domingo, 10 de julio de 2016

LAS TRISTES, OVIDIO EN SU DESTIERRO




Roma juega con los hombres desde que aquella raza troyana, víctima de una emigración forzada por la guerra, los engendró a imagen y semejanza de sus dioses. Y a Roma siempre hay que volver, para que el César, igual a los dioses, pueda seguir sintiendo su poder en las piedras derruidas, en las tallas limadas por el tiempo y en las arruinadas tumbas que profanó la modernidad; y pueda olvidar por un momento que tan sólo es merecedor de la melancolía de Ozymandias.

Él, igual a los dioses, que con su dedo señalaba la fortuna o la desgracia de los hombres, sigue llevando las riendas del imperio y condena con su todopoderosa mano a los mortales que amenazan su poder, su idea de Roma, y su oscura eternidad.

Esta noche somos dos los desterrados por el emperador Octavio, que ha decidido que Roma vuelva a vivir según los valores que él cree que debe tener un romano, y con un arrebato moralizante sin parangón, anda legislando a diestro y siniestro y aguzando con la espada el comportamiento honesto de los hombres y mujeres de Roma.

No es su familia precisamente el espejo donde debemos mirarnos, y cito a su madre Actia y a su hija Julia, y a él mismo, que junto con Julio César, fueron los dos grandes cánceres de Roma.
Ha obligado a todos los hombres a casarse con un simple decreto, tan simple como que la Ley entregue al Estado los bienes de todos los hombres solteros que mueran sin descendencia. Cuando el poder se pone a pensar no tiene igual; y lo más excepcional es que no tiene parangón incluso cuando ese poder está constituido por los más mediocres de los hombres.

Augusto me ha desterrado por conspirar; a Ovidio por escribir su Arte de Amar que incita, según el César, a obrar mal a todas las matronas de Roma, ¡el viejo poeta condenado como corruptor de costumbres! y algún otro error que él no quiere contar.

De mis amigos no ha venido nadie a despedirme. De Ovidio, en esta noche triste, sólo dos, que de tantos, unus et alter erant. De tantos amigos, apenas me quedasteis dos o tres; los demás eran secuaces de la fortuna, no fieles amigos. Cuanto más reducido vuestro número, con tanto mayor ahínco debéis socorrer al desvalido y dar a su naufragio un seguro puerto.

Embarcamos de noche en el muelle, como bandidos, ya no se oían la voces de los hombres y los perros mientras la luna regía en lo alto del cielo sus nocturnos caballos, ¡qué hexámetro tan sonoro emborronó Ovidio en el momento que soltamos los cabos que nos ataban al puerto de la inconmensurable Roma!: iamque quiescebant voces hominumque canunque, lunaque nocturnos alta regebat equos.  Ya he olvidado el latín y, como Ovidio, ahora me expreso en la lengua áspera de los Getas y los Sármatas. Él sigue hablando solo y escribiendo en la lengua de sus mayores, intentando que su vocabulario no se desvanezca; esa batalla la tiene perdida, pronto sus escritos se llenarán de barbarismos.

Yo aquí me he dado por muerto; él no para de lanzar, en epístolas elegíacas, loas al César alabando la clemencia del todopoderoso igual a los dioses, y obtener su perdón. Se ha arrodillado ante la injusticia del César; Tienen derecho, pues, mis versos, valgan lo que valieren, a entonar, César, con entusiasmo tus alabanzas, y, con derecho imploro de los dioses que no te abran aún las puertas del cielo, y te permitan ser otro dios entre los mortales; está claro que no es un soldado, es un simple poeta lleno de nostalgia. Es verdad que vivimos entre salvajes, que el escudo y la espada duermen bajo nuestra almohada y continuamente tememos los dardos envenenados de la gente de la izquierda del Ponto que es bárbara y siempre dispuesta a la rapiña; entre ella reinan constantemente la sangre, la guerra y la carnicería.

Los días en Tomos, país de los bárbaros, son muy largos y las noches eternas, y no porque nosotros decidiéramos como Júpiter cuando yacía con Almecna  doblar la duración de la noche para que el alba no se presentase como acostumbraba a desunir sus cuerpos. En Tomos el alba no llega nunca. Los campos aparecen desnudos de árboles y verdor. ¡Ay!, estos lugares no debía visitarlos ningún mortal dichoso. Siendo tan dilatada la extensión del universo, ésta es la tierra que fue escogida para mi destierro. Siempre huí de joven las ásperas contiendas bélicas, y nunca manejé las armas sino por juego; y ahora de viejo tengo que ceñir la espada, embrazar el escudo y cubrir con el yelmo mis canos cabellos; pues así que el centinela desde su puesto da la señal de alarma, en seguida mi trémula mano tiene que empuñar el acero. El enemigo feroz, provisto de sus arcos y flechas envenenadas, recorre las murallas con sus jadeantes corceles.

Ovidio, no tienes por qué contar tus calamidades que a nadie interesan, arrastrándote ante el poder del emperador Augusto para que te perdone; tú, que tienes en tu mano el don de la inmortalidad debieras dedicar tus esfuerzos a pintar al tirano de forma que la historia no lo absuelva y la eternidad que le sea entregada por tu mano lo convierta en el déspota que es. Porque si no, su luz brillará injustamente en Roma dos mil años después, el mes más largo llevará su nombre, y el mayor poema jamás escrito en lengua latina habrá salido de su pecho.

Ya llevamos ocho años aquí desterrados, si sabes que la voluble fortuna vaga con pasos inciertos, y en ningún lugar permanece firme y estable: ya se nos muestra sonriente, ya nos pone cara sombría, y sólo es constante en su ligereza; al menos usa tus dones para que la Historia sepa quién era el emperador Octavio Augusto.

Me miras y me contestas: he padecido tantos males como estrellas rutilan en el cielo, como en la árida playa se revuelven menudos átomos de arena; he soportado contrariedades que parecen increíbles, y aunque harto verdaderas, no encontraré quien las crea; parte de ellas debe morir conmigo, y ojalá mi silencio las sepultase en el olvido.

Solo me queda decirte, Ovidio, que no eres más que un poeta irredento; como los que hasta ahora han engrandecido a los tiranos; Agamenón, Príamo, Menelao, Jerjes, César, Octavio,…, y los que quedan por venir.  

sábado, 2 de julio de 2016

EL PENITENTE, ISAAC BASHEVIS SINGER


Creo que la resistencia y la humildad, la fe y la duda, la desesperación y la esperanza pueden alentar de forma simultánea en nuestro espíritu. De hecho una solución absoluta invalidaría el don más inmenso que Dios ha otorgado a la Humanidad… el libre albedrío.

Nunca imaginé no ser libre, nunca imaginé vivir en Un Mundo Feliz incapaz de hacer otra concesión a nuestro espíritu que el disfrute de un goce continuo, cercenado el don de poder elegir.

A Joseph Shapiro me hubiera gustado conocerlo en el Muro de las Lamentaciones, pero lo conocí en una biblioteca. Mejor que nos hayamos conocido en una biblioteca, me dijo, En el Muro el Todopoderoso inspira allí el tráfico de dinero las veinticuatro horas. Sí, le contesté, He conocido muchos sitios así; que si el crucificado volviera al Templo sacaría el látigo, espantando palomas y animales, azotando a mercaderes y arrojando escaleras abajo las mesas donde están depositadas las monedas que son del César.

Ya sé que te has convertido en un baal tshuvah, le dije, has retornado del lugar por donde pasamos casi todos. Yo todavía estoy en él. Sí, me contestó, mi alma ha vivido mucho tiempo en el exilio y ¡qué exilio…., qué amargo exilio!

Sabía, por lo poco que había leído de él, que sufrió el nazismo, que huyó pisándole la muerte los talones a la Unión Soviética, que allí se curó de sus aflicciones comunistas; cualquiera que viva en ese país no puede conservar por mucho tiempo ilusión alguna.

Bueno, le dije, puede que la dirección elegida o impuesta en la Unión soviética no fuera la correcta, pero…; Ciertamente, me cortó, Stalin era absolutamente rechazable, pero si Trosky o Kamenev hubieran seguido en el poder, o se hubieran unido los bolcheviques y los mencheviques, Rusia ahora sería un paraíso. Y si la abuela tuviera ruedas, sería un tranvía. Ya conoces como esos tipos amantes únicamente de la libertad propia se engañan a sí mismos. Muchos de los judíos rojos que nos habían amenazado a mí y a mis semejantes con la horca, habían muerto en cárceles soviéticas o habían sido sometidos a torturas en los campos de concentración de Stalin.

Sé que luego emigraste con tu mujer a América, a Nueva York continué hablando. Sí, me contestó, Y allí me empocé en el capitalismo haciendo dinero a manos llenas, cuando una persona hace mucho dinero pero le falta fe, empieza a preocuparse de una sola cosa: ¿Cómo lograr el máximo placer?; en realidad siempre supe que mi vida era una vergüenza y un deshonor: toda esa codicia de dinero, mis enredos con mujeres, el formar parte de una sociedad que era corrupta desde el principio al fin y cuya justicia residía en alentar el delito.

Después de vivir en todos los paraísos posibles decidí abandonarlo todo, negociar cuanto poseía y marcharme a Israel. No le voy a contar todo, me sonrió, se necesitaría demasiado tiempo para relatar cuánto hube de pasar desde el día en que perdí a mi mujer, a mi amante y mandé a hacer puñetas mi negocio. Mi única salida era el retorno al judaísmo. Yo le respondí que no todos los judíos talmúdicos son santos y para aceptar las leyes de Shulhan Arukh se tenía que creer en la Torah y en la Gemará y en que, todo cuanto los rabinos han escrito fue dado a Moisés en el monte Sinaí. Tú sabes, le dije, que vivimos en un matadero y en un prostíbulo y eso no lo va a cambiar nadie nunca. Entorna los ojos y me dice, desde ayer no como carne aunque acabe condenado a terminar en la Gehenna; y, además,he decidido abrazar al judaísmo.

Y continúa hablando: ustedes sirven a unos ídolos que yo he terminado por rechazar después de haberlos abrazado a todos: han dedicado años a aprender idiomas. Se pasan la vida persiguiendo placeres que no son tales placeres. Se someten a operaciones de nariz. Luchan, en una batalla perdida de antemano, por no hacerse viejos. Mucha gente como usted, y me mira fijamente, ha perdido la vida en nombre del comunismo, del nazismo, del capitalismo o de cualquier otro “ismo”. Todas las cárceles y los hospitales están llenos de gente que se sacrificaron por unos dólares, por una mujer, por un juego de azar, por una carrera de caballos, por venganza, por drogas y sólo el diablo sabe por cuantas cosas más.  

Joseph, le digo, el problema de la sociedad no es la elección entre religión o no; sino entre ética y moralidad o no. Sin religión no existe nada semejante a la moralidad, me contesta, de todas las mentiras del mundo, el humanismo es la más descomunal. En el mundo en el que vivimos nadie se libera de la pasión humana más nefasta: la necesidad de ser importante. Pero, el Señor es bueno con todos, y sus dulces dones se revelan en todas sus obras.

En la biblioteca nos llaman la atención por hablar tanto y hacer ruido y nos invitan “amablemente” a salir. Sin desaprovechar la ocasión el maligno, estoy seguro, antes de que yo cierre el libro El Penitente, editado por Plaza y Janés en el año 1983, y que había extraído de la estantería BP-IV-58-D dos horas atrás, me agita para que le pregunte a Joseph Saphiro: Sí, pero, ¿dónde estaba tu Dios cuando los nazis jugaban con los cráneos de los niños judíos? Si en realidad él existe y permaneció en silencio, Él es tan asesino como Hitler.


El bibliotecario definitivamente me pide que cierre el libro y lo deje sobre el carro que duerme en el pasillo esperando las devoluciones. Comprenderá, me dijo serio, que a una biblioteca no se viene a hablar. Yo sólo sonreí; y pensé para mí; pues yo no vengo a otra cosa; si Isaac Bashevis Singer, y otros como él, estuvieran en la cafetería de la esquina no pisaría una aburrida biblioteca.