sábado, 16 de febrero de 2013

HIJO DE HOMBRE, ROA BASTOS Y EL SACRIFICIO


Entre las distintas ocupaciones que he tenido, una de ellas ha sido la de profesor (las casualidades de la vida que nos llevan por caminos inescrutables). En las clases, debido a esta deformación que me guía, siempre me ha gustado leer un fragmento de alguna obra literaria que tenga alguna relación con el tema a tratar y que en algún momento llamó mi atención.

Hoy, traigo aquí la novela de Roa Bastos Hijo de Hombre, una novela de dolor y sacrificio, y dura donde las haya y que no debemos saltarnos nunca, junto con otra joya, ejemplo de crítica y denuncia del gigante Roa Bastos Yo, El Supremo. (Los escritores de vez en cuando deben gritar)

El punto de unión entre el fragmento seleccionado de la obra de Roa Bastos y mi clase es el agua; más bien, la falta de ella.
El agua, un líquido irremplazable y tan necesario que está presente su esencia en todos los conflictos, que en lugares peligrosos sólo se sirve embotellada para evitar la contaminación por parte de los contendientes, que en Bosnia era servida en brik y custodiada por Naciones Unidas por el mismo motivo; que en Kosovo y Albania eran un tesoro, que en el Chad y Sudán los pozos hacen amigos y enemigos con una facilidad apabullante, que en Afganistán la principal forma de cooperación consiste en buscar agua bajo tierra y que en Líbano era producto de denuncias de ambas partes que se acusaban de envenenar ganados, cultivos y personas a través del agua.

Grabiela Mistral, habla del agua como sólo los grandes poetas saben hacerlo; ella, poeta del agua:

Hay países que yo recuerdo
como recuerdo mis infancias.
Son países de mar o río,
de pastales, de vegas y aguas...

...llévenme a un blando país de aguas.
En grandes pastos envejezca
 y haga al río fábula y fábula.
Tenga una fuente por mi madre
y en la siesta salga a buscarla,
y en jarras baje de una peña
un agua dulce aguda y áspera.
Me venza y pare los alientos
el agua acérrima helada.
¡Rompa mi vaso y al beberla
me vuelva niñas las entrañas!

¿Se puede decir de manera más bella que el agua es un tesoro?

Pero volvamos a ese lugar común del ser humano que es el dolor, el sacrificio, la esperanza y la Literatura; que se respira en Hijo de Hombre.

En Hijo de Hombre, como dice la profesora Adriana Bergero, “el protagonista es la tierra, en dos de sus significados: como símbolo de soberanía nacional, que debe ser defendida contra el enemigo en demoledoras guerras, y como reclamada propiedad y medio de subsistencia del campesino”.

Tanto Hijo de Hombre como la historia del Paraguay están llenas de alusiones a los intentos anexionistas que sufrió esta fértil y prometedora tierra:

En primer lugar, la guerra de la Triple Alianza o la Guerra Grande (1864-1870) en la que Paraguay se enfrentó a Brasil, Argentina y Uruguay; provocada por motivos puramente económicos y en la que la burguesía comercial anglo-brasileña, dependiente de las corrientes fluviales para sacar sus productos (diamantes, oro y yerba mate), provocará el enfrentamiento armado con Paraguay, y recibirá para su guerra, contra este último, apoyo de Inglaterra. La fortuna de los Rothschild es la fuente pecuniaria que permite al Brasil costear la guerra. (Si esto no fuera un entrada para un blog serio, habría que terminar este párrafo diciendo: ¡manda huevos!).
En esta guerra perdió la vida el 65% de la población paraguaya. Como escribió Domingo Faustino Sarmiento, presidente de la Argentina y autor de la novela argentina por excelencia, el Facundo y que también tendrá sitio en estas páginas: “La guerra del Paraguay concluye por la simple razón de que hemos muerto a todos los paraguayos mayores de diez años”. (Posiblemente para muchos que allí murieron el arrepentimiento llegó demasiado tarde)

En segundo lugar, la Guerra del Chaco (1932-1935), en las que se enfrentan Bolivia y Paraguay, pero que lo que subyacía bajo ella era la disputa de dos grandes compañías petrolíferas (de nuevo debo decir que si este no fuera un artículo serio para un blog serio tendría que terminar la frase diciendo: ¡manda huevos!). Esta guerra viene retratada en la novela Hijo de Hombre y contada con la voz de los que, sin tener en cuenta el resultado de la batalla, siempre pierden.

Vamos pues, a la Guerra del Chaco, a Boquerón, a nuestro tema: los suministros; y a la Literatura.   

Fragmento de Hijo de Hombre. Edición Espasa Calpe de la profesora Adriana Bergero. Página 262.

