sábado, 30 de enero de 2016

SON MÁS LO QUE MUEREN DE DESAMOR, SAÚL BELLOW



Ir a Nueva York y no tropezarse con un escritor es muy difícil.
Si vas al café Carlyle hay un tipo con gafas de pasta y pinta de tímido que escribe y a la vez toca el clarinete los lunes. En la taberna del Caballo Blanco te puedes encontrar a Dylan Thomas y a  Jack Kerouac bebiendo güisquis y charlando hasta la madrugada. Y a las orillas del Hudson, mientras das una vuelta, te puedes topar con Saúl Bellow. Yo me tropecé con él una tarde cuando sacaba a su perro a pasear.
- ¿No le conozco yo de algo?”- le pregunté.
- ¡Claro!-, me dijo- fui nadador olímpico.
Delgado, con una mirada socarrona y poco dado a recibir los adjetivos críticos, bien vestido y con sombrero. “Este tío es escritor”, pensé para mí.

Después de dar muchas vueltas, me tropecé con su foto en la portada de un libro, que tenía un título que había llamado mucho mi atención: Son más los que mueren de desamor: ¡anda!, si este es el nadador olímpico.

Cierto, se podrá morir alguna vez de amor, pero eso le ocurre sólo a unos pocos elegidos; los simples mortales tienen a lo largo de su vida muchas más probabilidades de morir de desamor: Hacia el fin de la vida uno tiene que cubrir una especie de programa de dolor. Categorías infinitas. Primero causas físicas como la artritis, las piedras en la vesícula, los espasmos menstruales. En la siguiente categoría el orgullo herido, la traición , la estafa, la injusticia. Pero la categoría más dura es la que se refiere al amor. La cuestión es entonces: ¿Por qué persisten todos? si el amor destroza y se ven los estragos por todas partes, ¿por qué no se actúa con sensatez y se retira uno pronto?

Después de leer esas primeras páginas, de pie, frente al mostrador de la caseta de la Cuesta de Moyano en la que vendían libros usados con un pasado casi infinito, me dije, me llevo a este judío neoyorquino a casa. Siempre quise leer a un nadador olímpico que se ha casado cinco de veces dando explicaciones de por qué es más fácil morir de desamor.

Al tío Benn, profesor de universidad, estudioso y experto en plantas y que ha viajado por todos los lugares del mundo, (China, Sudamérica o los Polos...), estudiando plantas o huyendo del amor o de la simple pasión sexual que tan a menudo aprisiona, lo seguí para que me explicara el por qué de su comportamiento ante las experiencias que le va mostrando la vida.

Estoy sobre-saturado de política. Voy a leer a este judío, neoyorquino, que se cachondeó de mí un día contándome que fue nadador olímpico, escribiendo de amor o desamor:

Así las masas están protegidas en su inocencia y pueden ser ingenuamente felices. Y todos los gobiernos son más o menos así: grandes inquisidores que protegen a la frágil multitud. (Por supuesto no todos los gobiernos han masacrado a sus propios inocentes).

¿También aquí?¿en este libro?¿Nada escapa a la política?

Me he dado cuenta de que Bellow, cuando habla de amor, habla de todo; y toca todas las raíces del Hombre, aunque aviso que no es fácil su lectura, son libros para otra época.

Es la historia personal, amorosa y, sobre todo, sexual de dos hombres: Kenneth Trachtenberg, un profesor de literatura e historia rusa, enamorado de una mujer que sólo lo utilizó para tener una niña, y de su tío Benn Crader, un experto botánico, estudioso de las plantas y profesor de universidad, que se lamenta de que ahora en la universidad se dedican a "crear conciencia". Las estructuras de las plantas les importan un bledo, posiblemente porque también ahí ha entrado a fuego la política y ya son pocos los sabios que se dedican a la política y muy pocos los políticos dedicados a ser sabios. Siempre nos quedarán los monasterios y las bibliotecas secretas.

A través de ellos, el nadador olímpico hará un retrato de la sociedad occidental y de los Estados Unidos y su culto al dinero. Empieza con bisturí de cardiólogo, con las pasiones individuales, (en todo hombre duerme un sentido de la vida conforme al amor, escribe el poeta Larkin) y termina diseccionando con cuchillo de carnicero, la sociedad norteamericana: Los hijos son excusas para robar. ¿Por qué lo hizo?¿Por qué robó? Es una pregunta estúpida:"lo hago por mis hijos"

Los hechos personales son, a menudo, infames. Paseamos con el padre de Kenneth por París. su padre sólo piensa en las mujeres y el sexo. Es apuesto, es un don Juan. Con Kenneth vamos a Etiopía, adonde ha huido su madre para trabajar en una ONG, para hablar con ella, (la madre es el único portero al que uno nunca consigue meterle un gol) y hacerla ver que la vida Occidental tiene sentido aunque ella la encontrara tan vacía en París. Y con Kenneth volamos de París al mismo centro de los Estados Unidos para perseguir a su tío Benn, todo lo contrario a su padre. - Está bien, tío Benn. A los dos nos va mal con las mujeres. somos bastante estúpidos.

