Este artículo fue publicado en la revista Ayer & Hoy el 3 de septiembre de 2021. Léanlo y viajarán desde Troya a Afganistán:
Hasta finales del siglo XIX, Troya no era más que una ficción producto de la mente de un aedo ciego; pero en el otoño de 1871 en la colina de Hisarlik y el tercer día de trabajo, al primer golpe de piqueta, el soñador Heinrich Schliemann encontró una moneda con la inscripción “Héctor de Troya”. Troya había dejado de ser una invención literaria de un poeta para convertirse en lo que realmente fue en la mente de Homero: “Historia”.
Durante las excavaciones en las cercanías del soñado Escamandro, Schliemann descubrió que había nueve capas, nueve ciudades. Nueve Troyas que habían sido destruidas; pero una sola, una, ha llegado hasta nosotros de forma inmortal, haciendo suya la sentencia de Hölderlin: “lo eterno lo fundan los poetas”.
Casi cuatro mil años después de los Aquiles, Agamenón, Helena. Héctor, Andrómaca, Paris, Casandra y Odiseo, ahora en nuestro tiempo también estamos viviendo historias que merecen ser escritas; historias de gente con la que podemos cruzarnos por la calle y que han hecho acciones merecedoras de ser recordadas. Yo conocí a esas personas que se la jugaron en lugares donde sólo los acompañó el viento. Ese fue el principal motivo por el que me decidí a escribir esas historias de “Soldados: de Mostar a la Ruta Lithium”.
Pero, al igual que de las nueve Troyas que descubrió Schliemann sólo una sobrevive y otros mil hechos de valor, de defensa de los inocentes y acciones heroicas realizadas en las otras ocho destrucciones cayeron en el olvido; lo mismo pudiera ocurrir, si no lo escribimos, con todos aquellos hechos que han protagonizado nuestros contemporáneos que viven y sufren con nosotros cada día, pero que la circunstancia y la sustancia de la que habla María Zambrano confluyeron para que sus acciones se salieran de la normalidad.
Todos tenemos historias que contar, historias que merecen ser recordadas; y por eso, para que no sean como esas ocho Troyas completamente olvidadas, debemos ponerlas en manos del arma más grande jamás creada: la palabra. Y en esa palabra, en esa imagen, en ese Arte deben vivir para siempre, ya sea el joven teniente Jesús Aguilar que tuvo el valor de ir a cruzar el puente Tito para ayudar a los heridos del hospital musulmán de Mostar o el joven Joaquín Echeverría que fue en auxilio de una mujer para enfrentarse a tres terroristas con su monopatín y dejar allí su vida, una vida inmensa justificada por un hecho inmenso.
Nunca los olvidéis, que la desmemoria también es muerte. El libro “Soldados: de Mostar a la Ruta Lithium” intenta no olvidar a muchos de ellos porque aunque el tiempo ata y desata a su antojo los hechos, sin embargo, no puede con la palabra, ya sea impresa o en la nube, porque bien sabemos que lo perdurable lo fundan los poetas.
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