9 de septiembre (frente a Boquerón)

Copioso nos ha salido el bautismo de sangre. El golpe de pinza se ha vuelto contra nosotros. Los asaltos en masa y al descubierto se estrellaron contra las primeras líneas de la defensa enemiga, sin haber podido localizar siquiera el reducto, escondido en el monte. Enfrente, hacia el sudeste, se extiende un abra de más de mil metros de anchura, lisa y pelada como plaza de pueblo. Una saliente del bosque avanza sobre el campo raso hacia el gollete del cañadón. Una y otra vez, atolondradamente, las unidades divisionarias volvieron a la carga, desgranándose como mazorcas de maíz bajo el torrente de metralla vomitado por las enmarañadas troneras. Especialmente ante la cuchilla de la Punta Brava, erizada de fuego. Nuestras propias baterías cooperaron en la matanza con sus impactos reglados al tanteo. Las granadas de mortero y de obuses abrían grandes brechas en nuestro escalón de ataque, en lugar de caer sobre la posición enemiga. Las alas arremangadas de los regimientos se arremolinaban y superponían, batiéndose entre sí en la confusión infernal. Nuestro batallón, ubicado en la reserva, también fue metido como relleno en la desbarajustada línea. No tardó más que los otros en desbarajustarse. Ni a balazos pudimos contener el desbande de sus efectivos. Mi compañía fue diezmada en la primera embestida. Entre los desaparecidos figura mi asistente.
A media mañana, el ataque frontal estaba totalmente paralizado. Sobre la plazoleta del cañadón ha quedado un gentío de muertos, hasta donde se alcanza a divisar con los prismáticos. Durante todo el día continuaban tiritando a ratos, como atacados de chucho, bajo las ráfagas de las pesadas bolivianas. Paseé largamente el vidrio por esa aglomeración de bultos tumbados en extrañas posturas. Casi puedo asegurarme que mi asistente no está entre esos muertos que tiemblan al sol calcinante.
Nutrido tiroteo de hostigamiento. Nuestros cañones ciegos continúan tronando en la espesura con su engallado pero inútil retumbo y los morteristas haciendo toser acaloradamente sus Stokes, entre el crepitar de la fusilería y las automáticas. Las caravanas de heridos taponan las sendas en un macilento y sanguinolento reflujo hacia la retaguardia.
Anochece. Desmoralización. Cansancio. Impotencia. Rabia. Nubes de mosquitos, enormes como tábanos, nos lancetean sin descanso. No hay defensa contra ellos. Me arde en el codo el rasguñón de bala ganado durante el repliegue. Pero más me arde la sed en la garganta, en el pecho. Llaga viva por dentro. No ha llegado el agua a las líneas. Esperándola uno escupe polvo.


10 de septiembre

El Comando impertérrito, ha ordenado  el desarrollo de la maniobra de envolvimiento. Las unidades reorganizadas a todo trapo, se han lanzado de nuevo a la lucha. Con más cautela que ayer, es cierto, aunque con idéntico resultado. Hoy contamos, sin embargo, con una protección adicional: los muertos amontonados sobre la herradura. Al amparo del pestilente parapeto nos arrastramos como pudimos, buscando al acaso el corazón del reducto. Todos se preguntan dónde está el fortín. Ante la muralla espinosa que protege al Boquerón, nos hallamos empeñados en algo semejante al juego de la gallina ciega. Danzas y contradanzas en el cañadón de la muerte al son de una espeluznante música de fondo, cuyos oleajes de fuego y de plomo nos despluman sin conmiseración. Desde arriba, los aviones con el distintivo auriverde desovan sobre nosotros en vuelos rasantes, sus tandas de bombas y abren las espitas de metralla. En cambio, sobre el fortín mismo sueltan pequeños paracaídas que en gracioso planear descienden con chorreantes paquetes de hielo para la plana mayor del reducto semisitiado. El comando boliviano cuida el bienestar de su gente. Uno de estos empapados farditos de arpillera y aserrín cayó en nuestras líneas. El efecto de la barra de hielo fue casi tan desastroso como el estallido de una bomba.

11 de septiembre

Calor sofocante. Cada partícula de polvo, el aire mismo, parece hincharse en una combustión monstruosa que nos aplasta con un bloque ígneo y transparente. La sed, “la muerte blanca” trajina del bracete con la otra, “la roja”, encapuchadas de polvo. Al igual que los camilleros los transportadores de agua no se dan tregua. Tampoco dan abasto. No habrá más de una decena de camiones empeñados en arrimar el precioso líquido para los efectivos de dos divisiones. Desde la base de apresto, los proveedores acarrean al hombro las latas por los intrincados vericuetos de la selva, a lo largo de los cuales gran parte de su contenido se derrama, se evapora o se piratea. En cuarenta y ocho horas, los oficiales hemos recibido media caramañola y la tropa apenas medio jarro de agua casi hirviendo, por cabeza. La carne enlatada de la “ración de fierro”, no hace sino estimularla de un modo exquisito. Pelotones enteros desertan enloquecidos de la línea de fuego y caen por sorpresa sobre los vehículos aguateros o los esforzados coolíes de las latas. Una pareja de ellos fue despachurrada a bayonetazos, a pocos metros de nuestra posición. Hubo que ametrallar a mansalva, por vías de ejemplo a los cuatreros arrodillados todavía junto a las latas vacías, chupando la sanguaza que se había formado en el atraco. El brindis de Estigarribia ha empezado a cumplirse con admirable precisión.
           
