Como no me estoy quieto, y viendo que el Día de Difuntos todo el mundo acude a los cementerios a ver a los vivos; este año he pensado que debía de hacer caso a Mariano José de Larra quien tenía claro, adelantándose a Dámaso Alonso, que Madrid era una ciudad de un millón de muertos.
— Si quieres ver muertos, no vayas a los osarios, Norberto, salgamos a las calles, ahora desoladas por las visitas a los cementerios, y acudamos con tranquilidad al lugar donde trabajan y habitan los muertos de verdad— dijo Larra.
Y sin dudarlo me lancé con él por las calles de Madrid, mientras él gritaba: ¡Necios! ¿Os movéis para ver muertos? ¿No tenéis espejos por ventura? ¿Ha acabado también Gómez con el azogue de Madrid? ¡Miraos, insensatos, a vosotros mismos, y en vuestra frente veréis vuestro propio epitafio! ¿Dónde vais cuando vosotros sois los muertos?
Esa mañana del Día de Todos los Santos nos citamos en la Plaza de Neptuno; él, de oscuro, con larga capa y cuello romántico y yo con una cazadora y unos pantalones vaqueros. Se adivinaba a la legua cuál de los dos era el poeta. No sabéis cuánto envidié su indumentaria.
—Subamos por aquí — y me señaló Larra con el dedo la carrera de San Jerónimo— vamos a saludar a los vigilantes leones traídos de África.
Asentí con agrado porque nunca había visto Madrid así. Solitaria. Todos habían salido en este largo puente vacacional a visitar a sus difuntos o... se había declarado una pandemia. Nos paramos frente a Daoiz, el león de la derecha, forjado con cañones africanos; pero, puro lamento.
—Ahí lo tienes—dijo Larra— un gran lugar lleno de muertos que creen que están vivos porque van escupiéndose vanas palabras de charlatanes.
—Bueno, ahí sigue el gobierno— un mal que bien necesario.
—¡Qué me vas a contar a mí! —grita — que apoyé esa revolución de Mendizábal, que yo creía que podía sacar del atraso nuestro país, para acabar decepcionado por la desamortización. No veas lo que sentí cuando vi que el propio Mendizábal había aprovechado su propia ley para comprar un convento y sus tierras en el proceso desamortizador. En fin... como para no pegarse un tiro.
Lo miré. Pensé que el oro, ya sea del rey o del pueblo todo lo pudre, y le pregunté entonces que «quiénes estaban dentro», pues dudé si estábamos viviendo su tiempo o el mío.
—¿Quién vive ahí dentro del Congreso, me preguntas? Aquí no viven, aquí yacen: «Aquí yace media España, que murió de la otra media» Es difícil saber qué defienden estos cadáveres— me dice Larra.
Larra tiene veintiséis años y le quedan unos meses para que se pegue un tiro. Pertenece a ese siglo de jóvenes con un talento sin igual y que antes de los treinta años habían dominado con pañuelo suave la literatura. Y recuerdo a esos jóvenes cadáveres, hoy Día de difuntos, Larra, Espronceda, Bécquer... Pero no pasó sólo en España, ahí está la joven Inglaterra con Keats, Shelley o Byron. Un siglo y una Literatura llena de cadáveres que murió de la otra media.
—El cuerpo del Santo— y saca del bolsillo un ejemplar de la Constitución de 1812— lo tiraron al mar en Cádiz en el año 23 que fue donde nació. No duró nada, esta Constitución murió niña, el tiempo de regresar a las cavernas.
Yo pensé en la mía, la de 1978, una Constitución que ha durado cuarenta años y tiene que seguir defendiéndose de tigres y rasgaduras; y eso que mucha gente creyó que sería como el Estatuto Real de 1836, cuyo epitafio es: «Aquí yace el Estatuto, nació y murió en un minuto»
— Bueno, Larra, en eso tengo que confesarte que nuestra Constitución, sigue viva. Atacada cada día desde que nació durante la Transición; pero, al menos, no debemos visitarla este Día de Difuntos.
—Pues, vámonos corriendo del Congreso, que todo lo malo se pega.
Larra y yo seguimos paseando por un Madrid desierto, mientras él continuaba perorando un Día de Difuntos sobre su millón de cadáveres: «La calle de Postas», «la calle de la Montera». Éstos no son sepulcros. Son osarios, donde, mezclados y revueltos, duermen el comercio, la industria, la buena fe, el negocio. Sombras venerables, ¡hasta el valle de Josafat! Correos. «¡Aquí yace la subordinación militar!».
«Joder», pensé, «también en mis días yace el comercio, la industria, la buena fe y el negocio. Estos escritores son inmortales y adivinos. O es que no hay manera de cambiar al ser humano y siempre estamos con lo mismo».
—Larra, no te preocupes— le dije — también en mis días, de ese comercio y esa industria no quedan más que huesos. Será mejor que vayamos a tomar un vermut a cualquiera de esos sepulcros que conocemos.
Y al unísono en una calle de la Montera desierta comenzamos a gritar:
«¡Fuera la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia!»
Todas esas palabras parecían repetírsenos a un tiempo con los últimos ecos del clamor general de las campanas del Día de Difuntos de 1836 ó de 2020. Larra pensó en su año y yo en el mío.
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