sábado, 19 de octubre de 2013

SALINGER, EL GUARDIÁN ENTRE EL CENTENO


Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, como fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero, porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada.
 
 
 
  Me encontré con Holden Caulfield en una estación de tren. Era invierno, nevaba y las Navidades estaban muy cerca. Acababan de expulsarlo de un colegio llamado Pencey, de esos de pago en el que tienen equipo de esgrima, de rugby, de waterpolo, y en cuyos anuncios aparecen niños de blancas sonrisas y jersey granate. Uno de esos colegios que andan pavoneándose del éxito de sus ex-alumnos sin contar que la verdadera razón de ese éxito son los padres, que bien situados, apuran la injusticia establecida para dejar colocados lo mejor posible a los hijos. Y lo peor es que lo consiguen. No me extrañó nada que ese tal Holden Caulfield no encajara en ese colegio. Uno de los motivos principales por los que me fui de Elkton Hills, me  dijo, fue porque aquel colegio estaba lleno de hipócritas. Eso es todo. Los había a patadas. El director, el señor Hass, era el tío más falso que he conocido en toda mi vida, diez veces peor que Thurmer. Los domingos, por ejemplo, se dedicaba a saludar a todos los padres que venían a visitar a los chicos. Se derretía con todos menos con los que tenían una pinta rara.

Para andar dos pasos más allá de la adolescencia, Holden era un cínico y, además, todo aquello que criticaba lo llevaba colgado de su abrigo. Se veía  a la legua que él pertenecía a la élite social, ésa a la que despreciaba pero de la que nunca saldría. Ya había conocido antes a tipos como él, con una juventud y una adolescencia rebelde de luchadores de pacotilla que a los cincuenta años andan dirigiendo bancos y empresas y obligando a sus hijos, después de que ellos vieran la luz, a pensar seriamente en el futuro; el mismo contra el que ellos decían rebelarse en la adolescencia:
 
- ¿No te preocupa en absoluto el futuro, muchacho?
- Claro que me preocupa. Naturalmente que me preocupa –medité unos momentos-. Pero no mucho supongo. Creo que mucho, no.
- Te preocupará -dijo Spencer-. Ya lo verás, muchacho. Te preocupará cuando sea demasiado tarde.
No me gustó oírle decir eso. Sonaba como si ya me hubiera muerto. De lo más deprimente.
 
No, no creía nada de lo que ese tal Holden me decía. Tenía pinta de mentiroso compulsivo. No creí ni su nombre, ni su edad, con ese mechón blanco en la parte izquierda de su cabeza.
 
Soy el mentiroso más fantástico que puedan imaginarse. Es terrible. Si voy camino del quiosco a comprar una revista y alguien me pregunta que adónde voy, soy capaz de decirle que voy a la ópera. Es una cosa seria.
En Pencey vivía en el ala Ossenburger de la residencia nueva. Era para los chicos de los dos últimos cursos. Yo era del penúltimo y mi compañero de cuarto del último. Se llamaba así por un tal Ossenburger que había sido alumno de Pencey  . Cuando salió del colegio ganó un montón de dinero con el negocio de pompas fúnebres. Abrió por todo el país miles de funerarias donde le entierran a uno a cualquier pariente por cinco dólares. ¡Bueno es el tal Ossenburger! Probablemente los mete en un saco y los tira al río. Pero donó a Pencey un montón de pasta y le pusieron su nombre a ese ala de la residencia.
 
Ese tal Holden volvía a casa a pasar las Navidades, y sus padres aún no sabían nada de su expulsión del colegio. Se decía tímido, pero durante el viaje no dejó descansar su lengua y contaba con pelos y señales cuanto se le pasaba por la imaginación. Hablaba de su hermano D. B. como un hombre de talento, pero que había abandonado la búsqueda de la literatura de verdad para prostituirse, escribiendo guiones de mierda (son palabras suyas), en Hollywood. Me dijo que en Hollywood todo el mundo se prostituye. Yo le contesté que uno nunca acierta cuando generaliza; y el me dijo: "en el caso de Hollywood, sí". Y dio por zanjada la cuestión de su hermano, el escritor.

