Los viajes siguen siendo tan bellos como antes
Y un navío seguirá siendo hermoso sólo por ser navío.
Viajar sigue siendo viajar y la distancia está donde siempre estuvo.
¡En parte alguna, a Dios gracias!
Fernando Pessoa
Conocí a Bartleby de la mano de un modesto inspector de aduanas en el puerto de Nueva York.
Ni que decir tiene que la palabra conocer es una exageración tratándose de Bartleby; pero como quien me hablaba de él ya me había llevado por los mares de Sur en un ballenero, me relató su vida con las tribus caníbales de la isla de Nuku Iva y sirvió conmigo en la fragata United States, creí a pie juntillas cuanto me contaba del discreto copista displicente que decidió desertar de la vida por una nueva vía: la vía del No suave, de la negación acogedora: Preferiría no hacerlo.
Nos cogió desprevenidos a todos: Un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estaba abierta, pues era verano. Reveo esa figura: pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada. Era Bartleby. Su aplicación, su falta de vicios, su laboriosidad incesante (salvo cuando se perdía en un sueño detrás del biombo), su gran calma, su ecuánime conducta en todo momento, hacían de él una valiosa adquisición.
Yo había conocido a un tipo parecido de la mano de una amiga, que me envió un libro a Mostar, donde con más o menos fortuna, yo andaba.
– Te mando este libro -, me escribió, -puede que te guste.
Lo abrí. Leí el título: El Ayudante de Robert Walser, Editorial Siruela. Pastas duras. Color granate y morado. Creo que me gustará, me dije.
Walser; ese hombre –en palabras de mi admirado Vila-Matas- que “en Zurich, de vez en cuando, se iba a la Cámara de escritura para desocupados, (el nombre no puede ser más walseriano pero es auténtico), y allí, sentado en un viejo taburete, al atardecer y a la pálida luz de un quinqué de petróleo, se servía de su agraciada caligrafía para trabajar de Bartleby”. Un tipo que quiso salirse del mundo y lo consiguió.
Esta clase de personas siempre da sensación de orfandad, de miseria, de soledad. En eso se amparan para conseguir su pírrica victoria. Pero no se fíen de ellos.
Cuando Bartleby me abrió la puerta del despacho en que pasaba sus días, sus tardes y sus noches trabajando de escribiente para un abogado que había sido nombrado para el cargo de agregado a la Suprema Corte, pareció no reconocerme; simplemente abrió la puerta, me dio la espalda y volvió a entrar:
- ¡Bartleby! –le grité.
- Lo conozco –dijo sin darse vuelta -, y no tengo nada que decirle.
- Yo no soy el que lo trajo aquí, Bartleby – dije profundamente dolido por su sospecha-. Para usted, este lugar no debe de ser tan vil. Nada reprochable lo ha traído aquí. Vea, no es un lugar tan triste, como podría suponerse. Mire ahí está el cielo y aquí el césped.
- Sé dónde estoy - replicó, pero no quiso decir nada más, y entonces lo dejé.
Salí de allí con un sentimiento de culpa, me comía levemente una sensación de melancolía y de tristeza. Preferiría no hacerlo. Arrastrado hacia el abatimiento por este hombre que había decidido salirse por sí solo, ninguna culpa podía tener yo, de la sociedad y nadie ignora que sin sociedad no hay vida. ¿O sí?
No se le conocía familia. Nunca dijo de dónde venía. Nunca salía de la oficina. ¡Su pobreza es grande, pero su soledad, qué terrible!
Ah, la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el mundo es alegre; pero el dolor se esconde en la soledad, por eso juzgamos que el dolor no existe.
Lo ven. Lo ven. Estoy empezando a sentirme demasiado culpable. Es más fácil el enfrentamiento, llegar a los gritos y a las manos, incluso. Pero, cuando te contestan con un suave preferiría no hacerlo, ¿qué hacer?
Es cierto que la violencia define, y para el ser humano es la salida más simple en cuestión de resultados; pero cuando te contestan dócilmente con un preferiría no hacerlo…
Decidí irme y dejarlo sólo. El modesto inspector de aduanas que me lo presentó tenía razón: Se equivocan quienes afirman que esto se debe al natural egoísmo del corazón humano. Hice como si no sintiera lástima. Le eché una última mirada. Agarré el libro de mi admirado Vila – Matas, Bartleby y Compañía, y decidí ir al puerto, ya que hacía buen día, a leer historias sobre los escritores del No que como Bartleby, preferirían no hacerlo, y decidieron soltar el lápiz y el papel y dejar que las palabras que les venían a la mente, como mucho, sólo fueran soñadas.
Tiempo después supe que Bartleby había muerto por inanición porque decidió dejar de comer, ya que prefería no hacerlo; también supe que Robert Walser murió de frío sobre la nieve un invierno huyendo de la reclusión en la que vivía; a Vila-Matas lo vi por última vez durante una conferencia en la que hablaba sobre su biblioteca…
Baterbly y su constante agresividad pasiva, me entretiene, me divierte volvería a leerlo; pero Preferiría no hacerlo. Mil gracias por compartirlo saludos
ResponderEliminarCompartir no es entregar: nada pierdo, nada me cuesta. Gracias por leer, que ahí sí, uno se deja su tiempo y, a veces, su esfuerzo. No hay lecturas sencillas.
ResponderEliminarBartleby, Walser, Rimbaud, Salinger... esos hombres del No, del abandono; yo pienso que eran existencialistas a su manera. Querían bajarse del mundo; lo que ocurre normalmente es que el mundo no quiere pararse para ayudarte a bajar y la caída suele ser muy dolorosa. Ese tipo de existencialismo no es recomendable.
Escribe Gamoneda:
Tengo frío bajo un arco que separa la existencia y la luz,
que separa cuanto he olvidado
y la última luz.