Hubo un día en que soñé que yo era uno de aquellos que portaban las antorchas que quemaron la Gran Biblioteca de Alejandría. y cuando desperté no me arrepentía de ello. Al contrario, pensé que sería recompensado.
Aquel día de noviembre del año 48 antes de Cristo, según el calendario cristiano, fueron quemados veinte tratados de Herón de Alejandría en el que se desarrollaban sofisticadas cajas de engranajes y una máquina de vapor que transmitía una fuerza enorme proveniente de la presión de los líquidos convertidos en aire. Heratos el sabio que la Historia olvidó, temía, y así lo defendió siempre, que la construcción de esos aparatos para cada una de las personas del mundo haría el aire irrespirable y toda esa presión en la atmósfera podría hacer reventar el planeta que el hombre habita.
También, perteneciente a Herón de Alejandría, fue pasto de las llamas su obra Autómatas en la que describía máquinas que podían sustituir a las actividades humanas y que nuestra Conjura intuía suplantadoras no sólo del cuerpo; sino, en un lejano futuro, también del espíritu del Hombre.
El fuego devoró los tratados de Herófilo, quien explicaba que ciertamente la inteligencia vivía en el cerebro y no en el corazón. Destruyó los rollos en donde Apolonio de Pérgamo demostró las formas de las secciones cónicas; y acabó, para siempre, con la mayor parte de las obras de Sófocles, Esquilo y Eurípides que dieron forma con la palabra y el verso al alma del hombre.
Eratóstenes, que calculó el diámetro de la tierra y sostuvo que se podía llegar a la India navegando rumbo a Occidente también pagó su tributo. Muchas de las obras de Arquímides, Euclides, Hiparco y Galeno tampoco se salvaron del fuego, aunque luego hayan pasado a la Historia por descubrimientos menores.
Otros autores que fueron enormes en sus creaciones, hallazgos y estudios, y que hubieran podido hacer palidecer al mismísimo Homero, desaparecieron para siempre. Nada importa ya saber sus nombres y yo no los mencionaré aquí. Desde siempre la Historia ha escrito y ha borrado nombres a su antojo en función de aparentes victorias o derrotas. Lo que sí quiero expresar en este legado es que sin aquella Conjura que nació en Alejandría por boca de Heratos de Tracia, y que quemó sin remordimiento alguno la Gran Biblioteca, el mundo hubiera marchado con la velocidad destructiva que va ahora, posiblemente, veinte siglos antes.
Ya saben porqué soñé que yo era uno de los que quemaba la biblioteca de Alejandría y no me asaltó, cuando desperté, ningún rastro de arrepentimiento.
De los casi setecientos mil manuscritos que contenía la Biblioteca, se perdieron doscientos mil y más de cien mil resultaron muy dañados, según el catálogo realizado durante los días siguientes a la victoria de César por el Bibliotecario Real, que, siendo inocente, sin piedad, fue destituido, hecho prisionero y condenado a esclavitud. Posiblemente, no merecía otra cosa.
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