Es vano, en años caóticos,
buscar un fin feliz.
Para unos el castigo y el
arrepentimiento,
para otros terminar en el Gólgota…
Para mí sería más pesado,
y del camino recorrido
ahora no me lamentaré.
El Testamento del Teniente Schmidt
Boris Pasternak
— ¿Un nombre de mujer?
— Lara.
— ¿Una canción?
— La canción de Lara.
—
¿Dígame quién es Lara?
— Lara
es Rusia, Lara es la vida, Lara es la verdad y Lara es la poesía. Lara no tiene,
por tanto, más remedio que vivir para el dolor y para el sacrificio. No hay
otra vocación para el arte.
¿Por qué ha de ser éste mi destino —pensó—,
verlo todo y sufrir por todo?
El tiempo luchaba por no empeorar. Las gotas
de lluvia dejaban oír su tictac sobre el hierro de los canalones y de las cornisas, y
cada tejado transmitía sus rumores al tejado vecino. Era la época del deshielo.
En un estado de inconsciencia Lara recorrió
toda la calle, y sólo al llegar a casa se dio cuenta de lo que había ocurrido.
En casa todos dormían. Cayó de nuevo en su
torpor y, aturdida, se sentó en el tocador de la madre, con su traje de color
lila claro, casi blanco, guarnecido de encaje, y el largo velo, que por una
noche había cogido del taller, como si hubiese ido a un baile de máscaras.
Estaba sentada ante su propia imagen reflejada en el espejo y no veía nada.
Cruzó luego las manos sobre la mesita y
apoyó la cabeza en ellas.
Si su madre lo supiera la mataría. La
mataría y luego se mataría ella.
¿Cómo había sucedido? ¿Cómo pudo ocurrir?
Ahora era ya demasiado tarde. Debió de haberlo pensado antes.
Ahora era una mujer — ¿se decía así?—
perdida. Una mujer de novela francesa. Al día siguiente, en clase, se sentaría
en el mismo banco que las demás, chiquillas inocentes comparadas con ella.
¡Señor, Señor, cómo pudo suceder!
Sencilla la respuesta, Lara; porque eras arte y eras libre
y no hay otros dos bienes que condenen de manera más inevitable al sufrimiento.
Te recuerdo en la nieve, cuando ya habías conocido al
poeta. Te recuerdo con tu gorro de piel y con tu cara llena de tristeza; que tú
y yo sabemos, porque lo hemos visto, que la tristeza suele adornar a los
rostros con su poética versión y expresa aquello que la viva voz es incapaz de
pintar.
¡Qué destino te llevó a los brazos de aquel hombre!: ¿la
pobreza’, ¿la indefensión?, ¿la naturaleza de nuestras almas, que son débiles en
su sustancia?, o el poeta que no entiende la vida sin dolor y escribió tu vida
sin darse cuenta que los personajes de las novelas también sienten la
humillación, el sufrimiento y los padecimientos; que están vivos, que ese mundo
es real, tan real como el nuestro. ¿Por qué tú, poeta, no la dejaste desde un
primer momento en los brazos de Yuri Zhivago? ¡Qué mágico círculo era aquél!
Si la intrusión de Komarovski en su vida le hubiese producido al menos repulsión,
Lara habría reaccionado y estaría salvada. Pero no era tan sencillo.
Le halagaba que aquel hombre de cabellos
grises, que podía ser su padre, tan aplaudido en todas partes y de quien se
ocupaban los periódicos, gastase tiempo y dinero en ella, la contemplara como a
una diosa, la llevara al teatro y los conciertos y, como se decía, «la desarrollase
intelectualmente». Sin embargo, continuaba siendo la colegiala adolescente embutida en un
uniforme oscuro, partícipe secreta de inocentes conjuras y travesuras escolares. Las
libertades que Komarovski se tomaba en el coche ante las narices del cochero, o en un palco,
a los ojos de todo el teatro, la seducían por su audacia provocativa y
excitaban en ella el diablillo de la imitación.
Pero ese entusiasmo infantil, de pequeña
colegiala, pasó pronto. Una fatiga dolorosa, un íntimo terror se apoderaron de
ella. Siempre tenía ganas de dormir: por las noches de insomnio, por el llanto.