                                  
                                                                                  Augusto Roa Bastos.

Roa Bastos va preparando al lector; y desde el comienzo del ataque se entrevé la desorganización, la falta de medios: cómo “atolondradamente” chocan con las defensas bolivianas de Boquerón. Pero no es ése el eje de este relato sino un enemigo que aparece de pronto, cuando no se le espera: la sed. Por ser inesperado es más brutal: “No ha llegado el agua a las líneas. Esperándola, uno escupe polvo”.

A esta situación se añade que el reducto sitiado está recibiendo bloques de hielo en paracaídas, con el efecto psicológico que supone: “El comando boliviano (el enemigo) sí cuida del bienestar de su gente”. “Uno de estos empapados farditos de arpillera y aserrín cayó en nuestras líneas. El efecto de la barra de hielo fue casi tan desastroso como el estallido de una bomba”. Imagínense la situación, ellos muertos de sed y el enemigo arrojando desde aviones barras de hielo (supongo que para tomar güisqui): un choque psicológico de primera. Eso sin contar que, aparte de beber, “más me arde la sed en la garganta, en el pecho. Llaga viva por dentro”, suponemos que los alimentos de los sitiados se conservan frescos, mientras los alimentos de los sitiadores se pudren por minutos.
  
Aunque lo peor todavía está por llegar. Poco tiempo falta para que empiecen las deserciones, los motines, los asaltos a los pocos aguateros que todavía deambulan por el campo de batalla: “Desde la base de apresto, los proveedores acarrean al hombro las latas por los intrincados vericuetos de la selva, a lo largo de los cuales gran parte de su contenido se derrama, se evapora o se piratea. Pelotones enteros desertan enloquecidos de la línea de fuego y caen por sorpresa sobre los vehículos aguateros o los esforzados coolíes de las latas”. Y tras las deserciones, tras las peleas por la poca agua que puede olerse, tras los robos y asesinatos por el preciado líquido, llega la imposición del orden en las fuerzas propias: “Hubo que ametrallar a mansalva, por vías de ejemplo a los cuatreros arrodillados todavía junto a las latas vacías, chupando la sanguaza que se había formado en el atraco”.

Si quieren saber cómo acabó el asalto a Boquerón les invito a que sigan leyendo Hijo de Hombre que comienza recitando el Himno de los muertos de los guaraníes:

“…He de hacer que la voz vuelva a fluir por los huesos…
Y haré que vuelva a encarnarse el habla…
Después que se pierda este tiempo y un nuevo tiempo amanezca…”








La foto de los dromedarios es de Blate. Su dueño los tenía porque decía que le gustaba beber  su leche por las mañanas.
Beber....


                                  
                                                                                  


3 comentarios:

  1. Siempre hay que buscar un motivo o una buena excusa para enseñar la buena literatura.Afortunados tus alumnos ¡No saben qué profesor tienen!

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    1. He tenido muchos profesores que me enseñaron que una clase no tiene por qué ser aburrida, (yo jamás he estado a su altura, pero procuro hacer lo que puedo).
      No me resisto a no dar nombres porque creo que los profesores (los de verdad, no como yo) se merecen un monumento.
      Tengo que citar aquí a don Ramón Asquerino Fernández que me hizo querer la Literatura cuando yo sólo tenía diez años (misión casi imposible para un profesor hoy en día), a Ángel Villa (que me enseñó a analizar sintáctica y morfológicamente), a Manuel Perales (que era capaz de hablar contigo en Latín o del movimiento Dadaista con la misma facilidad), a Francisco Caro que igual te hacía correr en el campo de deporte que te enseñaba música.
      Agradecer al profesor Bernardo Souviron que me hiciera contemporáneo de los griegos y los romanos y a la profesora Ana suárez Miramom por llevarme a vivir con la generación del 27 y a Juan vitorio por enseñarme gallego y provenzal, entre pitillo y pitillo; y a otros muchos que harían esta respuesta ingobernable....

      Vamos que sólo estoy orgulloso de lo que me han enseñado, porque de lo que he aprendido por mí mismo he sacado muy poco.

      Ahora voy a disparar hacia el lado contrario: Borges, parafraseando a Shaw, decía, pues entró en la escuela muy tarde (a los ocho años): "He tenido que dejar mi educación para entrar en el colegio". Pero eso sólo lo hacen los gigantes, los simples mortales, necesitamos profesoras como tú, Tai.

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  2. Cuando leo alguna historia de las múltiples guerras y desastres en que se embarcaron los países hermanos sudamericanos después de su independencia, no puedo evitar recordar las palabras de Simón Bolivar, cansado, enfermo, sabiendo que su sueño de la gran América lo habían destrozado intereses personales y ambiciones particulares con miles de muertos y un sufrimiento sin límite (que a lo mejor llega hasta hoy:

    "Hemos ganado la independencia y hemos perdido todo lo demás".

    para acercarse a la figura de Bolivar, que a mí me parece una de las más grandes que ha dado la historia podíamos empezar por García Márquez (otro gigante) y El General En Su Laberinto.

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