es tener ideas. Estas no son como las cerezas, hasta el punto de que una misma persona puede juntar varias ideas que se hallan en conflicto unas con otras. Las ideologías, en cambio, son como paquetes de ideas preestablecidas, conjunto de tics fisionómicamente coherentes, como rasgos clasificatorios que se copertenecen en una taxonomía o tipología personal socialmente congelada. Sólo hay unos cuantos tipos de persona, y cada cual desea ser reconocido por aquellos a quienes pertenece.

Ahora sí que los ha cabreado a todos; los pasajeros de delante apelan a la libertad de ideología individual (-Eso no existe-, repite), los de la parte de atrás llaman a la revolución, los de los asientos de la izquierda al orden y los pasajeros de la derecha invocan a la tolerancia.

- ¿Ves, Norberto? Nadie ha hablado de la palabra indulgencia: Tolerancia no, como si cualquier credo fuese bueno dentro de sí mismo, sino todo lo más indulgencia, porque lo que sí es seguro cuando menos, es que todos son malos fuera de sí mismos.

-Ahí queda eso-, le digo al maestro, y le comento que me alegré mucho cuando vi a nuestro Rey entregándole el Premio Cervantes, que durante largo tiempo mereció; porque la verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero.










martes, 1 de septiembre de 2015

ALFONSINA STORNI, MUJER Y LIBRE


A Mar del Plata arribé embarcado en la goleta La Milagrosa, bogando desde el Brasil y persiguiendo piratas para dejar a secar sus cabezas en los finos salones de esa noble ciudad.

Embarcar en La Máquina del Mundo me llevó veinte años, hasta que decidí volver a tierra y dedicarme a otro tipo de oficios, porque me di cuenta, un poco tarde, que cada nueva letra que escribía no hacía sino separarme de aquello que buscaba. Al igual que Alfonso Reyes, resolví que no era tiempo de pasarme la vida corrigiendo borradores, ni en Mar del Plata, ni en Ubatuba, ni en Sanlúcar, ni en Ginebra, después de haber andado más de veinte años cortando cabezas bucaneras:

“El verbo es el hecho. El verbo es pasado, presente y futuro. Es la única forma gramatical que lo contiene todo”. De esta manera bautizaban a las cosas y los hechos, usando sólo verbos. El capitán Pascual Pareja, cuando agarró la cabeza del holandés para aserrarla, fue nombrado por éste como: “el que mata”. Y así como “el que mata”, anduvo un tiempo bogando desde el Mar del Plata hasta el Brasil buscando bucaneros y siendo fiel a su calificativo.


“Antes de irte no olvides pasarte por la Playa de La Perla”, me dijo una maestra argentina, que a mí me pareció muy bella aunque tuviera el pelo cano, la mirada triste y un pecho enfermo, con las venillas del pezón convertidas en espinas; y a ver si puedes perder la mirada distraídamente, perderla y que nunca la vuelvas a encontrar y, figura erguida entre cielo y playa sentir el olvido perenne del mar.

Sentarme a ver la mar es mi especialidad, pues embarcado o en tierras de la Argónida he pasado muchas horas sin más vocación ni oficio. Además hubo un tiempo que al igual que Alfonsina, saqué un abono para la soledad, dedicándome a dar largos paseos, pernoctar solo en hoteles que siempre me parecieron oscuros, leer libros de versos, pues terminé prohibiéndome la novela, y hablando en demasía y a destiempo conmigo mismo; sin quererlo, por supuesto; pues no creo en beneficio alguno de esa impostora. ¡Los días que fueron, los días perdidos, los días inertes ya no volverán! ¡Qué tristes las horas que se desgranaron bajo el aletazo de la soledad!

Alfonsina Storni tenía la cara redonda, unos ojos que brillaban sin necesidad de que se le reflejara la luz, una sonrisa partida en dos y un alma brava.

Desde luego, todo el mundo que pasaba por la playa de La Perla la conocía. Los jóvenes, nada más verla, empezaban a recitar algún pequeño poema de memoria; y las adolescentes forraban sus libros con sus versos de libertad femenina, de valor reconocido, de insumisión a la palabra, de insumisión a los hombres y de insumisión al corazón. De mujer y libre.

Esas jóvenes de aquellos años estaban hechas de otra pasta porque leían a Alfonsina con devoción, llevaban bajo el brazo un libro de Cortázar sin necesidad de explicación alguna y ya habían descubierto a Borges. Las adolescentes de ahora han cambiado esos libros por otros que vienen de la mano del marketing, la publicidad, el puro entretenimiento y de aquello que mueve el dinero que todo lo pudre.

Ella, la maestra que, siendo niña, para ganarse la vida tuvo que afanarse de madrugada cosiendo para la calle cuando le enrojeció los ojos la costura, corva la espalda, firme la paciencia, el pan escaso en mala pieza oscura, me explica con versos cómo es su alma de poeta, porque quien viene a la playa de La Perla viene a hablar con ella de almas y de versos:

Alma que nada sabe y todo niega
Y negando lo bueno el bien propicia
Porque es negando como más se entrega.

Alma que siempre disconforme de ella,
Como los vientos vaga, corre y gira;
Alma que sangra y sin cesar delira
Por ser el buque en marcha de la estrella.

En la playa de La Perla, después de esperar lo que nunca tuvo, Alfonsina, cada madrugada, se dirige al mar, para seguir siendo libre, mujer y poeta.
Por eso la noche antes de salir de Mar del Plata, descorazonado porque mis bucaneros, mis capitanes intrépidos y mis mujeres amadas andaban deshaciéndose en otros lugares y tiempos, me senté en el banco en el que Alfonsina siempre me había esperado:

Te esperaré en nuestro banco
y por gustarte vestiré de blanco.
No esperes, al llegar, que yo me mueva
de la glorieta que nos finge cueva.

Me lo suele impedir el corazón
que a tus pasos se pone en desazón.
Mi corazón está tan castigado
que como un vaso morirá trizado.

Ella sólo se mueve cada madrugada para hundirse en las ondas del mar, que ya la han cercado en la tierra, porque quería ser mujer y libre; o libre y mujer que son sinónimos, como todo el mundo sabe.
Pero en la playa de La Perla ella habla con todos, incluso conmigo; y eso que yo, equivocado, la quise blanca, la quise pura.
Por cierto, no te preocupes si llegas allí y te dicen que ha salido.

Déjame sola: oyes romper los brotes...
te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases
para que olvides...

Gracias. Ah, un encargo:
si él llama nuevamente por teléfono
le dices que no insista, que he salido...

Seguro que cuando pase esta fiebre de productos audiovisuales de consumo ligero, las adolescentes volverán a llevar en las portadas de su cartera los versos de Alfonsina Storni (1892- 1938), mujer y libre, que como todo el mundo sabe son sinónimos.

Cogeré el vuelo en cinco horas, he mandado por correo mis historias de bucaneros, navíos, antepasados indómitos y mujeres gloriosas porque tenerlas cerca ya me hacen mal. Nunca pensé en publicar, pero esta maldita Máquina del Mundo no merece otra cosa. 
Antes de irme beso los pies de Alfonsina y la dejo mirando la mar tal como ella es:

Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera,
Como una romana, para concordar

Con las grandes olas, y las rocas muertas
Y las anchas playas que ciñen el mar.