sábado, 23 de noviembre de 2013

UTOPÍA DEL HOMBRE QUE ESTÁ CANSADO





Llamóla Utopía, voz griega cuyo significado es no hay tal lugar.
Quevedo


Al ciclo de conferencias tituladas El Futuro del Mundo, rótulo sobre el que recaía no poco exceso de vanidad, que se impartieron hace unos años en el Centro Superior de Investigaciones Científicas en la calle Serrano, número 117, de Madrid, me invitaron por casualidad.
Yo había hecho un curso allí hacía poco tiempo y una oportuna indisposición de otro conferenciante, a quien le desee por teléfono, de forma poco veraz, su mejoría, me llevó hasta allí. ¡Suerte la mía, me dije!
En aquel lugar se mezclarían ingenieros en robótica, biólogos marinos, zoólogos, algún que otro experto en guerra nuclear, biológica y química, y un desmemoriado aspirante a filólogo que era yo.
Lo primero que hice cuando me comunicaron el título de la conferencia fue una pequeña enumeración con los libros de temática futurista, de los que yo me acordaba, simplemente, porque me habían causado alguna impresión. De uno de ellos versaría mi charla.
Escribí, en una servilleta del VIPS de la calle Princesa, los siguientes títulos: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip Kindred Dick, (una vez estuve mucho tiempo enamorado de una replicante llamada Rachael), 1984 de George Orwell, la saga de La Fundación de Isaac Assimov, La Máquina del Tiempo de H. G. Wells, Farenheit 451 de Ray Bradbury, El Libro del Apocalipsis de San Juan y, por último, el relato titulado Utopía del Hombre que Está Cansado de Jorge Luis Borges.

Me pareció que para una corta conferencia lo más adecuado sería un pequeño texto para que, mediante breves citas, los oyentes se hiciesen una idea lo más completa posible del futuro imaginado por ese literato, que como una moderna Casandra tenía la facultad de adivinar el porvenir, pero que también, como la pitonisa griega, fue condenado a que nadie le hiciera caso.

Así que para preparar la conferencia no tuve más remedio que viajar. La verdad es que lo estaba deseando.
En cuanto tuve ocasión cogí un vuelo a la Argentina y me fui a buscar a un tal Eudoro Acevedo, un viejo profesor.
Lo encontré en una casa del barrio de Palermo. Después de andar rabaneando con un mate en La Fragata, un antiguo alumno suyo me dio su nombre y su lugar de asiento. Estaba ya muy mayor. Cerca de los cien años.

- ¿Es usted Eudoro Acevedo?
- Sí, Soy Eudoro Acevedo. Nací en 1897, en la ciudad de Buenos Aires. He cumplido ya noventa años. Soy profesor de letras inglesas y americanas y escritor de cuentos fantásticos. ¿Quién le dio mi nombre?
- Bueno, es una larga historia; primero un tal Borges y, luego, un antiguo alumno suyo que hablaba de poesía allá en La Fragata.

Y continué hablando.
- Yo venía a que me contase aquella aventura suya relatada en El Libro de la Arena en la que un hombre del futuro, llamado alguien, le hablaba a usted de nuestro futuro.
- Parece que ese relato tuvo suerte y ha disfrutado de una larga andadura en varios idiomas- me dijo.
- Sí, tuvo suerte. He llegado hasta aquí porque quiero saber si era verdad cuanto le ocurrió y todo aquello que le contó aquella noche ese hombre llamado alguien.
- Yo, caballero - me contestó- lo más que puedo hacer es relatarle cuanto aquel hombre del futuro me dijo. Si es verdad o no, ya es cosa suya.
Me conformo con eso-, le supliqué.

— Cuando él habló lo hizo en latín. Junté mis ya lejanas memorias de bachiller y me preparé para el diálogo.
— Por la ropa —me dijo — veo que llegas de otro siglo. La diversidad de las lenguas favorecía la diversidad de los pueblos y aun de las guerras; la tierra ha regresado al latín. Hay quienes temen que vuelva a degenerar en francés, en lemosín o en papiamento, pero el riesgo no es inmediato. Por lo demás, ni lo que ha sido ni lo que será me interesan.

