“Desde
los bosques y las tierras altas,
venimos,
venimos.”
Hay
novelas cuyas primeras palabras son grabadas en la memoria a fuego y nos
resultaría inconcebible otro principio. No sé si eso es mérito del autor, que
entre las infinitas combinaciones posibles eligió esa, o de inspiraciones, circunstancias,
contextos y situaciones posteriores.
Durante
mi primer viaje a África, mientras embarcaba en el avión que habría de llevarme
a ese continente, tan mágico como mal comprendido a los largo de los siglos,
recité casi sin querer el comienzo de la obra de Isak Dinesen, Lejos de
África, que yo había leído unos años antes, por obra caritativa de un amigo
malagueño, al cual se lo regaló su novia.
Como
estoy llegando a la conclusión de que las primeras palabras de una obra
literaria son el primer hálito que echan los dioses a los artistas desde los
tiempos de Homero, si El Quijote tiene un inicio y nadie puede concebir
otro más que En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no puedo acordarme,
la novela de la baronesa Blixen tampoco puede tener otro que el que tiene:
Yo
tenía una granja en África al pie de las colinas de Ngong.
Lo
primero que te llena de África, en tu subconsciente, antes de conocerla, es la
geografía que ya traes adquirida víctima de los libros, películas, fotografía,
pinturas y cualquier otra forma de arte casi siempre manipulada por la
conciencia del hombre blanco:
La
situación geográfica y la altitud se combinaban para formar un paisaje único y
el mundo era el África destilada a seis mil pies de altura, como la intensa y
refinada esencia de un continente.
Todo
lo que se veía estaba hecho para la grandeza y la libertad, y poseía una
inigualable nobleza.
En
ese libro de la baronesa Blixen, en el que relata sus memorias de África leí,
hace casi treinta años, una definición de felicidad que nunca he olvidado:
En
las tierras altas te despertabas por la mañana y pensabas: estoy donde debo
estar.
Por
eso, yo siempre que quiero saber si soy lo suficientemente feliz, me hago esa
pregunta: ¿estoy dónde debo estar?
Ni
que decir tiene que yo, como todos, no siempre he contestado afirmativamente a
esa pregunta y que, como todos, he hecho lo posible para que allí donde
estuviera me saliera del alma las palabras de Isak Dinesen cuando habla de
Nairobi: el mundo no existiría sin las calles de Nairobi.
Es
cierto, el mundo no existiría sin las calles de Mostar o Sarajevo; el mundo no
existiría sin las calles de Lisboa o Pristina, ni sin las calles de Viena o
Praga, Madrid o Berlín; el mundo no existiría sin las calles de La Habana,
Cancún, Santo Domingo, París o Londres. El mundo no existiría sin las calles de
Kleyaa, Marjayoun, Saida, Roma o Tyro; el mundo no existiría sin las calles de
Chengdú, Pekín, Koulikoro o Bamako. El mundo no existiría sin las calles de…;
porque en todos esos lugares uno siempre piensa: estoy donde debo estar.
La
baronesa Blixen nos lleva a África, y aunque no se quita jamás su traje de
noble colonialista blanca, rodeada de sirvientes kikuyus o somalíes, sí es
cierto que fue capaz de ver y de vivir con ojos observadores; a diferencia de
los otros ojos únicamente explotadores que recorrieron los ríos, montes, sabana
o selva africanas durante el siglo XIX y gran parte del XX:
Hasta
entonces los nativos eran dueños de la tierra sin que nadie se la disputara y jamás
habían oído hablar de los blancos y de sus leyes. Dentro de la inseguridad
general de su existencia, la tierra seguía siendo algo constante. Algunos de
ellos fueron llevados por los tratantes de esclavos y vendidos en el mercado,
pero otros permanecieron siempre. Los que fueron conducidos al exilio y a la
esclavitud, por todo el mundo oriental, soñaban con las tierras altas porque
eran suyas.
La
baronesa me pareció siempre una mujer valiente y me alegró mucho de que su
pasado y mi presente se encontraran en una fría ciudad castellana, muy Lejos
de África, en la que viví durante dos años. En un lugar donde uno todavía
podía escuchar griego antiguo, en boca de un loro o de un marinero que medio
borracho había aprendido de niño unos bellísimos hexámetros sobre la guerra en
Ilión. Y me alegró mucho que en África encontrara el amor de Denys Finch-Hatton,
que le trajo su música, su pasión por los cielos y los cuentos, la caza; que
encontrara el amor de un hombre que se acercó a ella con la única condición que
debe acercarse una persona otra:
Denys
era feliz en la granja; venía sólo cuando quería venir, y ella percibía en él
una cualidad que el resto del mundo no conocía: humildad. Siempre
hizo lo que quiso, nunca hubo engaño en su boca.
-
Con los ojos lo suficientemente abiertos como para darse cuenta de que ningún
animal doméstico es capaz de una quietud igual a la de un animal salvaje. La
gente civilizada ha perdido la capacidad de estarse quieta.
-
Con la certeza de que los sueños viven y ocurren sin ninguna interferencia por
parte del soñador, y que además están completamente fuera de su control. Soñar
de otra manera no es soñar.
Y
aunque, después de un cierto tiempo, la baronesa,
aprendió a comportarse como los nativos y dejó de hablar de los tiempos
difíciles o a quejarse como una persona desdichada, nunca se quitó su
traje de mujer noble y blanca. Posiblemente porque en el siglo pasado y antepasado,
esos trajes iban tatuados en la piel y en el corazón. Eran otros tiempos,
quiero creer.
Y
es que la verdadera gloria del sueño reside en su atmósfera de ilimitada
libertad. No la libertad del dictador que impone al mundo su voluntad, sino la
libertad del artista, que no emplea su voluntad porque se ha librado de ella.
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