Llegué a El Cairo con Naguib Mahfuz para pasar dos semanas en El Callejón de los Milagros y, sin saber
cómo, acabamos descendiendo por el Nilo, primero hasta Tebas, y luego hasta
Amarna. “No”, me dijo, “no vamos a Amarna; vamos a Akhetatón”. Menos mal que antes
de salir me leí su libro, en el cual relataba la historia del Hereje y de
aquella maravillosa ciudad, horizonte de Atón, que éste mando construir para
que la pena se comiera a Tebas y a sus dioses. La divisamos desde el barco. Agazapada
entre el Nilo a Poniente y la colina a Oriente, desnuda de árboles, sus calles
vacías, sus puertas y ventanas cerradas como párpados caídos.
Encontramos al Hereje solo, declarando que su dios, su único dios, no
lo abandonaría. Lo sabíamos condenado, pero él insistía que nunca traicionaría
a su dios, que sólo el amor lo puede todo y que sólo con amor se puede cambiar
el mundo. En ese momento supe que el sacerdote de Amón, que siempre echaba
espuma por la boca cuando hablaba de él, no nos había contado la verdad:
El Hereje es de padre desconocido. Su hombría es dudosa, afeminado…
Como su padre se casó con una mujer del pueblo que reunía en su persona como
madre, una ambición desmesurada y cierto libertinaje. Era débil hasta el límite
de odiar a los fuertes, fueran hombres sacerdotes o dioses. Se inventó un dios
a su imagen y semejanza, débil y afeminado, padre y madre a la vez, y le
atribuyó una sola función: el amor.
Que el hijo del Faraón Amenhotep III, que debía reinar con el nombre
de Amenhotep IV, fuese quien iniciara la revolución en el Egipto del Imperio
Nuevo era impensable. ¿Una nueva religión basada en el amor? Todos los resortes
de poder en el país del Nilo, en la nación que gobernaba el mundo desde el Mar
Muerto a las montañas de la Luna, temblaron al verse reconocidos en los ojos de
aquel nuevo Faraón.
Como escuché decir al sacerdote de Amón: aquel cuerpo enfermizo tenía
poderosas inclinaciones secretas y ardientes obsesiones que hacían presagiar
las peores consecuencias. Corren rumores sobre un nuevo dios, hasta ahora
desconocido, que se ha aparecido al espíritu del heredero y le ha exigido que
lo adorara como al único dios verdadero de la creación, a él y sólo a él; y
cualquier otro dios es falso.
Desde ese momento el sacerdote de Amón no vivió más que para acabar con
el Faraón y con esa loca idea acerca de cambiar el mundo sólo con amor: “No
había visto nunca un sabio que despreciara la sabiduría como tú, sacerdote de Amón”.
El adorador de Amón contestó: “No desprecio la sabiduría pero la considero
inútil si no se apoya en la fuerza”. En ese momento supe que el Faraón,
el hereje, estaba perdido.
Pero Amenhotep IV no cejó en su empeño de renovar el alma de Egipto.
¿Una religión basada sólo en el amor? Cambió su nombre por el de Akhenatón, abandonando
Tebas acompañado de un grupo de jóvenes pertenecientes a la flor y nata de la
sociedad. Era un grupo sorprendente llenos de deseos revolucionarios. Se
dirigían a sus propios esclavos, en las plazas o en los campos, con palabras
afables y amistosas que los dejaban perplejos. Sin duda esperaban tener que
rendir cuentas ante un dios poderoso que los miraría de arriba abajo, o quizá
no los miraría en absoluto. Por donde pasaban acusaban a los hombres de
religión, se burlaban de sus prácticas y despreciaban sus rituales, que
incluían sacrificios humanos, y ellos anunciaban al dios único, la energía
existente en lo más íntimo de la creación, la energía creadora de todo por
igual, que no distinguía entre siervos y señores en Egipto. Y todo eso
de la mano de un Faraón. Al que amenazaron porque estaba arrancando el imperio de cuajo
para esparcir sus restos al viento. Desde entonces le prometí fidelidad
a Akhenaton y pensé como él que sólo con bondad se puede arreglar el mundo. Por
eso ahora estamos los tres solos (el Faraón, Naguib Mahfuz que fue quien me ha
traído y yo) en este palacio de la ciudad, ahora abandonada por todos, que
mandó construir para ofrecérsela al nuevo dios. Todos lo han desamparado, hasta
su esposa, la reina Nefertiti, que siempre estuvo a su lado y sobre la que se han
vertido mil infamias para horadar el espíritu del Faraón. No lo han conseguido,
el espíritu de Akhenaton permanece inalterable: ¿Por qué la gente inteligente
cree tan firmemente en el mal?