Conocimos a Caroline Bunge, uno de los amores del que huyó su tío a las selvas de China o al Polo Norte:
En cuanto a decidirse por un hombre, piensen el esfuerzo que supone examinar a los elegidos para seleccionar un marido. ¡Qué tormento!¡Y luego convencer al hombre que se ha elegido! El dinero debiera facilitar las cosas. Pero no es así, porque donde hay dinero hay negocio y el negocio implica acuerdo contractual. 
Aunque ella lo que quería era un marido a juego con el piso.

Y qué decir de Matilda Layamon y sus padres, sólo piensan en el estatus social y en el dinero. No creo que ninguno de ellos pudiera morir de desamor; y eso que, como nos explicó el tío Benn, experto botánico, son más los que mueren de desamor que los que mueren de radiaciones.

Este nadador olímpico todavía no tiene asegurada la posteridad literaria pero en sus escritos habitan ramalazos de eternidad porque golpean el sentido del ser humano en lugares que sólo los artistas saben tocar:

El sufrimiento de Rusia desde una perspectiva histórica, era el sufrimiento en su forma clásica, el sufrimiento que la humanidad ha conocido siempre mejor en la guerra, la peste, el hambre y la esclavitud. Esas formas monumentales y universalmente familiares del sufrimiento deben hacer a los supervivientes más profundos. Tuve la tentación de hacer comprender a mamá que también había que tomar en cuenta los sufrimientos de la libertad. De otro modo, estaríamos concediéndole un valor más alto al totalitarismo al decir que sólo la opresión puede mantenernos honestos. Las personalidades libres que no reciben ayuda ni del cielo sordo ni de la tierra neutral, se enfrentan a elecciones mortalmente peligrosas que determinarán el futuro de la civilización .

¡Y yo que cogí este libro para ver cómo uno puede morirse de desamor!




martes, 5 de enero de 2016

YO NACÍ GRITANDO GOL; CAMUS, EL PRIMER HOMBRE, Y GALEANO JUGANDO AL FÚTBOL


Yo nací gritando gol y quise ser jugador de fútbol. En mi familia, hasta ahora, todos hemos nacido gritando gol. Yo no sé porqué, pero desde que oí a Albert Camus, hijo de una limpiadora emigrante sordomuda y analfabeta que jamás pudo leer uno de sus libros pero a quien nunca le faltaba una sonrisa en los labios, decir que un campo de fútbol era el único sitio en el que no le preguntaban en qué trabajaba su madre, y que allí lo único que importaba era cómo pateabas la pelota, decidí que mi deporte sería el fútbol.

Me imagino que algo tuvo que ver que yo naciera gritando gol; aunque, por esas cosas del destino, uno no pudo elegir lo mal arreglado que anduvo en su nacimiento con 800 gramos de peso, cuatro operaciones antes de cumplir cuarenta días y la necesidad de llevar atados diferentes órganos abdominales e inguinales hasta cumplir al menos quince años.
Pero lo que sí pude elegir era que, a pesar de todo, mi deporte sería el fútbol.
Tengo a gala el que durante tantos años dando patadas a un balón nadie se percatara de la presencia de algún que otro braguero bajo mi ropa de deporte.

Mi madre, que como todas las madres que tienen hijos que necesitan atarse órganos abdominales e inguinales, me impedía coger cualquier tipo de peso; sin embargo nunca evitó que yo pateara una pelota. "Eso sí, hazlo con cuidadito". En ese aspecto fui diferente a Camus, porque su abuela una mujer dominante, ante la falta de dinero, le prohibía al pequeño Albert Camus jugar al fútbol y cada tarde al volver del colegio le miraba lo gastados que llevaba los zapatos, y si no le gustaba lo que veía el castigo físico no se hacía esperar:

Pero ese reino le estaba vedado. Porque el patio era de cemento y las suelas se gastaban con tanta rapidez que la abuela le había prohibido jugar al fútbol durante los recreos. Ella misma compraba para sus nietos unos sólidos y pesados zapatos cerrados que esperaba inmortales.
En todo caso, para aumentar su longevidad, hacía poner en las suelas unos enormes clavos cónicos que presentaban una doble ventaja: era necesario gastarlos antes de gastar la suela y permitían verificar las infracciones a la prohibición de jugar. En efecto, las corridas en el suelo de cemento los gastaban rápidamente y les daban un pulido cuya frescura delataba al culpable. Todas las noches, al volver a su casa, Jacques debía entrar en la cocina donde Casandra oficiaba entre las negras marmitas, y con la rodilla doblada, la suela al aire, en la postura del caballo al que están herrando, tenía que mostrar las suelas.


Naturalmente, no podía resistir a las llamadas de sus compañeros ni a la atracción de su juego favorito, y ponía toda su atención, no al ejercicio de una virtud imposible, sino en el disimulo de la falta. Así es como pasaba largos ratos, al salir de la escuela y más tarde del liceo, frotando las suelas en la tierra mojada. A veces la triquiñuela daba resultado. Pero llegaba el momento en que el desgaste de los clavos era escandaloso, en que la suela misma estaba gastada e incluso, última de las catástrofes, como consecuencia de un puntapié torpe contra el suelo o contra la verja que protegía los árboles, se separaba del empeine y Jacques llegaba entonces a casa con el zapato atado con un cordel para mantener la boca cerrada. Esas noches eran las del vergajo.

