domingo, 31 de mayo de 2015

BENJAMIN BLACK O JOHN BANVILLE, ÓRDENES SAGRADAS




Yo nunca quise viajar a Irlanda hasta que Joyce volviera a escribir el Ulises para mí. Sé que algún día lo hará y que las trece tentativas de su lectura que hasta ahora sumo, jugarán muy a mí favor.

Lo que ha pasado es que Irlanda ha terminado viniendo a mí.

Todo empezó con una recomendación, un premio y un asesinato en Dublín, bajo el puente de Lesson street. Parecía fácil, pero la persona que yo buscaba había cambiado de nombre y ahora se hacía pasar por un tal Benjamin Black, escritor de novelas policíacas que se había sacado de la manga a un forense, con todos los síntomas de un protagonista de la novela negra:
alcohólico, solitario, que tiene una difícil relación con una actriz de no mucho éxito, con una profunda crisis de identidad que se la ha transmitido a su hija, con problemas psicológicos que le hacen ver cosas que nunca ocurren, y que además arrastra un pasado difícil en un internado religioso irlandés que refiere, desde la primera línea, su relación con la iglesia irlandesa a la que atacará con razón o sin ella.

Un tipo así sólo puede ser detective en una novela negra; y eso que inicialmente Benjamin Black creó a Quirke alto, rubio e irresistible para las mujeres; menos mal que los lectores y el propio Quirke han dejado claro que esos no eran los cánones de una novela negra, y que los géneros tienen unas reglas que no son fáciles de modificar.


¿Por qué no era posible desconectar la mente, dejar de pensar, de recordar, de lamentar, aunque sólo fuese un instante? ¿Por qué pensaba tanto en el pasado? Después de todo, el pasado era donde más infeliz había sido.  

Quirke vive entre cadáveres, es forense y hace trabajos abriendo cuerpos ya inertes para la policía. Entre copa y copa y entre despojo y despojo, sabe que la muerte, esa transgresora, no tiene ningún respeto por las formalidades de la vida social. Sabe también que no tenemos nada, que esos afanes capitalistas normalmente se ahogan en un vaso de agua, un cáncer o un mal funcionamiento del corazón. Ha visto demasiados muertos. Agradece que sea el inspector Hackett quien hable con los familiares del difunto; no se trataba de que él fuera una persona insensible, sucedía más bien al contrario. Simplemente nunca se sabía qué se suponía que tenía que decir, qué consuelo debía ofrecer.


El problema de Benjamín Black es que cuando escribe una novela negra termina escribiendo literatura y eso es imperdonable, y eso que le he escuchado decir que: ¡No, yo no quería esto, quería que fuese novela negra, arruinar mi reputación, ganar mucho dinero. Es todavía mi mayor deseo, arruinar mi reputación!”.

Hackett es el complemento natural de Quirke, es el policía pragmático con mucha experiencia a sus espaldas e irlandés hasta la médula, porque Irlanda, la madre Irlanda no escapa a su espíritu, ni al suyo ni al de Benjamin Black; Hackett tenía que reconocer que, algunas veces, su país le ponía enfermo con su mentalidad provinciana, su timidez incorregible y su estrechez de miras. Irlanda es una de esas madres a la que se ama con el alma y que a la vez se la odia con la misma alma.

En esta trama queda por llegar el dueño del periódico, el señor Sumner, esa prensa sin escrúpulos, (¿hay alguna que los tenga?), que siempre se mueve para atizar los hilos del poder y del negocio a su favor:


- ¡Yo vendo periódicos! Póngase en contacto con ese policía como quiera que se llame, y sáquele información. Si le dicen que no tienen nada, invente algo: “lío amoroso, clave para el asesinato”, o “misteriosa mujer vista cerca”. Pero, ¿qué?...
- No fue así, no podemos inventar cosas; es así de simple, hay un límite.
- Se equivoca, Harry, no existen más límites que los que uno se impone. Es lo que se aprende en una vida dedicada a los negocios.

En este momento cierro el libro y recuerdo a Auden, y su desprecio por los hombres de negocios. Yo tengo los mismos prejuicios sobre los hombres de negocios y por todos aquellos que trabajan en busca de beneficios y no por un salario.

Un forense alcohólico, un policía harto de lo que lo rodea y sin fe en su país, un dueño de un medio de comunicación que sólo piensa en ganar dinero, gente de bajos fondos, ¿qué nos falta?
Una chica dulce: Phoebe. La hija de Quirke: se llevó la mano al corazón. Todavía golpeaba sus costillas como un pájaro grande y corpulento encerrado en una jaula demasiado pequeña.


El amor es el amor y siempre exige más de lo que un amante es capaz de dar. Phoebe es una joven delicada que merece mucho más de lo que la vida e Irlanda le ha dado. Una Irlanda que es la madre que todos quieren abandonar con destino a Londres. Va a Londres, Sally, la hermana de la víctima, van a Londres los tinkers violentos; también quiere huir a Londres Phoebe. ¿Qué tiene Londres para un irlandés?

Benjamín Black no se olvida de que vive en Irlanda, no olvida, tal vez en exceso, los escándalos de la iglesia irlandesa, no olvida que lo que él escribe es Literatura, y en este libro ha tenido la suerte de que una persona haya dicho el nombre del asesino sin investigación ni torturas. Eso que se han ahorrado el forense Quirke y el inspector Hackkett.

Usted y yo somos hombre de mundo- dijo el cura- Y el mundo es cruel y porfiado.

Cierro el libro de pastas negras, y ya he decidido quién soy yo.
En toda novela negra el lector sólo puede ser el muerto o el inspector, ¿cuál de ellos eres tú? 


                                 











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