Era su maldición, lo odiaba. Cada día
rumiaba de distinto modo los mismos pensamientos. Se había convertido en su
esclava para toda la vida. ¿Con qué la había sojuzgado? ¿En nombre de qué la
obliga a ceder, y ella se rinde, secunda sus deseos, lo deleita con el
estremecimiento de su descubierto abandono? ¿En nombre de su edad, de la dependencia
económica de la madre de él, o intimidándola hábilmente? No, no y no.
Todo es absurdo.
No sólo ella y Yuri Zhivago llegaron tarde a su destino,
que por eso nunca se cumplió. Hay demasiados destinos quebrantados por ese
motivo en todas las vidas, sin excepción; porque decidir no es fácil, nada
fácil, y, además, la libertad no existe, ¡despertad!; todos estamos atados a
algo; y esos cruces comprometidos, idénticos a los nuestros, es lo que nos
acercan a las palabras de Pasternak. ¿He dicho Pasternak?
Y ella se preguntaba: “¿El amor es, pues,
humillación?” Una vez tuvo un sueño. Estaba enterrada. Solamente habían quedado
fuera el lado izquierdo con el hombro y el pie derecho. En el pezón izquierdo
brotaba la hierba y sobre la tierra cantaban: Ojos negros, blancos
senos y no permiten que Masha vaya al otro lado del río.
Era tan fácil caer en los brazos de Lara y tan difícil,
cortar las raíces a su vida, porque también amaba a su familia, a su mujer, a
sus hijos, porque ningún daño le habían hecho, al contrario; porque no merecían
la traición; porque, Yuri, ¿qué vas a hacer ahora?
— ¿Qué tienes?—le preguntaba Tonia,
asombrada—. Seguro que en la ciudad te han dado una mala noticia. ¿Una detención? ¿Han
fusilado a alguien? Dímelo, no temas preocuparme. Te sentirás mejor.
¿Había traicionado a Tonia? ¿Había preferido
a otra mujer? No, no hizo elección alguna, ni estableció comparaciones. La idea
del «amor libre», expresiones como «los derechos y exigencias del sentimiento», eran
extrañas para él. Le parecía indigno hablar y pensar de esta manera. En su vida
no había recogido «las flores del placer», no se había considerado ni
superhombre ni semidiós, ni pedido privilegios ni ventajas, y sentíase agotado
bajo el peso de la conciencia inquieta.
«¿Qué va a pasar ahora?», se preguntaba a
veces.
Y no encontrando la respuesta aguardaba algo
imposible, la intervención de una circunstancia imprevista que aportaría la
solución.
Pero ahora todo había acabado: estaba
dispuesto a cortar por lo sano. Volvía a casa con la firme decisión de
confesárselo todo a Tonia, de pedirle perdón y no volver a ver más a Lara.
Sin embargo, no era tan sencillo. Le parecía
no haber sido lo bastante claro con Lara, no haberle hecho comprender que
intentaba romper definitivamente, para siempre.
Aquella mañana le había manifestado su
decisión de contárselo todo a Tonia y que sería imposible que continuaran
viéndose con frecuencia, pero ahora tenía la sensación de que todo eso lo había
expresado de un modo muy vago, sin la suficiente resolución.
Por las mejillas de Lara corrían lágrimas
silenciosas de las que ella no se daba cuenta, como la lluvia que en aquel
instante caía sobre las caras de las figuras de piedra de la «Casa de las
estatuas», allí delante. Dijo simplemente, sin generosidad, sumisamente:
—Haz lo que te parezca. No te preocupes por
mí.
Y como no sabía que estaba llorando no se
secó las lágrimas.
Pero el destino, con insistencia, se resiste a que las
despedidas sean tan sencillas, porque no se atreve a que haya una única mirada
sobre nuestras vidas y vuelve a poner sus ojos sobre las heridas que creíamos
ya cerradas. “Nunca volveremos a vernos, Lara. Nunca. Tengo que volver con
Tonia”.
La razón que justificaba aquel hablar
improvisado y sencillo eran las lágrimas en que se sumían, empapaban y nadaban
sus usuales y comunes palabras.
Parecía que, bañadas en lágrimas, se
fundieran en su tierno y confuso murmullo, como sedosas hojas empapadas por la
lluvia en el rumor del viento.