— ¿Volveremos al latín y abandonaremos el inglés para comunicarnos todos los ciudadanos del mundo? – le pregunté -, me parece una muy buena idea. Además, yo pienso que no hay idioma que exprese de una manera más sencilla y directa las más complejas ideas. En nuestras escuelas hace tiempo que ya no se estudia latín.
— Volveréis a él- afirmó.
Hablé con él en latín y me gustó volver a recordar palabras de Virgilio, Ovidio, Cicerón, Bruto, asesino de César, y a quien yo siempre defenderé…
— ¿Qué le contó?- le pregunté.

No dije nada y agregó:
— Si no te desagrada ver comer a otro ¿quieres acompañarme?
Comprendí que advertía mi zozobra y dije que sí.
Pero no hablemos de hechos. Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido.
— ¿Entonces no estudiáis las cosas de memoria?    
— Olvida la memoria. Ante todo el olvido de lo personal y local. Del pasado nos quedan algunos nombres, que el lenguaje tiende a olvidar. Eludimos las inútiles precisiones. No hay cronología ni historia. No hay tampoco estadísticas. Me has dicho que te llamas Eudoro; yo no puedo decirte cómo me llamo, porque me dicen alguien.
— ¿Y cómo se llamaba tu padre?
— No se llamaba.
Pensé que los hombres del porvenir no sólo eran más altos, si no que andaban con más sentido común, que, amargamente, lo llaman el menos común de los sentidos.
Me dio por preguntarle qué pasará en el futuro con los países, las alambradas, los muros y las fronteras, principal motivo de desigualdad e injusticias. No tuvo duda al responder:

— El planeta estaba poblado de espectros colectivos, el Canadá, el Brasil, el Congo Suizo y el Mercado Común. Casi nadie sabía la historia previa de esos entes platónicos, pero sí los más ínfimos pormenores del último congreso de pedagogos, la inminente ruptura de relaciones y los mensajes que los presidentes mandaban, elaborados por el secretario del secretario con la prudente imprecisión que era propia del género.
Todo esto se leía para el olvido, porque a las pocas horas lo borrarían otras trivialidades.

¿Y los políticos?;  ¿qué pasará con los políticos?

— De todas las funciones, la del político era sin duda la más pública. Un embajador o un ministro era una suerte de lisiado que era preciso trasladar en largos y ruidosos vehículos, cercado de ciclistas y granaderos y aguardado por ansiosos fotógrafos. Parece que les hubieran cortado los pies, solía decir mi madre. Las imágenes y la letra impresa eran más reales que las cosas.

— Lo que me cuenta, señor Eudoro, es lo que ocurre ahora; ¿pero, qué ocurrirá en el futuro? ¿Qué pasará con los gobiernos?

— Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen.

Miré mi libreta y vi que tenía anotada la palabra Economía, ya que el siglo XX se resume en la lucha entre el capitalismo y el comunismo, y al cabo de cien millones de muertos nos hemos dado cuenta que ninguno de los dos tenía razón. Quise preguntarle sobre la estructura económica del futuro. ¿Y la economía? ¿Le habló ese hombre llamado alguien del sistema económico que tendemos en el futuro?

— ¿Dinero? —repitió—. Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habrá sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad. Cada cual ejerce un oficio. En el ayer que me tocó, la gente era ingenua; creía que una mercadería era buena porque así lo afirmaba y lo repetía su propio fabricante. También eran frecuentes los robos, aunque nadie ignoraba que la posesión de dinero no da mayor felicidad ni mayor quietud.

Me alegró esa respuesta.
Vi que empezó a quedarse dormido y lo achaqué al cansancio.
Me quedó por preguntarle qué sería de las ciudades, de los museos y las bibliotecas, cómo se afrontaba la muerte….
 Vi muchos lienzos, posiblemente pintados por él, y borradores de manuscritos. Y recordé las palabras de un hambriento poeta que me encontré en una venta leonesa: “sólo el arte redime, capitán, sólo el arte”.
Y Eudoro Acevedo iba por buen camino. Lo dejé dormido en su modesta casa de Palermo, pensando que él era el hombre más rico del mundo.

De esa conversación trató mi conferencia en el Centro Superior de Investigaciones Científicas, debo decir que no tuve muchos aplausos ni han vuelto a llamarme. Me imagino que a más de uno no les gustó ese futuro. A mí, sí. Gracias Eudoro Acevedo, gracias Borges.




2 comentarios: