Llegué a Cromwell buscando la
igualdad y la justicia y resulta que tropecé con la llama de la ambición. Fui
pregonando las bondades que se avecinaban tras la caída de la monarquía
absoluta del rey Carlos para que llegaran los tiempos de una nueva República a
Inglaterra y me encontré con que esa nueva República en nada tenía que envidiar
al absolutismo. Todos tus crímenes, que cubría la diadema, pesarán en la
balanza de la justicia de un modo terrible en tu última hora. Poderoso te
aborrecía y abatido te compadezco.
Salí buscando al Cromwell que
acabó con la monarquía inglesa en nombre de la libertad y terminé en la taberna
de Las Tres Grullas:
Merecí la cólera del
Parlamento largo, y hace siete años que me tienen encerrado en la Torre, llorando
por nuestras libertades, que Cromwell hizo desaparecer. Esta madrugada entró el
carcelero en mi calabozo y me dijo: «Os esperan en la taberna de las Tres
Grullas. Israel convoca allí sus tribus para destruir a Cromwell; acude allí.»
Salí de la prisión y vine aquí, como en los tiempos antiguos Jacob llegó a
Mesopotamia. Mi alma espera vuestras palabras de miel, como la tierra seca espera
el rocío del cielo; la maldición me mancha y me envuelve; purificadme, pues,
hermanos, con el hisopo.
No era pequeño pecado querer
ceñir sobre sus sienes la corona que él mismo había derribado cortando la
cabeza que la sostenía, y ahora él, sin ningún derecho dinástico, pretende
convertirse en rey; pues entonces yo, ahora, abogo por la Restauración monárquica y tengo toda la intención de acabar con
Cromwell y sus falsos puritanos. Al principio no creí cuanto contaban de él,
hasta que lo oí de su propia voz. ¡Pero si ya lo tienes todo, Cromwell! Acabaste
con la monarquía absoluta, vuelve a tu casa, a tu trabajo, a tu vida humilde:
No, no; poseo la
autoridad, pero me falta el nombre. ¡Te sonríes, Thurloe! No sabes qué vacío
abre en el corazón la avidez de la ambición; no sabes cómo ella desafía al
dolor, al trabajo, al peligro, a todo, por conseguir un objeto que parece
pueril. Es triste poseer la fortuna incompleta; además, no sé qué brillo, en el
que el cielo se refleja, rodea a los reyes desde los tiempos antiguos. Son
palabras mágicas las palabras rey y majestad. Ser árbitro del mundo sin ser rey,
poseer el poder sin el título, es faltar algo; el imperio y el rango deben ser
una misma cosa. No sabes qué sentimiento da cuando se ha salido de la
muchedumbre y se palpa el acontecimiento, no sentir algo encima de la cabeza;
no será más que una palabra, pero entonces esa palabra lo es todo.
¡Rey, Majestad!; pues yo,
Cromwell abogo por la Restauración y por los derechos dinásticos de la
Monarquía inglesa, porque he visto que a cualquier otro régimen termina
comiéndoselo la corrupción y el desorden en mayor medida por culpa, sobre todo,
de las codicias personales, que terminan vistiéndose de los más raros ropajes,
algunos humildes. Extraño oximorón. Y eso que Fletwood a punto estuvo de
convencerme:
Milord, voto por la
República, ya que nos impulsáis a que hablemos con franqueza. La República
levantó el cadalso de Stuardo, y por ella nos hemos batido; ella debe ser
nuestra bandera. Dejemos a Dios que lleve únicamente corona. No quiero que haya
Oliverio I ni Carlos II; no quiero ningún rey. Pero rápido me espabiló
Cromwell con su respuesta: ¡Sois un niño! Hablad, Carlisle. Y las
palabras de Carlisle: Milord, vuestra frente triunfante está pidiendo la
corona.
Nada, que no tenemos remedio,
que la especie humana no tiene remedio, por eso yo y algunos como yo, entre
ellos su propio hijo, impedimos que la corona de Inglaterra adornara las sienes
de Cromwell.
Menos mal que Milton, el poeta
ciego, pero no mudo consigue alzar su voz y con sus ojos apagados consigue que
brillen los nuestros con sus palabras, estás perdido Cromwell:
Mírame, Cromwell. Veo que
tus ojos se inflaman y que vas a decirme por qué me atrevo a hablarte sin
obtener tu venia. Pero mi sitio es extraño en tu Consejo de sabios. Si alguno
me buscara entre ellos, diría: «Ese mudo es Milton.» Ese es el papel que aquí
desempeño. De este modo, yo, que haré aprender al mundo mis versos, en el
Consejo de Cromwell soy el único que no tengo voz.
