A Lorenzo Silva lo conocí en el
Cuartel General, en un laberinto de pasillos, salas y oficinas donde a veces se
echa de menos el hilo de Ariadna para, en el caso de dar con el minotauro,
poder luego encontrar con menos dificultad el camino de vuelta.
Cuando la mañana tocaba a su fin,
en la que no paró de hablar de Diwaniya y de la batalla de Nayaf, cuando la
base española Al-Andalus fue atacada por el ejército de Al-Madhi, me preguntó
si podía acompañarlo a la puerta. Como yo sé que los escritores guardan la
mejor sabia en los detalles pensé que ese pequeño camino, dilatado en el tiempo
con más pericia que un taxista de El Cairo, sería suficiente para hablar con un
escritor a quien yo había seguido desde sus inicios, porque me habitué a
regalar, en el intercambio familiar de presentes navideños las aventuras de los
dos guardias civiles Bevilacqua y Chamorro, al guardia civil de mi familia, que
por aquel entonces andaba destinado en la Comandancia de Bilbao.
Me habló de Literatura, de su
pasado como abogado, de la Playa de Ákaba,
nombre motivado por su relación con Lawrence de Arabia, del daño que andaba
haciendo la piratería a los creadores, de las bibliotecas y de libros, sobre
todo, de libros; y reconocí al oírlo que, como decía Stendhal, la
verdad está en los detalles.
Como el taxista de El Cairo
cometió el error de pasearlo dos veces por el mismo despacho del Mando de Apoyo
Logístico, y cayendo en la cuenta de que todo escritor es un buen lector, un buen
observador y, lo más importante, un buen escuchador, decidí enfilar
rápido el camino de salida; pues no quería abusar de la confianza que me
brindaba el escritor el primer día que nos veíamos. Al despedirnos, me pidió mi
dirección y me emplazó para vernos otro día más pausadamente.
Unos días más tarde y unos
cuantos correos electrónicos intercambiados, recibí en casa un libro que me
hizo recordar los corimecs de viejas misiones, las largas horas por caminos y
carreteras sin asfaltar, las interminables conversaciones sobre su vida o la
mía con un intérprete que cada día era mi voz y algunas veces mi alma, o las
llamadas a casa a través de satélite donde se oía la voz del retorno más que tu
propia voz. Al abrir el buzón encontré un sobre y dentro un libro: Donde
los escorpiones. Ya tenía yo ganas de ir a Afganistán, me dije, y éste
es el mejor de los momentos, viajaré hasta allí cruzando las montañas del Hindu
Kush, por pistas mortales que discurren pegadas a barrancos y por encima de los 4.000 metros de altitud,
hasta llegar al Panshir. Con Lorenzo Silva iba a viajar a uno de esos
sitios donde uno recupera la figura del sofista Trasímaco, y en particular una famosa
frase que le atribuye Platón: “Lo justo no es otra cosa que lo útil para el
fuerte”.
Así que desde la página inicial,
y siguiendo la costumbre de que la primera piedra de toda novela de Bevilacqua
y Chamorro la ponga el Lapidario de
Alfonso X, en ésta la ceminez, que quiere decir en caldeo llorador
porque el que la trae consigo á sabor de llorar e de estar triste, me
voy a viajar a Herat a la Base de Apoyo Avanzado, que antes era un arenal
inhóspito donde sólo vivían los escorpiones.
Para el que quiera saber cómo es
una misión del ejército español, éste es el libro; qué hacen los militares
españoles; dónde viven, trabajan y duermen, qué es un punto de situación, sus
relaciones con contingentes de otros países, esa difícil comunicación con los
familiares que quedan en casa con problemas igual o más grandes que los de los
militares, qué hacen en su tiempo libre, por qué dedican tanto tiempo a entrenar
en una base bien cerrada en la que las salidas necesitan de excepcionales
medidas de seguridad y con un exceso de calorías en la alimentación:
¿La maldición de la base? –dijo
Chamorro– ¿Cuál es?
–Según dicen– explicó el capitán–,
de aquí sólo se sale de dos maneras. O hecho un toro, o hecho una vaca. Hay que
elegir.
–¿Y cuánto puede correr uno con
este calor sin caerse muerto al suelo? –pregunté.
Está claro, como sabe Bevilacqua,
que la verdad está en los detalles; y así lo demuestra Lorenzo Silva, que ha
visitado la lavandería de la base de Herat, los comedores, los corimecs que
quedan vacíos y sólo se utilizan en los relevos cuando dos contingentes
coinciden en el mismo lugar y en el mismo tiempo, ha andado de noche paseando junto a
los soldados y observando que la luna, cuando es afgantsy tiene otro color y se
ve de diferente manera.
También cuando se acompaña a los
guardias civiles Bevilacqua y Chamorro en su investigación por la muerte del
sargento Pascual en Afganistán, se agradecen, y mucho, las pinceladas de la
historia de Afganistán que navegan por las páginas junto a la realidad social
de la mujer en aquella tierra que vira hacia la oscuridad con los vaivenes políticos,
con detalles, otra vez los detalles, que desconocíamos: El programa del gobierno
comunista prosoviético incluía por primera vez el derecho a la educación,
efectivo y universal, y no sólo en las grandes ciudades, para las mujeres
afganas, a las que se les dijo que “eran dueñas de sus cuerpos, podían casarse
con quien quisieran y no tenían que vivir encerradas en las casas como si
fueran mascotas”. La reacción a esa política fue que en un pueblo cercano a
Herat los paisanos, inflamados por la decisión del jefe comunista local de
enviar a la fuerza a las niñas a la escuela se alzaron en armas, mataron a los
comunistas y de paso a las propias niñas, y marcharon en armas sobre la ciudad.
Otro tanto hicieron los habitantes de muchas localidades de los alrededores de
Herat, formando una masa enfurecida que avanzó por las avenidas flanqueadas de
pinos que conducen al centro, pasó junto a la ciudadela de Alejandro Magno y
arrasó con todo.
Mientras nos llenamos de detalles
los guardias civiles Bevilacqua y Chamorro, van a lo suyo: tienen un corimec
vacío que sólo se utiliza para encuentros esporádicos, un cuchillo amapolero,
que lo venden los comerciantes de la zona que tienen permiso para entrar a
hacer sus negocios en la base y montan un mercadillo para que los militares no
tengan que salir; también tienen soldados del contingente español, italiano y
norteamericano, contratistas y buscavidas occidentales y luego personal afgano que trabaja en la base que si no lo alistaron los comunistas o los
rusos, lo enrolaron los talibanes, y si no, los de la Alianza del Norte, o
todos, uno detrás de otro.
Ha habido un crimen y los agentes,
con un recorrido personal, espiritual y material, buscan al culpable, sabiendo
que todos
somos culpables, porque todos existimos, y actuamos sin saber, y siempre nos
acabamos llevando por delante a algo o a alguien. Mi duda es otra, hasta dónde
pasó lo que pasó y porqué. Para saber eso hay que viajar a Herat, allí,
Donde los escorpiones. Incluso los
que ya han estado allí y compraron un lohar
deben hacerlo.
Las fotos de Afganistán son de Ángel Manrique, amigo y compañero de trabajo; y con quien, a nuestros años, todavía tengo que recorrer algún que otro camino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario