lunes, 5 de enero de 2015

CON THOMAS MANN Y LA MUERTE, EN VENECIA








Cuando yo pueda, todos los inviernos iré a Venecia; y no es que se me haya ocurrido de pronto, sino que la primera vez que fui a Venecia lo hice en primavera acompañado por Thomas Mann y por ese otro famoso escritor de apellido Ashenbach, que podría traducirse por río de ceniza; y ciertamente, la humedad, el calor, la búsqueda de la belleza absoluta y perseguir como un lobo herido la perfección en el rostro de un joven efebo me abrumó.

Yo, a Venecia, iré en invierno como mi admirado Joseph Brodsky, a quien siempre llevo conmigo con Dolor y con Razón a cualquier viaje o a cualquier guerra, y que durante diecisiete inviernos viajó a Venecia para leer, escribir, pensar, reír o llorar y que nos dejó un hermoso libro sobre su estancia allí titulado Marca de Agua. No dejen de visitarlo en el cementerio de San Michele.
Pero, ya digo, que la primera vez que viajé a Venecia lo hice en primavera con Thomas Mann, un hombre lleno de contradicciones, y con Gustav Ashenbach, que ya pasaba los cincuenta años, y temía sobre todas las cosas el no llevar su obra a término –esa preocupación tan propia de los artistas, de que la arena del reloj puede escurrírsele antes de que hayan culminado su tarea  y logrado su plena realización.

A mí me dio la sensación, nada más presentármelo el señor Mann, de que era un hombre que gustaba de sentirse triste, dolorido, sumido en nostalgias que venían de ninguna parte, como si sin dolor no fuese posible escribir una sola línea que no estuviera alejada del arte. Cierto es que ya de joven había considerado la insatisfacción como la esencia y la naturaleza más íntima del talento. Yo no entendía que pensara que todo lo grande que existe lo hace luchando contra mil contrariedades y adquiere forma pese a la aflicción y a los tormentos, pese a la miseria, al abandono y la debilidad física pese al vicio, a la pasión y a mil impedimentos más.

Enseguida me di cuenta de que no iba a ser un viaje divertido porque Ashenbach no amaba el placer. Cada vez que se trataba de hacer fiesta, de concederse un descanso, de pasar unos días agradables en algún lugar, muy pronto el disgusto y la inquietud volvían a impulsarlo a la excelsa fatiga, a la sagrada sobriedad de su labor cotidiana.
Todo cambió cuando Tadzio se le apareció ante los ojos, y pensó equivocadamente que la belleza es el camino del hombre sensible hacia el espíritu, con lo que abandonó nuestra compañía y se dio a perseguir al joven Tadzio, convirtiéndolo en alcanzable en su mente; su cabeza y su corazón estaban ebrios, y sus pasos seguían las indicaciones del demonio, que se complace en conculcar la dignidad y la razón del ser humano.

¿Qué pretendía Ashenbach tiñéndose el pelo, maquillando su rostro para parecer más joven, acaso no veía el ridículo de su postura y su persecución?
No puede evitarlo, me explica Thomas Mann, no puede evitarlo, Norberto, entiéndelo. Es víctima de su extravío, no sabe ni puede ni quiere otra cosa que perseguir sin tregua al objeto de su pasión, soñar con él en su ausencia  y, a la manera de los amantes dirigir tiernas palabras a una simple sombra.

Yo creo que a Ashenbach no le hacía falta el cólera para morir, se condenó nada más llegar a Venecia y posar sus ojos en el joven Tadzio, aunque el cólera, que viajaba en las turbias aguas de la bella ciudad de las lagunas, lo ayudó un poco.

¡No!, rotundamente no. Como escribe el poeta Joseph Brodsky, no vayan a Venecia buscando la belleza, pues puede que os salgan los Cantos de Ezra Pound y os dejen fríos, aunque fríos no quiera decir indiferentes; porque el agua es como el tiempo. Yo siempre iré en invierno.









     




2 comentarios:

  1. Maravilloso enfoque.. Me enseñaron el hotel donde rodaron la película.
    Pero no es eso de lo que hablamos. Saludos, Norberto.

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  2. Gracias, Esther, por los caminos de agua siempre navegan mejor las palabras. Me imagino que por eso hay tenatos escritores que han elegido Venecia para sus versos. Nos vemos por allí.

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