Hazle Morse era una mujer alta, de cabello claro, del tipo que incita a algunos hombres, cuando usan la palabra “rubia”, a chascar la lengua y menear la cabeza pícaramente. Se enorgullecía de sus pies pequeños, y su vanidad la hacía sufrir.
Conocí a Dorothy Parker en un cine y luego, como me dejó boquiabierto, la busqué hasta hallarla en una biblioteca a la luz de las lámparas estudiosas.
Ni que decir tiene que ni se dignó a echarme un vistazo. Mi timidez, mi manera de ser, y alguna que otra falla en mis encantos, que al final son muchas, me hicieron pensar, desde un principio, que una mujer como ésa, aparte de estar sentenciada a la desdicha, pues el ansia de vivir, inmerecidamente, nunca suele dejarse acompañar por la felicidad a largo plazo, necesitaba consumir su existencia con total plenitud.
Así lo hizo. Y yo no podía hacer nada.
Lo dejó muy claro cuando escribió: mi vida es como una galería de arte con pasillos estrechos por los que los espectadores pueden caminar.
Me decidí, por tanto, a ser espectador de su vida y, sobre todo, de sus poemas y de sus cuentos.
La primera vez que vi a Dorothy Parker, ya lo he contado antes, fue en un cine; y la primera noticia que tuve de ella fue a través de una gran pantalla:
¡Ha llegado la policía! ¡Que todo el mundo mantenga la calma! Nueva York, en los fabulosos años veinte, el lugar más apasionante para vivir.
Y la mujer más deseable con la que estar era la atractiva, la irrefrenable Dorothy Parker.
Y la mujer más deseable con la que estar era la atractiva, la irrefrenable Dorothy Parker.
¿Quién escucha esto y se queda de brazos cruzados? ¡Nadie! Por eso, yo, como un admirador anónimo, anduve buscándola por alguna que otra librería y biblioteca, sabiendo a ciencia cierta que ella era mujer de bares, de noches largas, de suspiros, y de revistas como Vogue y Vanity Fair, en las que publicó la mayoría de sus poemas y cuentos.
In youth, it was a way I had,
To do my best to please.
And change, with every passing lad
to suit his theories.
But now I know the things Iknow
And do the things I do,
And if you do not like me so,
To hell my love with you.
(En mi juventud, era el único camino que tenía,
Hacía todo lo posible
Por agradar a mis amores
Y cambiaba con cada uno de ellos
Para ajustarme a sus gustos.
Pero ahora que yo sé las cosas que sé,
Y que hago las cosas que hago,
Si no te gusta como soy,
Vete al infierno mi amor)
(Que seguro que estarás mejor)
Este último verso es mío. No he podido evitarlo. Permítanme esa indiscreción.
Sabía que su matrimonio con el señor Parker no iba a durar mucho, desde luego mucho menos que el tiempo que iba a llevar su apellido; costumbre, déjenme puntualizar, que pienso que debe acabarse, pues no creo que alguien tenga que abandonar su nombre por el simple hecho de casarse.
La señora Parker, de soltera Rothschild, se casó con el señor Parker, exclusivamente para cambiarse su apellido, y lo consiguió. Yo le pregunté por su matrimonio. Me contestó en un relato:
Durante algún tiempo le había gustado estar a solas con ella. El aislamiento voluntario le parecía una dulce novedad, pero con una rapidez inesperada empezó a aburrirle. Fue como si una noche el hecho de estar juntos en la sala de estar caldeada con vapor fuese cuanto él podía desear, pero en la noche siguiente estuviera harto de todo aquello.
Ella estaba totalmente perpleja por lo que le sucedía a su matrimonio. Primero fueron amantes, y entonces – como si al parecer no hubiera transición – eran enemigos. Ella no podía comprenderlo.
La última vez que vi a Dorothy Parker fue en una exposición que celebraba el centenario de Vanity Fair. No era una mujer dada a los recuerdos, y no me reconoció.
Le pregunté por la mesa redonda del Hotel Algonquin, y me dijo que seguían celebrándolas; y que, además, nunca faltaba el whisky; pero que no me hiciera ilusiones por entrar en ella porque solo se franqueaba la entrada a aquellos que demostraban un ingenio fuera de lo común o una especial habilidad para el sarcasmo fulminante, y desde luego, esas no eran mis virtudes.
Decidió no hablar de sus malos momentos, que fueron muchos. Decidió no hablar de sus tentaciones al suicido, que fueron algunas, ni de sus abismos. No necesito que me cuentes nada, le dije, porque sé que el ansia de vivir, inmerecidamente, nunca suele dejarse a largo plazo acompañar por la felicidad. Esbozó una sonrisa y soltó un sarcasmo: Sí. Hay cuatro cosas sin las cuales habría vivido mejor: algunos amores, las habladurías, las pecas y las dudas.
He visto con alegría que una editorial Nórdica ha decidido rescatarla para que siga siendo joven. Ella me dijo: Prométeme que nunca envejeceré. Y yo se lo prometí sabiendo que, siempre, siempre, la meta es el olvido.
Volví a ver su fotografía en una de las paredes de la exposición de Vanity Fair
y una sensación de calma de Shabat me inunda
y la paz habita en lo profundo de mi pensativo corazón.
Y doy gracias a cualesquier dioses que nos puedan observar
por vivir aquí mismo en medio de la ciudad.
Maravillosa narrativa, una simbiosis de fantasía y realidad que la hacen atrapante y hace que la leas alocadamente hasta el final. Muy buena poesía, muy buenas fotos y muy buen diseño de la publicación. Muchos saludos.
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Mirta; palabras que hacen más libre a Dorothy Parker.
EliminarDormir en un algodón y el canto de las sirenas
y el león en invierno y los pájaros (volando en círculo)
que no existen
y las flores del ártico...
Leopoldo María Panero
voy a coincidr con mirta. hasta llegaste a desorientarme. Una unión maravillosa de la realidad con la fantasía que nos lleva a vivir la vida de Doroty Rothschild, con la emoción y la intriga de conocer su destino. Excelente.
ResponderEliminarGracias, Alberto.
EliminarEl destino de Dorothy Parker sigue fluyendo pues la poesía sigue siempre viva en quien la lee; por eso seguimos manteniendo emoción e intriga por conocer su destino.
Y las ostras no esperaban a nadie en el fondo del mar (las llaves). La palabra está devaluada.
Leopoldo María Panero
menos mal que nos queda el ARTE+, para tratar de redimirnos un poco.