Pronto corrieron las noticias sobre la corrupción de los funcionarios
y, en los mercados, los lamentos de los pobres llegaron a nuestros oídos. Sin
castigos ante los delitos, porque el Faraón no creía en esa forma de arreglar
la sociedad; las leyes y el orden se convirtieron en papiro mojado sin valor
alguno. Luego, se supo que los pueblos sometidos se estaban rebelando, y que
los enemigos acechaban en las fronteras del imperio. Su consejero Ay
insistía: Debes limpiar el interior y enviar el ejército a las fronteras a defender
el imperio. A lo que él contestó: Mi arma es el amor, Ay, ten paciencia y
espera.
“Señor, este mundo es un valle por donde no sólo transitan almas buenas,
todos lo sabemos”, le dijo el general Horemheb, que veía cómo se deshacían, igual
que la arena en el Nilo, todas las fronteras de Egipto. “Estás llenando de
viento el Imperio y lo estás dejando desarmado”. A lo que él contestó: “el amor
lo puede todo y dios no nos desamparará”.
Espera sentado en tu trono y no hagas nada; Verás lo que ocurre. ¿Sabes
qué quieren hacer contigo? Yo te lo diré, lo escuché de labios del consejero
Tutu, que hervían de odio: estoy convencido que un crimen que escapa a
su merecido castigo no hace más que cimentar el pecado, debilitar la fe en la
justicia divina y sentar la base de otros crímenes. Hace
falta sangre para contentar a Amón. Ese crimen era el tuyo.
Están buscando tu muerte y tu desaparición; y tú, mientras tanto,
anuncias, primero, que no crees en los falsos dioses, más tarde, haces suprimir
el culto y distribuyes sus riquezas entre los pobres; sin preocuparte de las
tretas de la política, mientras te tachaban de loco y de embaucador: “yo
voy a ofrecer las fuerzas del mal como sacrificio a los dioses, rompiendo las
cadenas que atenazan a los que no tienen poder”. Cómo podía hablar así
un Faraón del nuevo Imperio de Egipto. ¡Es un loco!, gritaban. ¡Es un loco! Acabará
con los bienes que nos legaron los tiempos y marchitará la sociedad egipcia
hasta su extinción. ¡Es un loco!
Quiero quedarme con él hasta el final, se ha quedado solo, todos le
han abandonado, hasta Nefertiti, por miedo, y como una bandada de hipócritas,
igual que antes lo adulaban ahora lo repudian. ¡Es el faraón de Egipto! No lo
olviden, que bien lo seguían babeando cuando recorría las calles de Akhetatón
en compañía de la reina, sin la guardia, hablando con la gente, rompiendo las
tradicionales barreras entre el trono y el pueblo, llamando siempre a la
devoción y al amor, todos desde los ministros hasta los empleados de la
limpieza cantaban los himnos en honor del dios único.
Quiero quedarme con él hasta el final, pero me han obligado a marcharme
de Akhetatón, la maravillosa ciudad, horizonte de Atón. Van a matarlo pronto,
porque lo han dejado solo, solo, solo. Y sin testigos es más fácil el crimen.
Posteriormente nos dirán que la enfermedad terminó con él. La verdad es
que lo dudo mucho, más bien creo que manos pecadoras se cernieron sobre él en
su soledad y separaron su cuerpo de su espíritu puro y eterno. Murió sin saber
que me obligaron a abandonarlo, y estoy seguro de que ése fue el caso de
Nefertiti.
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