Cuando
yo pueda, todos los inviernos iré a Venecia; y no es que se me haya ocurrido de
pronto, sino que la primera vez que fui a Venecia lo hice en primavera
acompañado por Thomas Mann y por ese otro famoso escritor de apellido
Ashenbach, que podría traducirse por río de ceniza; y ciertamente, la
humedad, el calor, la búsqueda de la belleza absoluta y perseguir como un lobo
herido la perfección en el rostro de un joven efebo me abrumó.
Yo, a
Venecia, iré en invierno como mi admirado Joseph Brodsky, a quien siempre llevo
conmigo con Dolor y con Razón a cualquier viaje o a cualquier guerra, y
que durante diecisiete inviernos viajó a Venecia para leer, escribir, pensar,
reír o llorar y que nos dejó un hermoso libro sobre su estancia allí titulado Marca
de Agua. No dejen de visitarlo en el cementerio de San Michele.
Pero,
ya digo, que la primera vez que viajé a Venecia lo hice en primavera con Thomas
Mann, un hombre lleno de contradicciones, y con Gustav Ashenbach, que ya pasaba
los cincuenta años, y temía sobre todas las cosas el no llevar su obra a
término –esa preocupación tan propia de los artistas, de que la arena del reloj
puede escurrírsele antes de que hayan culminado su tarea y logrado su plena realización.
A mí
me dio la sensación, nada más presentármelo el señor Mann, de que era un hombre
que gustaba de sentirse triste, dolorido, sumido en nostalgias que venían de
ninguna parte, como si sin dolor no fuese posible escribir una sola línea que
no estuviera alejada del arte. Cierto es que ya de joven había
considerado la insatisfacción como la esencia y la naturaleza más íntima del
talento. Yo no entendía que pensara que todo lo grande que existe
lo hace luchando contra mil contrariedades y adquiere forma pese a la aflicción
y a los tormentos, pese a la miseria, al abandono y la debilidad física pese al
vicio, a la pasión y a mil impedimentos más.
Enseguida
me di cuenta de que no iba a ser un viaje divertido porque Ashenbach no amaba
el placer. Cada vez que se trataba de hacer fiesta, de concederse un descanso,
de pasar unos días agradables en algún lugar, muy pronto el disgusto y la
inquietud volvían a impulsarlo a la excelsa fatiga, a la sagrada sobriedad de
su labor cotidiana.
Todo
cambió cuando Tadzio se le apareció ante los ojos, y pensó equivocadamente que
la belleza es el camino del hombre sensible hacia el espíritu, con lo que
abandonó nuestra compañía y se dio a perseguir al joven Tadzio, convirtiéndolo
en alcanzable en su mente; su cabeza y su corazón estaban ebrios, y sus
pasos seguían las indicaciones del demonio, que se complace en conculcar la
dignidad y la razón del ser humano.
No puede
evitarlo, me explica Thomas Mann, no puede evitarlo, Norberto, entiéndelo. Es
víctima de su extravío, no sabe ni puede ni quiere otra cosa que
perseguir sin tregua al objeto de su pasión, soñar con él en su ausencia y, a la manera de los amantes dirigir tiernas
palabras a una simple sombra.
Yo
creo que a Ashenbach no le hacía falta el cólera para morir, se condenó nada
más llegar a Venecia y posar sus ojos en el joven Tadzio, aunque el cólera, que
viajaba en las turbias aguas de la bella ciudad de las lagunas, lo ayudó un poco.
Maravilloso enfoque.. Me enseñaron el hotel donde rodaron la película.
ResponderEliminarPero no es eso de lo que hablamos. Saludos, Norberto.
Gracias, Esther, por los caminos de agua siempre navegan mejor las palabras. Me imagino que por eso hay tenatos escritores que han elegido Venecia para sus versos. Nos vemos por allí.
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