domingo, 28 de septiembre de 2014

JOB Y JOSEPH ROTH, Y ANTE ELLOS EL GRAN OCÉANO


                                     


Conocí a Joseph Roth persiguiendo a un antiguo soldado que entonces ejercía como inspector de pesas y medidas en un remoto lugar del glorioso Imperio Austrohúngaro que, por aquellos tiempos, andaba desmoronándose igual que el alma del protagonista.

Como viajar por Centroeuropa es andar por tierra judía, allí siempre me he dejado acompañar por aquellos que después de los rezos abren las ventanas y las puertas para que pueda entrar el profeta Elías, de apellidos tales como Roth, Kafka, Walser, Kisch, Pap o Morgenstern.

Joseph Roth me encargó, mientras él se quedaba en París esperando a los nazis, y dudando si seguir bebiendo o suicidarse, que fuera a Zuchnow, una perdida aldea de la antigua Rusia, a tomar alguna que otra nota acerca de Mendel Singer, un judío sobre el que quería escribir un libro. Como cuando un escritor me pide algo soy incapaz de no hacerlo allá que recorrí una centroeuropa en guerra para dar con ese tal Singer. Mendel, un hombre piadoso, temeroso de Dios y muy sencillo: un judío común y corriente, que ejercía la modesta profesión de maestro. Insignificante como su persona era también su cara pálida.
El señor Singer tiene una mujer, Deborah, y cuatro hijos, el último ha nacido muy enfermo, tullido con problemas de movilidad y, tal vez, cerebrales. Él todavía no sabe lo que le espera, no ha leído a César Vallejo: Hay golpes en la vida tan fuertes..., ¡Yo no sé!, golpes como del odio de Dios, como si ante ellos la resaca de todo lo sufrido, se empozara en el alma.

Su mujer, Deborah, que había tenido tantas ilusiones cuando aún era una joven muchacha, ha ido a ver al rabino por si él puede hacer algo por su pequeño inválido. El rabino ante su mirada de asombro, le dice: mantente con él hasta el último momento, cuídalo, Menuchim sanará. En todo Israel no habrá muchos como él. El dolor lo hará sabio, la fealdad lo hará bondadoso, la amargura lo hará dulce y la enfermedad lo hará fuerte.

El señor Mendel Singer todavía no sabe que sus hijos mayores van a apartarse de él y que su hija anda por el campo con cosacos, hombres lejos de toda ley. Todavía no sabe que un día tendrá que abandonar a su pequeño inválido Menuchim, a quien canta canciones y al que le brillan los ojos con la música. Deborah no para de pedir consejo a los muertos sobre la nieve de las tumbas, ve que la pobreza y esa fuerza centrífuga que siempre trae añadida se los está comiendo. ¿Qué quieres que haga? -decíale Mendel. Los pobres son impotentes: Dios no les arroja piezas de oro desde el cielo, nunca aciertan la lotería y deben aceptar su suerte con resignación. Y Deborah le contesta: el hombre ha de ayudarse y Dios lo ayudará. así está escrito, Mendel, que siempre sabes de memoria la frase equivocada.

El señor Mendel Singer, como Job, va llenando su vida con sus dolores, recogiéndolos en el zurrón de rezos diarios: Miriam sale con cosacos, mi hijo Schemarjah ha sido declarado apto para el ejército y ha huido a América, mi hijo Jonás anda más cerca de la compañía de los caballos y las prostitutas que de nosotros, Deborah está siendo consumida por los años y las privaciones y el pequeño Menuchim solo ha dicho una palabra en su vida:  mamá, y creo que nunca podrá hablar algo más que eso, ni andará nunca. Hay gente con suerte -pensó Deborah-, incluso para los milagros hay que tener suerte. Pero los hijos de Mendel Singer no la tienen. Son hijos de un maestro.

Y ahora cómo le digo yo a Mendel Singer que hay un escritor, que nació en un perdido pueblo del imperio austrohúngaro, que lo va a llenar de pesadillas y de penas y que todavía no sé cuál va a ser el final del libro de su vida. Al menos le diré que el escritor que me ha enviado lo va a mandar a América, ¿a qué vais vosotros a todas las partes del mundo?, el diablo os envía de un sitio a otro. Pero él sabe que va a echar de menos la nieve, su cabaña,  su pueblo de Zuchnow, sus vecinos, y sobre todo al pequeño Menuchim; pero le cuentan que Rusia es un país triste. América es un país libre y alegre. Ya no serás un maestro, serás el padre de un hijo rico; y aunque él no lo cree, viajará en su pobreza moral y material para salvar a su hija Miriam: el Señor creó todo en siete días y cuando un judío quiere ir a América tarda años. Le diré que, aunque es un infortunio que él ande en manos de un escritor judío alcoholizado y huido, no debe perder las esperanzas, porque la gran mayoría de los finales de los libros son felices, ya que los autores cometen muchas veces la imprudencia de pensar demasiado en los lectores; y que al final todo aparece como está escrito en el Libro de Job.

Con tristeza, conociendo lo arduo de su camino, lo dejé cantando los salmos y no pude menos que despedirme con el deseo tradicional: ¡El próximo año en Jerusalén!

En cuanto llegue a París y vea a Joseph Roth, le pediré que a la vida del señor Mendel Singer le de un final feliz, aunque sólo sea en sus últimos días.















No hay comentarios:

Publicar un comentario