lunes, 20 de noviembre de 2023

CUANDO FUI COSTURERA CON TRECE AÑOS Y TRISTANA Y GALDÓS

 

Mi madre y su hermana tuvieron que ponerse a trabajar con trece años. Las raíces eran los pies que las movían en el pedal de la máquina y los encajes de bolillos eran el juego de los fríos dedos del invierno que no terminaba nunca porque el tiempo venía cargado de necesidades y un trabajo arduo para salir adelante. Eran tiempos en que pronto dejaron de ser niñas.

Fue una historia de posguerra, de un abandono y de una muerte a destiempo. Imagino que todas las muertes llegan a destiempo, pero aquella del práctico de la barra más. Ya he contado que me crie en una casa de mujeres escuchando historias de marinos tras largas navegaciones. Pero también escuchando de los labios de ellas cómo fueron aquellos tiempos duros, cuando mi madre y su hermana tuvieron que ponerse a trabajar con no más de trece años. Su principal ocupación, la costura.

Comenzaron cogiendo randas y carreras a las medias con una aguja y un vaso de cristal. No mucho más tarde llegarían más gruesas telas y la aguja capotera a su encuentro. Pero salieron adelante cosiendo con hilos de sufrimiento aquellos tiempos de zozobra; todavía les queda memoria y algún que otro dolor. La nibelunga sigue contando esa historia como si de un lejano desencuentro se tratase, a aquellos tiempos de adolescencia no quiere volver ni en broma. Eran tiempos duros y para una mujer apenas había otra salida que el rápido matrimonio. Momento en el que yo pienso en Tristana.

«No sabré amar por obligación; sólo en la libertad comprendo mi fe constante y mi adhesión sin límites. Protesto, me da la gana de protestar contra los hombres que se han cogido todo el mundo por suyo, y no nos han dejado a nosotras más que las veredas estrechitas por donde ellos no saben andar».


Para no olvidar aquellos tiempos tan pasados, sigue en La Milagrosa el pedal de una vieja máquina de coser Singer que ahora hace las veces de pequeña mesa en el jardín. Y esa mesa y todas esas historias que escuché de niño me vinieron a la mente cuando las vi a ellas, en una edad en la que la desesperanza no es capaz de conquistar su juventud, en el centro de formación de mujeres jóvenes (entre 12 y 25 años) María Inmaculada de Bamako. Muchas de ellas llegaron hasta allí desde zonas rurales huyendo de todo lo que se debe huir; la violencia, matrimonios forzados, la pobreza que las convierte en una carga familiar y un analfabetismo que portan al pisar tierra extraña y que las convierte en fáciles agentes del dolor.

Allí, en primer lugar se las saca de la calle que no es buena compañera, a veces; y en segundo lugar se las enseña a coser, cocinar y peluquería para que, al menos, puedan servir como empleadas de hogar, pendientes de que les llegue la hora del matrimonio. Hay poca elección. Servir en casa ajena en un lugar donde ese tipo de trabajo vive con no más remuneración que casa y comida y, posteriormente el matrimonio.

Pero ese tiempo en el centro de formación María Inmaculada, para ellas, es la vida, la vida que se les pegará a las costuras y que les da un soplo de tranquilidad, porque la felicidad no existe ni tiene más respuesta que el trabajo duro desde muy joven. como las dos niñas de trece años de la calle del Teatro. No hay mucha más salida que el hogar. Y me entristece que tanta alegría, tanta fuerza, tanta juventud se pierda entre los lugares que les traerá el futuro para que tropiecen cien veces en la misma piedra, que para eso está esa piedra, para que ellas tropiecen. El futuro se alza las más de las veces contra sus velas.  

                                     

La novela decimonónica está llena de historias de mujeres, de historias tristes que llevaban a las mujeres hacia caminos dirigidos  por los hombres. Un lugar común en la literatura es la historia de esa familia que trasnocha de la riqueza a la pobreza en una madrugada. Yo puedo contaros esa historia. Las historias de las mil y una Tristanas que en el mundo han sido.

El tiempo ha pasado, tanto tiempo desde la primera puntada, la primera costura; lo sé porque ellas mil años después me lo contaron. Por eso, cuando veo una joven, casi niña, trabajando a la luz de una lámpara con un vaso y una aguja cogiendo randas y carreras a las medias mucho antes de que la vida empezara a arder, me viene a la mente todas aquellas niñas que no tuvieron ni tan siquiera el recurso a la violencia, donde estaban abocados sus hermanos varones en aquel tiempo y en aquella tierra. 

Y por mucho que aquellas niñas buscasen; sin embargo, ni otra ciudad ni otro lugar existe para ellas. Salvo soñar como hizo Tristana hace muchos años con la suerte roída. Tal vez alguna de ellas lo consiga. Me alegraría desmedidamente que, de pronto, de esas máquinas de coser salieran telas que hicieran posible su libertad. Que la vida era esto, yo lo aprendí muy tarde; ellas siendo niñas, sin consideración, sin piedad.
 
Al menos, aquí en María Inmaculada, parece que pueden tener otra vida, otra vida en otro mar para que sus esfuerzos no sean una rueda sin esperanza.

«Aspiro a no depender de nadie, ni del hombre que adoro. No quiero ser su manceba, tipo innoble, la hembra que mantienen algunos individuos para que les divierta, como un perro de caza; ni tampoco que el hombre de mis ilusiones se me convierta en marido. No veo la felicidad en el matrimonio. Quiero, para expresarlo a mi manera, estar casada conmigo misma, y ser mi propia cabeza de familia. No sabré amar por obligación; sólo en la libertad comprendo mi fe constante y mi adhesión sin límites. Protesto, me da la gana de protestar contra los hombres que se han cogido todo el mundo por suyo, y no nos han dejado a nosotras más que las veredas estrechitas por donde ellos no saben andar…» 







— Una puede ser libre y honrada.
— Exactamente, la pasión tiene que ser libre, es la ley natural. Nada de cadenas, de firmas, de bendiciones.

Y escribiendo esto, ¿por qué Galdós no le dio a Tristana el final que merecía? Tenía que haber cambiado el final de su novela. Ningún escritor fue capaz de hacerlas felices en su final. ¿Por qué?