De todos los lugares mágicos que he conocido, el más mágico de ellos era la azotea de la casa de mi abuela.
Esa casa fue construida por mi bisabuelo, Pascual Pareja, práctico mayor de la barra del río por la Gracia de Dios; y allí continuaron viviendo, después de su muerte, varios de sus hijos con sus familias. Hasta tres generaciones.
Las genealogías escogen como origen a esa persona fácilmente identificable del árbol familiar cuya influencia permanece ofreciendo cualquier tipo de amparo o malquerencia, que de las dos destila, por los poros familiares; supurando su honor o su indecencia hacia los descendientes con su mueca vital, hasta que unas generaciones después ese ilustre personaje se diluye en el cruce sanguíneo que se desata del apellido con ayuda del tiempo y de la herrumbre.

De todos los lugares mágicos de mi vida, el más mágico era la azotea de la casa de la calle del Teatro. Se accedía a ella por medio de una escalera de madera, que el tiempo se encargó de carcomer. La escalera la vi pintada de verde, de amarillo y de gris y daba acceso directamente a un cuarto muy oscuro lleno de mágicas y fatales herramientas que en buenas manos eran capaces de moldear la madera o el hierro con formas fantásticas.

Prosiguiendo hacia adelante, pasabas a un angosto pasillo, sin techumbre, custodiado por una guardia de geranios rojos, que convertía la azotea en un laberinto de un único corredor, que te obligaba a girar a izquierdas. Y al girar, te encontrabas con el más increíble tesoro que un niño puede soñar: una inmensa pajarera, llena de las más prodigiosas aves voladoras, desde verdones a canarios, pasando por coloridos jilgueros y jamases, que terminaban mezclándose en un maravilloso mestizaje amparado solamente por unas leyes evolutivas ajenas a cualquier otra naturaleza que no fuera las que imperaban en aquella única y mágica azotea.
Los días más maravillosos de mi vida llegaban cuando por motivos de espacio había que soltar al aire a aquellos pájaros que, unos dedos libertarios, habían elegido para que dejaran su sitio a los nuevos mestizos que con distintos colores y con otra vida empezaban a volar en la pajarera.

Y todo era por una cuestión de sitio, de espacio. Unos quedaban libres para que otros vivieran. Años después, leyendo a Canetti, descubrí que nos pasamos la vida haciendo sitio:
En las mejores épocas de mi vida pienso siempre que estoy haciendo sitio, haciendo más sitio en mí; ahí quito nieve con la pala, allí levanto un trozo de cielo que se había hundido en ella; hay lagos que sobran, dejo salir el agua - los peces los salvo -; bosques que han crecido ahí, suelto en ellos manadas de monos nuevos; todo está en pleno movimiento, lo único que falta siempre es sitio; jamás pregunto para qué; jamás siento para qué; lo único que tengo que hacer es volver a hacer sitio una y otra vez, más sitio; y mientras pueda hacer esto merezco vivir.
En aquella azotea aprendí que la libertad te la entregaba la necesidad de hacer sitio, y me queda la duda de que la muerte no sea más que eso, una necesidad de hacer sitio. Y ese día nos soltarán al aire, por fin, libres.

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