Hay lugares rozados por la persecución infinita, por la lluvia infinita, por las ideologías infinitas, por la riqueza infinita deseada y deseante, por la pobreza infinita destructiva y depravante. Hay lugares donde de un día para otro puedes perderlo todo, incluso la vida. Hay lugares que se llenan de destrucción o de guerra y no hay ninguna ventanilla a la que acudir para expresar tus necesidades; o, lo que es peor, la ventanilla que ahora está abierta ya no te reconoce; y no sólo no te ayudará, sino que deberás huir de ella. Hay lugares donde lo que quieres saber es dónde estás, dónde vas y quién puede sacarte de ese laberinto agresivo del que no entiendes cómo has llegado hasta allí.
Quien ha vivido en esos lugares, que no son ni fueron tan lejanos, sabe lo difícil que es salir de esa ruina a la que te ha llevado un caos del que, posiblemente, no tienes ninguna culpa.
Permitidme que les cuente una historia que viví en Mali, África. Ya saben que Mali es una de mis debilidades. Ay, dolor. Un día; después de conocer a unos niños que entrenaban al fútbol cada tarde, con pocos recursos, la mayoría de ellos sin zapatos, sin equipaciones, en un campo de tierra sin porterías; decidimos visitar al entrenador y entregarles balones, redes de portería, camisetas de entrenamiento que habíamos comprado entre todos.
El entrenador, para mí un entrenador desde mis tiempos de futbolista siempre será el Míster, nos pidió que lleváramos las cosas a su casa. Y eso hicimos. Llegamos, nos invitó a pasar y vi que aquella casa estaba llena de vida. Un mango en el centro del jardín lo dominaba todo, tres mujeres cocinaban a cielo abierto cerca del muro interior, y un murmullo de vida me recordó a la casa de mi abuela, cuya cancela no tenía llave porque siempre había alguien dentro y no tenías más que tocar la campana.
Quiso que estuviéramos con ellos un rato y empezamos a hablar. Nos contó que aquella casa la habitaban treinta y cinco personas, que vivía con sus dos hermanos y las familias de estos; y que era una pena que nos fuéramos de Koulikoro porque su hermano trabajaba con nosotros en la lavandería y ahora se quedaría sin trabajo y sin ingresos. Y aquí vino mi pregunta, que tiene que ver con este relato: «¿Y ahora qué va hacer él y su familia cuando nos vayamos?». Y me contestó: «Bueno, ahora lo de siempre, somos una gran familia, no sólo los que vivimos en esta casa, sino todos los demás que viven aquí o lejos. Esa es la única seguridad que tenemos y no hay otra».
Pensé que nosotros siempre confiamos en el Estado, y que era imposible que pudiera ocurrir algo así en España, que cómo iba a ser posible que la única seguridad fuera la de la familia, que la primera y más rápida ayuda venga de ella, de los amigos, de los vecinos, de la solidaridad de la gente de bien, de los que no pueden permanecer impasibles ante el dolor, de los que atraviesan el puente de la solidaridad. Yo, que creía en la omnipotencia del Estado, aprendí o recordé, bajo un mango, que la familia y quienes te rodean es la mejor Seguridad Social del mundo. Y me dije que ellos, bajo ese mango, todos alrededor de esa enorme olla, tenían un tesoro.
Y recordé que mi familia lo comprobó en sus carnes no hace mucho tiempo: mi abuelo y mi bisabuelo anduvieron en el bando perdedor de la Guerra Civil. Cuando acabó la guerra lo habían perdido todo y tuvieron que andar de ventanilla en ventanilla para intentar poder volver a sus dignos trabajos. Mi otro bisabuelo, el capitán Pascual Pareja, anduvo en el bando ganador. Los primeros, de los únicos que recibieron una verdadera ayuda fue de su familia, aunque hubieran combatido en frentes distintos comían y vivían de ellos. Después del infierno, regresaron a casa del capitán Pascual Pareja y volvieron a salir todos adelante. Si la situación hubiera sido la contraria, hubieran hecho lo mismo. En casa vivíamos cinco familias numerosas, no teníamos un mango pero teníamos una antesala llena de aspidistras, que mi abuela llamaba pilistras, y un pozo; y un montón de gente que soñaba barullo cuando se iba a dormir. Mi abuela Magdalena nunca cobró ninguna pensión y toda su vida vivió y comió con su familia. Lo mismo ocurrió con mi tío abuelo Antonio.
Me despedí de aquella casa de Koulikoroba soñando familia, vecinos y amigos, ciudad, tierra, río Guadalquivir que es como el Níger pero con su nombre árabe; y rogué con que a nosotros nunca nos llegue la guerra o la naturaleza herida o las inundaciones del Níger o las lluvias torrenciales que con un poco de mala suerte invade las casas de Djenne, Bungu o Tombuctú; porque... o se pone en marcha un puente de la solidaridad o el Estado llegará tarde.
Y me recojo preguntándome cómo hemos llegado a esta situación. Y me contesto yo mismo diciendo: la libertad del amor a lo Cernuda o a mi manera; la única libertad que me exalta, la única libertad porque muero. En fin, ojalá yo esté equivocado y el Estado llegue siempre antes; pero me temo que quien sabe de esto, de guerra y de catástrofes, no lo están. Y saben qué les quedará entre las manos cuando lleguen los malos, malos, malos tiempos: la familia, los amigos, la tribu, la sociedad, al fin y al cabo; y si destruimos todo eso, sin duda, la seguridad social social llegará tarde pidiéndote no sé qué anexo III.
Por ahora, voy a bailar que estamos en época de lluvia en Mali, y en otras tierras que amo, y nunca se sabe; no sea que el futuro venga con rencor, En fin, ya me entienden...
de Norberto, fe en la solidaridad, fe en el recuerdo del mango y el patio.
ResponderEliminarPues sí, se deja de luchar cuando falta la esperanza; por eso, es necesaria la fe en la sociedad, la fe en los amigos, la fe en los vecinos, la fe en la familia; incluso cuando las inundaciones se lo han llevado todo.
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