A Jacques, que lloraba, su madre le decía por todo consuelo: «Es verdad que son caros. ¿Por qué no tienes cuidado?». Pero ella misma jamás tocaba a sus hijos. Al día siguiente le ponían a Jacques unas alpargatas y los zapatos iban al remendón. Los recuperaba dos o tres días después florecidos de clavos nuevos, y tenía que aprender otra vez a mantener el equilibrio sobre las suelas resbaladizas e inestables.

Mi padre siempre me recomendó que jugara al fútbol para divertirme que "lo primero es formarte como persona, se pueden hacer a la vez: regates y leer; a distintas horas, eso sí", me enseñó con pocas explicaciones que el futuro normalmente no tiene forma redonda y que, cuando la tiene, es fácil que se den la mano el infierno y la gloria:

El jugador corre, jadeando, por la orilla. A un lado lo esperan los cielos de la gloria; al otro, los abismos de la ruina.
Pero él, que había empezado jugando por el placer de jugar, en las calles de tierra de los suburbios, ahora juega en los estadios por el deber de trabajar y tiene la obligación de ganar o ganar.
Los empresarios lo compran, lo venden, lo prestan; y él se deja llevar a cambio de la promesa de más fama y más dinero. Cuanto más éxito tiene, y más dinero gana, más preso está. Sometido a disciplina militar, sufre cada día el castigo de los entrenamientos feroces y se somete a los bombardeos de analgésicos y las infiltraciones de cortisona que olvidan el dolor y mienten la salud. Y en las vísperas de los partidos importantes, lo encierran en un campo de concentración donde cumple trabajos forzados, come comidas bobas, se emborracha con agua y duerme solo.
En los otros oficios humanos, el ocaso llega con la vejez, pero el jugador de fútbol puede ser viejo a los treinta años. Los músculos se cansan temprano:
—Éste no hace un gol ni con la cancha en bajada.
—¿Éste? Ni aunque le aten las manos al arquero.
O antes de los treinta, si un pelotazo lo desmaya de mala manera, o la mala suerte le revienta un
músculo, o una patada le rompe un hueso de esos que no tienen arreglo. Y algún mal día el jugador descubre que se ha jugado la vida a una sola baraja y que el dinero se ha volado y la fama también. La fama, señora fugaz, no le ha dejado ni una cartita de consuelo.

Siempre jugué para divertirme y, rara vez soñé más de lo que la razón me indicaba, me imagino que uno de los motivos era que yo siempre pensé que tendría un destino literario a lo Emily Dickinson. Y así ha sido, siempre dentro de mis modestas limitaciones.

Me alegro de haber dedicado muchas horas de mi vida a correr detrás de una pelota, sólo por divertirme, de manera serena para no correr el riesgo de viajar del placer al deber cuando todavía eres un niño. Me alegro de haber jugado un partido amistoso contra el Xerez cuando tenía dieciseis años y haber marcado de penalty un gol a un portero de primera división, Recio. Me alegro de haber jugado un partido en tercera división siendo juvenil. Me alegro de que un seleccionador me dijera en Cádiz que me llamaría para la selección juvenil a jugar el campeonato de Andalucía, me conformé con esas palabras. Me alegro de haber jugado un fútbol de otro tiempo cuando un entrenador de un equipo rival al término del partido se me acercó para felicitarme por cómo había jugado (has hecho un gran partido, gracias); pero de lo que más me alegro es por los amigos que hice y que nunca hubiera conocido de otra manera, porque en un campo de fútbol nadie te pregunta dónde trabaja tu madre, (aunque de vez en cuando se acuerden de ella)

Vi a Galeano en una Feria del Libro de Madrid hace unos años, y pensé, horrorizado ante los volúmenes que se estaban convirtiendo en superventas mientras el viejo maestro andaba sonriendo a quienes por allí pasaban, que la historia de la literatura es la historia del fútbol o del cine, el mercado se los está comiendo a los tres.

La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí.
En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable. A nadie da de ganar esa locura que hace que el hombre sea niño por un rato, jugando como juega el niño con el globo y como juega el gato con el ovillo de lana: bailarín que danza con una pelota leve como el globo que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin saber que juega, sin motivo y sin reloj y sin juez.
El juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores, fútbol para mirar, y el espectáculo se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del mundo, que no se organiza para jugar sino para impedir que se juegue. La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría, atrofia la fantasía y prohibe la osadía.
Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado
carasucia que sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad.

Por suerte, en la literatura, de vez en cuando, también aparece algún descarado que nos enseña que literatura y libros, que cada vez viven en mundos más separados, pueden juntarse en un regate imposible, un toque mágico que deja un balón que viene de las nubes, muerto en el suelo, o gambeteando a los mercachifles que se dedican a sacar dolares del arte.