Nos separamos para siempre. Aunque siempre suele significar
normalmente menos que una vida. Nos dio tiempo a una revolución, a tu
matrimonio con un bolchevique, a mis años en la guerra como médico, a mi días
con Tonia, a mis hijos, a que nuestro tiempo respirara por otras carnes
diferentes a las nuestras; ¿para qué?: para el reencuentro definitivo que solo
llega con la muerte.
Otra vez estoy a tu lado, Yúrochka. De qué
modo el destino ha querido que volviéramos a vernos. ¡Ya ves qué terrible es!
¡Oh, no puedo! ¡Señor! ¡Llorar, llorar sin fin! Ya lo ves. Esta es también una
de las cosas que tenían que sucedemos, que teníamos reservada. Tu muerte, mi
fin. Otra vez algo demasiado grande e inevitable. El misterio de la vida, el
misterio de la muerte, la fascinación del descubrimiento, esto, sí, esto
habíamos llegado a comprenderlo. Y las pequeñas cosas que suceden en el mundo, como
la renovación de toda la tierra. No, no, perdona, esto no tenía nada que ver
con nosotros.
¡Adiós, mi gran amor, adiós, mi orgullo,
adiós, mi rápido, profundo y pequeño río!, ¡cuánto amaba tu incesante rumor,
cuánto amaba lanzarme sobre tus frías ondas!
¿Recuerdas cuando te dije adiós,
allí, entre la nieve? ¡Cómo me engañaste! ¿Acaso me habría ido sin ti? Lo sé,
lo sé, lo hiciste por necesidad, creyendo que lo hacías por mi bien. Y todo se vino
abajo. ¡Dios mío, cuánto sufrí allí! ¡Qué de cosas tuve que soportar! Tú no
sabes nada. ¡Qué hice, Yura, qué hice! Soy tan culpable como no puedes imaginar.
Pero no fue culpa mía. Estuve tres meses en el hospital y uno sin conocimiento.
Desde entonces ya no puedo vivir, Yura. Mi alma ya no tiene paz en el tormento
y la piedad. Pero, mira, no te digo, no te revelo lo esencial. No puedo
decirlo, no tengo valor. Cuando pienso en este trastorno de mi vida, el terror
me pone la carne de gallina. Y, ¿sabes?, ni siquiera creo que sea perfectamente
normal. Habló todavía mucho rato, sollozando y atormentándose. De pronto
levantó, asombrada, la cabeza y miró a su alrededor. Hacía rato que había gente
en la habitación…
— Dígame de verdad quién es Lara. No vamos a estar toda la
noche esperando. Dígamelo de verdad.
— Me está haciendo daño.
— Vamos. Ella ya está detenida y va camino de ocho años de
trabajos forzados en el Gulag. Usted, camarada, sólo tiene que dar su nombre.
— Hablaré, pero no me haga más daño. Olga, se llama Olga
Ivinskaya. Ha sido el amor de otoño de Boris Pasternak. Su gran amor. Ella es
Lara. Me lo contó el propio Pasternak: “Olga ha sido encarcelada por mi causa,
por ser considerada por la policía secreta como la persona más cercana a mí y
esperaban que por medio de un interrogatorio agotador y amenazas podrían
conseguir suficientes evidencias para poder enjuiciarme. Yo debo mi vida y el
hecho de que no me tocaran todos estos años a su heroísmo y su fortaleza.”
— Hay que salvaguardar la Revolución y no importa el
precio.
— ¡Pero, si ya renunció al Premio Nobel y lo pusisteis al
borde del suicidio! ¿Qué más queríais? ¿Qué se puede esperar, salvo su
desaparición, de un régimen que castiga a sus enemigos en la piel de sus seres
queridos?
— No es fácil defender la justicia.
— Usted lo ha dicho, no es fácil.
— Ya puedes irte, y no cuentes lo que aquí ha pasado.
Sabes que podemos acabar contigo.
Olga iba camino del Gulag. Pasternak se estaba muriendo,
pensando en Olga, amando a Lara; pero él sabía que los manuscritos no arden y
que siempre quedarán las palabras y el recuerdo de los besos. Yo, también.
Veo el futuro con tanta claridad
como si tú lo hubieras detenido.
y ahora, igual que hacen las sibilas
con su profético poder, capaz soy de
predecir.
En el templo caerá el dosel mañana,
en apartados grupos estaremos
y bajo nuestros pies la tierra temblará
movida, quizás, de compasión hacia mí.