Pero ser ciego y mudo es
para mi demasiado. Te va a perder el sueño de la fatal diadema, hermano, y me
quedo a pleitear por ti contra ti mismo. Quieres ser rey, Cromwell, y te dices:
«Sólo por mí ha vencido el pueblo; yo he sido el que le ha llevado a los
combates, por mí dirige sus súplicas, por mí vierte su sangre, por mí encuentra
alivios: debo reinar, así será dichoso, porque después de tanto sufrir, ha
cambiado de rey y ha renovado sus cadenas.»
Este pensamiento me hace
ruborizar. Desde hace quince años, revuelto el pueblo, goza en provecho tuyo de
la libertad; sus grandes intereses sólo han sido para ti un negocio y la muerte
del rey una herencia. Aunque te digo esto, no creas que trato de rebajarte, no;
nadie puede eclipsarte: poderoso por el pensamiento y poderoso por la espada,
fuiste tan grande, que en ti yo creí encontrar el ideal del héroe que soñé; y
en todo Israel nadie te ha querido tanto y nadie te ha colocado a tanta altura.
¡Y por un vano título, por una palabra tan vacía como sonora, el apóstol, el
héroe, el santo quiere deshonrarse!
Cromwell
ha visto demasiadas espadas contra él, entre ellas la mía, seguro que cambiará
de opinión si quiere seguir teniendo la cabeza sobre los hombros.
Acuérdate de Carlos I y
no te atrevas a recoger en su sangre la corona ni a edificarte con su cadalso
un trono. ¿Te atreves a ser rey? ¿No piensas, no temes que llegue un día en
que, enlutado con el crespón, este mismo White-Hall, donde brilla tu grandeza,
abra otra vez su ventana fatal? ¿Te sonríes? Mucha fe tienes en tu estrella.
Acuérdate de Carlos Stuardo. Cuando iba a morir, cuando el hacha estaba
preparada, un verdugo encubierto hizo caer su cabeza; y a pesar de ser rey,
delante de su pueblo murió sin que nadie lo socorriera, sin saber siquiera
quién puso fin a sus días.
A mi lado está el hombre que me
llevó a Inglaterra, un francés que se cree inmortal, el tiempo puede que lo
ponga en su lugar. Se llama Víctor Hugo. Es extraño que me haya traído a
Londres un gabacho, pero es buena compañía. Se ha empeñado en prologar la obra
con un prefacio que es una auténtica teoría literaria, una joya; así tenemos
dos obras maestras en una. Yo le aconsejé que cada una fuera por separado, pero
el espíritu romántico es así, y al menor descuido termina llenándose de
justificaciones, coartadas, alegatos y descargos en nombre de la libertad.
También he de decir que yo he acatado sus palabras a rajatabla porque el aire
nuevo siempre es bienvenido, sabiendo que desde el principio de los tiempos
todos los libros están ya escritos porque, todos, están llenos de pasado.
El drama que damos a luz
no lleva en sí nada que lo recomiende a la atención y a la benevolencia del público;
no tiene, para atraer sobre él el interés de los hombres, políticos, la ventaja
del veto de la censura administrativa, ni para inspirar simpatía literaria a
los hombres de buen gusto, el honor de que lo haya rechazado oficialmente el
infalible comité de la lectura. Se presenta ante el público solo, pobre y
desnudo, como el enfermo del Evangelio, solus pauper nudus.
Lo dicho, solo un gigante puede
escribir algo como esto, aunque él lo que de verdad se cree es inmortal.
Cuenta Borges que su padre era anarquista individualista, y éste refería que esa será la forma de gobierno que nos deparará el futuro, pero que sólo será posible cuando el hombre se rija únicamente por la bondad. Yo creo que, todavía, habrá que esperar. No hay más que ver lo que tenemos. Así que mientras no pueda ser anarquista individualista (temas de bondad), pelearé por el Rey.
ResponderEliminarSi uno quiere saber cómo será el futuro y el ser humano recomiendo leer el relato de Borges Utopía del Hombre que está cansado. El tipo lo clava.
Magnifico.
ResponderEliminarGracias, Ricardo. Ir de la mano de Víctor Hugo empezando por los Miserables nos lleva por casi todos los rincones del alma humana. Eso sí, a su manera.
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