No sé si estoy demorando demasiado mi fuga; porque aprendí de Tolstoi que hay que entrar en la última estación a gran velocidad. Así la muerte, sin tiempo de avisarnos con señales agitando un farol desde las vías, de un golpe seco cambia las agujas.
Mi única duda es saber cuándo debo de ir a coger ese tren que va al Sur de ningún sitio. Al Sur, siempre al Sur. Yo no tengo secretario personal; y si bien no he andado luchando por la península de Crimea; sí he estado en algunos lugares parecidos; pero, ahora que el tiempo se acerca, creo que veo a demasiada gente camino de Astápovo. Uno siempre fía en que su viaje será más largo, pero no importa la longevidad que tenga su carne que siempre terminará su viaje en la estación intermedia de Astápovo.
Ahora que se me ha muerto Joan Margarit en su estación de Astápovo, y como siempre me pasa cuando voy incorporando a mi club de los poetas muertos algún nuevo miembro, que entra sin avisar, he querido escuchar su voz y retomarlo de madrugada, cuando sólo se oyen relojes en lo oscuro, me lo imagino a sus ochenta años huyendo en un tren ruso que iba al sur de ningún sitio, adonde los viejos quieren ir.
Y voy entendiendo que todo lector es también artífice del poema y que puede construirlo según lo lee. Y que la poesía no es democrática, como equivocadamente creímos en aquellos años ochenta, porque todo poema termina viviendo en una única alma; y sufre y ama y sueña siempre en lo individual; para poder correr más rápido que el frío, aunque nuestro tren sin remedio siempre quede cubierto de nieve en la estación de Astápovo.
Y con Joan Margarit he recordado cómo llegué a Rusia. Y he recordado cómo llegue a Tolstoi, a quien todavía le debo muchas lecturas. Y, posiblemente, cuando le enseñe al revisor el billete de mi asiento en el tren de Astápovo, de los cuatro o cinco libros que lleve en mi maleta, uno será suyo. Y he vuelto a abrir la vieja enciclopedia que arramblé, sin pudor, de casa de mis padres y que todavía guardo como oro; porque sus tres volúmenes me hicieron vivir de niño demasiadas aventuras y conviene volver a ellas de vez en cuando; para ver jugar de nuevo a Tolstoi en su finca de Yasnaina-Poliana, mientras el conde, ya anciano, con Rilke a su lado,
me examina con intención y me bendice involuntariamente con alguna bendición indecible. También me siento a leer sobre su sencilla tumba en medio del bosque; y aprendo con él que
los objetivos del Arte son inconmensurables; que el artista no pretende resolver una cuestión irrefutablemente, sino obligarnos a amar la vida en todas sus manifestaciones que son inagotables. Si me dijeran que podría escribir una novela en que estableciera indiscutiblemente como verdadera mi opinión en todas las cuestiones sociales, no dedicaría ni dos horas a tal trabajo; pero si me dijeran que lo que escribiera sería leído dentro de veinte años por los que hoy son niños, y que llorarían y reirían y se enamorarían de la vida que hubiera en ella, le dedicaría toda mi vida y mis fuerzas.Bueno, al final, al reescribir mi lista de poetas muertos he terminado en la estación de Astápovo con Joan Margarit y Tolstoi. ¡Qué envidia esa estación de tren como un lecho de muerte ferroviario!
Siempre he pensado que el catalán, de entre las lenguas románicas, es la más poética de todas. Tal vez influya que un anochecer en Lleida hace muchísimos años, alguien me susurró al oído: "Ros me un petó a poc a poc".
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