Una entrada llena de sentimientos.amor imposible y revolución .lo individual y lo colectivo.genial
ResponderEliminarHola Tai, como siempre, llena de libros y de ideas que me das, sin pedir nada a cambio, como los buenos soldados.
EliminarPasternak, es sentimiento, es amor (el suyo imposible), pero también deja pensamientos, el sentido de las mil vidas que podemos vivir y nunca aprovechamos, o puede llevarnos por el cristianismo o también es capaz de sumergirnos en una hecatombe sin tiempo, cuando habla de los políticos (¡Ay!, que poco hemos cambiado), y de los escritorzuelos sin talento de tan perezosa nulidad.
No hay más que leer este párrafo de Doctor Zhivago:
"Hemos hablado también de los políticos mediocres que nada tienen que decir a la vida ni al universo, fuerzas históricas de segundo plano, cuyo interés es que todo sea mezquino, que se hable siempre de algún pueblo, a ser posible pequeño y desdichado, que se les permita hacer la ley y explotar la piedad. La víctima señalada es todo el pueblo judío. La idea nacional impone a los judíos la necesidad opresiva de ser y seguir siendo un pueblo y nada más que un pueblo, por los siglos de los siglos, cuando, gracias a una fuerza surgida en otro tiempo de su masa, el mundo entero se liberó de ese humillante destino. ¡Es increíble! ¿Cómo pudo suceder eso? Esa alegría, esa liberación de la mediocridad diabólica, esa elevación por encima de la estupidez diaria, todo eso nació en su tierra, habló su idioma y perteneció a su tribu. Y ellos han visto y oído eso, y dejaron que se les escapara. ¿Cómo pudieron dejar que se les escapara una fuerza y una belleza tan devoradoras?¿Cómo la dejaron triunfar e instaurarse fuera de ellos?¿Cómo pudieron aceptar no ser más que la cáscara vacía de ese milagro que el cielo les había enviado?¿A quién favorecía ese martirio voluntario?¿Por qué habían de ser entregados a la irrisión pública, por qué debían derramar su sangre, desde hace tantos siglos, tantos ancianos, tantas mujeres y niños absolutamente inocentes, tantos seres tan sutiles, tan naturalmente buenos y sinceros?¿Por qué es preciso que en todas partes los que se consideran defensores del pueblo sean escritorzuelos sin talento, de tan
perezosa nulidad?¿Por qué los intelectuales del pueblo judío no han superado las formas fáciles del mal del siglo y de la sabiduría irónica?¿Por qué cuando se arriesgaban a estallar ante el carácter irrevocable de su deber, como estalla una caldera de vapor cuando la presión es muy elevada, no dispersaron a ese puñado de hombres que combatía y se dejaba matar sin saber por qué?¿Por qué no se ha dicho: «Recobraos. Basta. Ya es suficiente. No llevéis los nombres de antes. No os aglomeréis. Dispersaos. Permaneced con todos. Sois los primeros y los mejores cristianos del mundo. ¿Sois precisamente aquellos a quienes os han opuesto los peores y más débiles de vosotros?"
Después de tres meses nos vemos esta tarde. He quedado con don Miguel de Cervantes en su casa museo de Esquivias, puede ser una buena reunión.
Me asombra siempre tu manera tan clara, tan amena, tan perfecta de escribir. Uno comienza la lectura y no se detiene hasta el final, con el deleite de haber transitado por un camino tan extraordinariamente llevado. Un saludo.
ResponderEliminarGracias Mirta, desgraciadamente no escribo yo, en este caso escribe Pasternak, yo solo he escrito vaias frases de conexión, algún enlace entre párrafos y lo que me pareció cuando lo leí. Lara es de esas mujeres que ya son inmortales. Parece mentira pero en todos los lugares en los que se ha sufrido mucho hay una mujer inmortal, afortunadamente muy alejada del perfil clásico del varón, que siempre se le exige, para triunfar, comportarse como un héroe amparado en la violencia
EliminarMe quedo con los pensamientos de Pasternak:
"Tenía puestas sus miras en un pensamiento elevado y, al mismo tiempo, concreto, que pudiera señalar un camino preciso el inequívoco en su proceder, que mejorase el mundo y fuese tan claro para un niño como para un ignorante, con esa misma evidencia del relampagueo de un rayo o el retumbar del trueno que se aleja. Era un hombre que anhelaba un cambio de las cosas."