 En la estación de Trenton subió una señora que se sentó a nuestro lado y que le vio en la maleta la etiqueta del colegio Pencey y empezó a hablar con él.
 
- ¿Eres alumno de Pencey? 
-Sí, -le dije-. Y era verdad. en una de las maletas llevaba una de las etiquetas del colegio. una gilipollez, lo reconozco.
- ¡Qué casualidad! Entonces tienes que conocer a mi hijo. Se llama Ernest Morrow.
- Sí, claro que lo conozco. Está en mi clase.
Su hijo era sin duda el hijoputa mayor que había pasado por el colegio. cuando volvía de los lavabos a su habitación iba siempre pegando a todos en el trasero con una toalla mojada. Eso da la medida de lo hijoputa que era.
- ¡Cuánto me alegro! Le diré a Ernest que te conozco. ¿cómo te llamas?
- Radolph Shmidt, le dije, no tenía ninguna gana de contarle la historia de mi vida. Radolph Schmidt era el nombre del portero de la residencia.
 
No pueden ni imaginarse la conversación. Le contó que había tenido que abandonar Pencey porque estaba enfermo y lo iban a operar de un tumor cerebral y que no podía ir a visitarlos, a Morrow y a ella, a Gloucester durante el verano porque se iba con su abuela a un viaje a Sudamérica. Ni por todo el oro del mundo hubiera ido a visitar a ese hijoputa de Morrow. Por muy desesperado que estuviera. Típico de Holden. Para terminar contando mentiras sobre Ernest Morrow para que su madre, que como todas las madres les encanta que les hablen de las excelencias de su hijo, anduviera presta a tratarle de la timidez excesiva que invadía a su vástago. Puras trolas. 
 
Cuando estábamos a punto de llegar a nuestro destino, me dijo: "Mira al tipo que tenemos detrás".
Lo miré de reojo intentando disimular mi actitud. Era un tipo larguirucho, canoso, aparentaba más de setenta años  y viajaba solo. Andaba leyendo una pequeña novela titulada The Catcher in the Ryer.
- ¿Sabes en qué está pensando?-, continuó Holden,
- No -, le dije.
- En matarme -, dijo él con seriedad.
- ¿Sabes quién es? -.
- Sí -, me contestó, - se llama Jerome David Salinger y anda liado con mil pleitos acerca de secuelas y segundas partes de El Guardián entre el Centeno. Ahora anda sopesando escribir la continuación de esa novelita llena de rebeldía y matarme-.
- Es una solución - , le dije yo, -Cervantes, escribió la segunda parte del Quijote, para matar al ingenioso hidalgo, porque en la primera lo dejó vivo y un tal Avellaneda se le adelantó escribiendo sobre Alonso Quijano, y eso lo sacó de quicio. Todo eso le debemos a los plagiadores y continuadores de sagas-.
- Pura prostitución -, dijo Holden, - pura prostitución que le va a obligar a escribir una segunda parte de El Guardián entre el Centeno para matarme. Te lo digo, está pensando seriamente en matarme-.
 
Lo tomé como una trola más, pero me dejó dudando el aspecto huraño de ese tal Jerome David Salinger y el libro que andaba leyendo: The Catcher in the Ryer.
 
Eso es todo lo que voy a contarles. Podría decirles lo que pasó cuando volví a casa y cuando me puse enfermo y a qué colegio voy a ir el próximo otoño cuando salga de aquí pero no tengo ganas. De verdad, en este momento no me importa nada de eso.
Mucha gente, especialmente el siquiatra que tienen aquí, me preguntan si voy a aplicarme cuando vuelva a estudiar en septiembre. es una pregunta estúpida. ¿Cómo sabe uno lo que va a hacer hasta que llegue el momento? Es imposible. Yo creo que sí, pero, ¿cómo puedo saberlo con seguridad? Vamos, que es una estupidez.   
 

 

 

 

sábado, 12 de octubre de 2013

IMRE KERTÉSZ, SIN DESTINO




Las décadas me han enseñado
que el único camino practicable
hacia la liberación pasa por la memoria.




  
 “¿Vienes de Alemania, hijo?”. “Sí”. “¿De un campo de concentración?” “Naturalmente”. “¿De cuál?”. “Buchenwald”. Sí, me dijo; él había oído hablar de Buchenwald y sabía que era una de las estaciones del “infierno nazi”, así lo dijo. “¿De dónde te deportaron?” “De Budapest.” ¿Cuánto tiempo has estado allí?” “Un año entero”. “Debes de haber visto muchos horrores, hijo”, observó, y yo no le dije nada. “Lo importante, – prosiguió – es que ya todo ha terminado”. Con el rostro iluminado, me enseñó las casas entre las cuales estábamos avanzando y me preguntó qué sentía al estar de nuevo en casa, al ver la ciudad que había tenido que abandonar. Le dije: “Odio”.

En un campo tienes pocos amigos. Ninguno. Estás solo. Lo descubrí cuando por mi conocimiento del español y del alemán me convocaron con la ayuda de las porras y algún que otro latigazo, a una especie de entrevista en la que estaban en juego varios puestos administrativos del lagger que te aseguraban estar en el grupo de los posibles salvados y te apartaban del grupo de los seguros hundidos. Trabajar bajo techo y con menor gasto de energía es la diferencia entre la vida y la muerte en un campo de concentración.

Éramos nueve y elegirían sólo a tres.

En el tren había hecho buena amistad con dos chicos; el primero era de Turín, de nombre Primo Leví y que era químico y el segundo era un joven húngaro con pinta de ser muy espabilado y que me dijo que se llamaba Imre Kertész.

Pero en el campo tienes pocos amigos. Ninguno. Estás solo. Son enemigos los nazis; son enemigos esos otros presos, sacados de entre los comunes, a quienes les dan un poco de poder sobre el resto, y aumentan el dolor ajeno para no perder el privilegio propio; son enemigos los compañeros del campo, porque esperan que te encuentres mal o dejes de comer, para hacerse con tu ración y que tu cuerpo, en favor del suyo, que ahora también es tu enemigo, aumenten las probabilidades de supervivencia de los demás; es enemiga tu mente, que si se abandona incitará a los guardias a usar el látigo contra tu cuerpo, a quien tu alma también ha empezado a detestar. Y cuando tu alma es tu enemiga, ya sea en un campo de concentración o en el paraíso, estás perdido. Jeder arbeiten, nist ká mide, nist ká krenk. (Todos trabajan. No hay que cansarse, no hay que enfermarse)

Nos llevaron a una especie de sala amueblada con varias mesas y sillas detrás de los laboratorios. 

Primo hablaba alemán y era químico, yo lo daba por salvado. Tenía pinta de muy inteligente. Aunque la gente inteligente, si no van acompañada de maldad, a la larga, suele terminar en el crematorio. Pero, unos meses más, unos días más, unos segundos más de… vida, siempre son de agradecer, aunque sean vividos en un campo de concentración.

El otro, a quien yo daba por salvado, era un checo, que mantenía siempre la cabeza agachada y nunca miraba a los ojos de nadie, tenía pinta de superviviente y, como ni un hilillo de rebeldía se le transparentaba por el cuerpo, a poco que supiera hacer algún tipo de trabajo burocrático, él también estaba salvado. No me equivoqué con ellos y el jefe de los servicios, un  nazi orondo con pinta de bonachón pero que te mandaba con la misma naturalidad con que pelaba una manzana a la muerte, los eligió.

Quedaba un tercero. Recé para ser yo el favorecido. Recé para que a mi amigo Imre lo mandaran a los trabajos forzados. El invierno estaba por llegar y uno no podía andarse con sensibilidades. Agaché la cabeza. Nunca miré a los ojos de los guardias ni de aquel que, como un dios, salvaba o hundía lo poco que de persona quedaba en nosotros.

Respondí a sus preguntas sin tener en cuenta a mi alma, ni a mis creencias, ni a mi pensamiento. Teniendo en cuenta sólo a mi cuerpo, a mi carne. De todas formas llegué a la conclusión que así es como nos comportamos siempre en la vida, lo que ocurre es que el juego de las apariencias encubre muy bien este tipo de comportamiento para apaciguar el alma. Pero, ahora que lo pienso, no me comporté de distinta manera cuando era libre, feliz y no me faltaba de nada.
Tuve suerte, yo fui el elegido. Y a Imre, y a los otros cinco hundidos, les tocaron los trabajos forzados. Di gracias a Dios.

Para apaciguar mi alma, me pregunté, cuando salí de allí, qué sería de Imre:

Existen situaciones en que parece imposible que se puedan agravar o empeorar. Yo mismo, al cabo de tanto esfuerzo, de tanto afán, de tanto empeño, acabé encontrando la paz, la tranquilidad y el alivio. Ciertas cosas, por ejemplo, que antes me habían parecido sumamente importantes, perdieron por completo su significado para mí. No me molestaban ni el frío ni la humedad, ni el viento ni la lluvia: simplemente no me llegaban, ni siquiera los sentía. Desapareció hasta el hambre, me seguía llevando a la boca todo lo que encontraba, todo lo que fuera comestible, pero sin prestar atención y de manera mecánica. En el trabajo no cuidaba ya ni las apariencias. Si tenían algún inconveniente lo más que podían hacer era pegarme, y con eso tampoco me hacían mayor daño, sólo me hacían ganar tiempo, puesto que con el primer golpe me acostaba en el suelo y ya no sentía los otros porque perdía la conciencia. 

 Afortunadamente Primo Leví e Imre Kertész salieron del campo, y fueron capaces de contar cuanto vivieron o murieron, cuanto sintieron, cuanto dejaron, y… Los demás nos quedamos allí. A la larga ellos también.

Tuve que reconocerlo: nunca habría podido explicar ciertas cosas de una manera exacta si me hubiera valido solamente de la esperanza, la norma, la razón, esto es la lógica de las cosas y de la vida, por lo menos según mi experiencia vital.

 

  
 












Las fotos fueron hechas en un viaje a Alemania. Es bonito comprobar en muchos lugares como, siguiendo a Imre Kertész,  nos damos cuenta de que el único camino practicable hacia la liberación pasa por la memoria.





Yo pienso que hay cuatro autores, ya lo conté en otra entrada, que deberían ser de obligatoria lectura en la escuela, en el Instituto, en la Universidad, cada uno en su momento.

1.- Para la escuela, desde luego, el Diario de Ana Frank. (Me tumbo en uno de los divanes y duermo para acortar el tiempo, el silencio, y también el miedo)

2.- En el Instituto, la trilogía de Primo Leví; aunque con leer la primera obra Si esto es un hombre creo que es suficiente. (Fueron la incomodidades, los golpes, el frío, la sed lo que nos mantuvo a flote sobre una desesperación sin fondo, durante el viaje y después. No el deseo de vivir ni una resignación consciente; porque son pocos los hombres capaces de ello. Y nosotros no éramos más que una muestra de la humanidad más común)

3.- Dejo para la Universidad, el Archipiélago Gulag de Alexander Soljenitsin, por su crudeza y su escritura a modo de informe, que dejó al descubierto el más vasto y perfeccionado sistema de terror que haya podido montar jamás un régimen político. El volumen siempre había estado en casa de mis padres, pero no le había hecho mucho caso. Hasta que un día por casualidad leí la contraportada y no pude menos que sentir una tristeza infinita y dolor para rebelarme contra la cobardía de los que tienen algún grado de poder y lo usan para socavar de modo infame la dignidad de las personas. ¿Cómo puede calificarse lo que cuenta Soljenitsin de la vida y el sufrimiento que padecían, él incluido, los desterrados al Archipiélago Gulag?:

Aquellas mujeres desnudas eran examinadas como si se tratara de una mercancía. La revisión antipiojos y el rasurado de axilas y pubis permite a los peluqueros (miembros prominentes de la aristocracia del campo) echar un vistazo a las nuevas mujeres. Las únicas que no tienen problemas, que encuentran todos los caminos abiertos, son aquellas que por su naturaleza misma no son demasiado exigente en lo que a sexo opuesto se refiere, y están dispuestas a ir con el primero que llegue. Más, para muchas de ellas, dar ese paso es algo más horrible que la muerte. Otras vacilan, se avergüenzan, pierden tiempo sopesando los pro y los contra, y cuando se deciden es demasiado tarde, han dejado de cotizarse en la bolsa del campo, porque en poco tiempo en el campo, sin cuidado alguno, una persona se convierte en una piltrafa humana, y ya no vale nada.
¿Qué más puede decirse del horror y de la cobardía? Un poder ilimitado en manos de gente limitada siempre conduce a la crueldad. ¡A mismo poder, mismos vicios! Sufrimiento y dolor. Para hacer cámaras de gas, nos faltó el gas. Siempre lo mismo, para los mismos, los inocentes.

4.- Y para el final, si queremos una novela sobre los campos de concentración, hay que acudir a Imre Kertész y su obra Sin Destino, algunos de cuyos pasajes he copiado en la entrada: Que trataran de comprender que no se podía quitarme todo eso, no podía ser que yo no fuera ni el ganador ni el perdedor, no podía ser que no tuviera razón en nada, que me hubiera equivocado en todo, no podía ser que nada tuviese razones ni consecuencias, simplemente que trataran de comprender, ya casi les estaba rogando, que no podía tragarme la píldora amarga de que yo hubiese sido sólo, simple y puramente un inocente.


Gracias Anna, Primo Leví, Soljenitsin, Imre.

sábado, 5 de octubre de 2013

ÁLVARO MUTIS, EL ÚLTIMO GAVIERO



Mutis y yo embarcamos en La Milagrosa en el puerto de Riohacha, allá en La Guajira, contratados por un tal Maqroll. A los dos nos enganchó Flor Estevez en la puerta de La Nieve del Almirante. Una tabla de madera, sobre la entrada, tenía el nombre del lugar en letras rojas, ya desteñidas: La Nieve del Almirante. Al tendero se le conocía como el Gaviero y se ignoraba por completo su origen y su pasado. La barba hirsuta y entrecana le cubría buena parte del rostro. Caminaba apoyado en una muleta improvisada con tallos de recio bambú. En la pierna derecha le supuraba continuamente una llaga fétida e irisada, de la que nunca hacía caso.

“¿Y éste va a ser el capitán de una goleta que va a dedicarse al trapicheo y a limpiar de escoria y pequeñas saetías piratas el delta del Ranchería? Vámonos de aquí”, le dije al Mutis al oído cuando Flor Estévez nos lo presentó. “¡Para!, me dijo agarrándome por el brazo; conozco a este tipo, que no te eche para atrás su aire salvaje, concentrado y ausente, ya anduve en tratos con él en un oscuro negocio de ferrocarriles en La cuchilla del Tambo, uno de los lugares más altos e inhóspitos de la cordillera. Cada mañana la podía divisar desde el balcón de mi cuarto, envuelta casi todo el año por un impenetrable manto de niebla. Me la había señalado doña Empera, que me relató sobre el paraje inconcebibles historias llenas de una violencia demente que le dejaban el malestar de un sombrío pronóstico indefinible.

Los tipos que conocía el Mutis eran curiosos; iban desde un príncipe de Orleáns con vocación de náufrago hasta este Maqroll que ahora teníamos enfrente proponiéndonos un difícil ministerio en una goleta sin bandera que alguien bautizó como La Milagrosa, seguramente no por casualidad.

Yo terminé enrolado de piloto y el Mutis de segundo de a bordo; su cierto conocimiento de las costas caribeñas de La Ranchería y algún que otro poco escrúpulo lo llevaron a él al puente; y, a mí, sus recomendaciones, al timón.

No fueron pocas almas las que aliviamos de la pesada servidumbre de vivir durante cuatro embarques, que no había pocas chalupas y saetías que vivían traficando o vagando sin más esperanza que la del error ajeno y la del encuentro equivocado a poder ser entre sombras y malas mareas.  Maqroll, el Gaviero se pensaba un hombre de honor, y sin mucho remordimiento se aliviaba su conciencia pensando que aquellos a quienes combatía no eran sino chusma falsaria y embustera, poco menos que trozos de carne, la mayoría sin bautizar, lejos de ser honrados y de merecer otra arrumbada que no fuese el tajo en el gaznate o la sajadura en la barriga. Bien sabe Dios que el honor sólo es tolerable entre los hombres que cumplen las mínimas leyes del decoro y esa esfera de palabra y de verdad vivía muy alejada de la baja estofa, ancha de embustes y muertes, contra la que peleábamos sin denuedo.

No era mal marino el Gaviero y me lo demostró cuando andábamos detrás de una falúa en la que ondeaba un trapo verde con un remiendo rojo y que el Mutis bautizó como el del Turco, porque simulaba el remiendo una media luna. Ese día hizo otear el horizonte y cuando se le advirtió de la soledad en la que se encontraban ambos navíos viró, separándose de la nave del Turco.

Apenas soplaba el viento, principal testigo que revela la verdadera condición de un marino. La maniobra se antojaba lenta y todos los hombres andaban braceando de proa a popa. La Milagrosa orzó a la banda y saltó bolinas para acercar su proa al viento, el velacho flameó un poco, indeciso y volvió a beber algo de aire. Con la virada puso foque a barlovento y avisó enfilando proa que ya podían preparar sus gaznates los del Turco porque al capitán no le gustaban nada esas baladronadas y estaba deseando echarle el guante a esa canalla que envida sin mirar en manos de quién está el juego. Él sólo cortó los ocho pescuezos.

En el quinto embarque decidió el Gaviero que ya era hora de dejar la persecución de los filibusteros: que no son más que unos muertos de hambre, ¿no lo ves Mutis?, ¿no lo ves Lima? Si sólo estamos persiguiendo al hambre. ¡Vuelvo a la cordillera!, pero esta vez con un fusil. Que es lo que hace falta. 

- ¡Bravo, Gaviero!, cuando te decides a pensar consigues poner cada cosa en su sitio. Lo malo es que al poco tiempo otra vez anda todo patas arriba. Pero eso no importa si se sabe cómo enderezarlo. Con la lluvia nos iremos de aquí. Tú ya te encargarás de encerrarte en alguna mina en medio de la cordillera o en el cañón del primer río que se te atraviese y allí te dedicarás a mirarte al ombligo y dividirte en tres como un bonzo.

- Vete al diablo, - le contestó el Gaviero al Mutis. Cuando se te ocurra instalar una boutique en Terranova iré a rescatarte. Tampoco eres nunca tú para inventar trabajos de orate. Y agarró el primer camión que encontró en la carretera y le pidió que lo subiera a La Nieve del Almirante donde lo esperaba Flor Estevez. El Mutis le dijo adiós con la mano, sabiendo que no iba a tardar mucho en volver a buscar al gaviero.

La semana pasada recibí la noticia de que andaban otra vez juntos, por la cordillera, con un fusil al hombro y rodeados de niebla y de nubes.
Hasta siempre, Mutis. Tenía guardada para este momento la oración de los caminantes en peligro de muerte.

La escribió Maqroll el Gaviero. Si no crees en ella, por lo menos te servirá para distraer el miedo:

“Alta vocación de mis patronos y antecesores, de mis guías y protectores de cada hora, hazte presente en este momento de peligro, extiende tus aceros, mantén con firmeza la ley de tus propósitos, revoca el desorden de las aves y criaturas augurales y limpia el vestíbulo de los inocentes en donde el vómito de los rechazados se cuaja como una señal de infortunio, en donde las ropas de los suplicantes son mácula que desvía nuestra brújula, hace inciertos nuestros cálculos y engañosos nuestros pronósticos.

Invoco tu presencia en esta hora y deploro de todo corazón la cadena de mis prevaricaciones: mi pacto con los leopardos cebados en las pesebreras, mi debilidad y tolerancia con las serpientes que cambian de piel al solo grito de los cazadores extraviados, mi solidaria comunión con cuerpos que han pasado de mano en mano como vara que ayuda a salvar los vados y en cuya piel se cristaliza la saliva de los humildes, mi habilidad para urdir la mentira de poderes y destrezas que apartan a mis hermanos de la recta aplicación de sus intenciones, mi inadvertencia en proclamar tus poderes en las oficinas de la aduana y en las salas de guardia, en los pabellones del dolor y en las barcas en donde florece la fiesta, en las torres que vigilan la frontera y en los pasillos de los poderosos.

Borra de un solo trazo tanta desdicha y tanta infamia, presérvame con la certeza de mi obediencia a tus amargas leyes, a tu injuriosa altanería, a tus distantes ocupaciones, a tus argumentos desolados. Me entrego por entero al dominio de tu inobjetable misericordia y con toda humildad me prosterno para recordarte que soy un caminante en peligro de muerte, que mi sombra nada vale, que el que perece lejos de los suyos es como basura triturada en los rincones del mercado, que soy tu siervo y nada puedo y que en estas palabras se encierra el metal sin liga ni impurezas de aquel que ha pagado el tributo que se te debe ahora y siempre por la pálida eternidad. Amén”.


Mis dudas sobre la eficacia de tan bárbara letanía eran más que fundadas.







viernes, 27 de septiembre de 2013

LA GENERACIÓN DEL 27, DONDE HABITE EL OLVIDO

Era del año la estación florida
En que el mentido robador de Europa
(media luna las armas de su frente
y el Sol todos los rayos de su pelo)
haciendo honor del cielo,
en campos de zafiro pace estrellas.

He estado tres semanas supurando a Góngora. Acaba de celebrarse en Sevilla el tercer centenario de su muerte y; aunque yo no había sido invitado, Federico, después de habérselo pedido infinidad de veces, incluso de rodillas, consiguió que viajase con ellos como fotógrafo y que pudiera asistir a las celebraciones de esa generación que Luis Cernuda, el sevillano, ha llamado Generación del 25.
Hubiera ido de cocinero, marmitón, amanuense, secretario o limpiabotas; o como… poeta, pero ese es un don, como me dijo una vez en una venta manchega don Miguel, que ni a ti, ni a mí, Norberto, quiso darnos el cielo.

Quedé con Federico en la Residencia de Estudiantes dos horas antes de que saliera el tren de la estación de Atocha. Todos los gastos los pagaba don Ignacio Sánchez Mejías, el torero, y tampoco era cuestión de desaprovechar una convidá a hotel, tren, reunión literaria de gañote y fiesta flamenca en su finca de Pino Montano; que para eso tienen los poetas fama de gorrones y aprovechados cuando se tercia.


Viajamos todos en tren y como escribió Guillén: Ni antes ni después de ahora volveré a contemplar todo un departamento de un vagón, lleno de estos animales llamados poetas.

Somos los hombres intranquilos en sociedad. Ganamos, gozamos, volamos ¡Qué malestar! El mañana asoma entre nubes de un cielo turbio con alas de arcángeles átomos como un anuncio. Estamos siempre a la merced de una cruzada. Por nuestras venas corre sed de cataratas. Así que vivimos sin saber si el aire es nuestro. Quizá muramos en la calle, quizá en el lecho. Somos entre tanto felices seven o´clock. Todo es bar y delicia oscura. ¡Televisión!

Durante el viaje no faltaron versos regalados a los campos, lecturas de las Soledades en los paseos que dábamos del tintorro al chinchón, ni tampoco algún que otro encuentro de los que se resuelven con lengua pronta y afilada, ya que son los poetas muy dados a desenvainar con ligereza. Debe de ser problema del pecado de la vanidad, que suele encontrarse muy servido entre los bardos, sobre todo, los de Occidente.
Don Dámaso, con esa pinta de profesor eterno, preparaba con seriedad su conferencia, no ajeno a la turba poética desparramada: No era de ritmo, no era de armonía ni de color. El corazón la sabe, pero decir cómo era no podría porque no es forma, ni en la forma cabe.

En Sevilla nos alojamos en el Hotel Pacífico, que a don Ignacio Sánchez Mejías le sobraba plata hasta en la taleguilla y ya pueden imaginar el desaguisado de hotel que dejamos aquellos dos días de diciembre. Puertas que se abrían y cerraban de madrugada con alegría, desenfreno en el roce y esa riada de Manzanilla, que en número de cien botellas de La Gitana, mandó traer don Ignacio Sánchez Mejías desde la mismísima Otra Banda de La Argónida, para distraer talentos y virtudes en una juerga en Pino Montano que se hizo tan mítica  como la celebración del tricentenario de Góngora.

Reconozco que con el paso de los años he ido cambiando mis afinidades literarias con cada poeta de esa generación. Puedo defenderme con esa frase tan recurrida de Federico: “podría hablar de poética, si no cambiara de opinión cada cinco minutos”. 

También, reconozco que siendo joven, abandonando un poco a los otros, me atraqué de Lorca y Alberti, de esa que llaman con poco fundamento poesía popular que las más de las veces es la más culta; sobre todo cuando es el caso de los citados que han bebido tanto del cancionero tradicional, no sólo español, sino francés e italiano. Sin embargo, ahora me quedo con el Lorca del Poeta en Nueva York, que tan lejos llegó con la metáfora en su proclama de denuncia: Aquel viejo, cubierto de setas, iba al sitio donde lloraban los negros mientras crujía la cuchara del rey y llegaban los tanques de agua podrida. Las rosas huían por los filos de las últimas curvas del aire, y en los montones de azafrán los niños machacaban pequeñas ardillas con un rubor de frenesí manchado. Es preciso cruzar los puentes y llegar al rubor negro para que el perfume de pulmón nos golpee las sienes con su vestido de caliente piña; y también me quedo ahora con el Alberti de Sobre los Ángeles: Yo te arrojé de mi cuerpo, yo, con un carbón ardiendo. Quedó mi cuerpo vacío, negro saco a la ventana. Se fue doblando las calles. Mi cuerpo anduvo sin nadie; aunque no desdeño para nada el Romancero Gitano ni el Marinero en Tierra

Con Luis Cernuda he llegado a tener una relación muy especial, porque parece un poeta sencillo, Canté, subí, fui luz un día arrastrado en la llama. Como un golpe de viento que deshace la sombra, caí en lo negro, en el mundo insaciable, y porque me llevó a un lugar donde no me llevó nadie: allí donde habite el olvido, y aunque yo le decía que él, como poeta, sería inmortal, me auguró, sin temor a equivocarse que con el paso del tiempo, no importa cuánto, citando a Bécquer en donde esté una piedra solitaria sin inscripción alguna donde habite el olvido, allí estará mi tumba. Está enterrado en México.

Salinas era un ángel y Guillén lo llamaba el poeta del alma, nadie ha andado como él por el filo del amor sin caer en las oquedades de la exagerada pasión o el frío sentimiento. Ese tipo anda justo por las fronteras del corazón. Nada más difícil. La voz a ti debida, Largo Lamento, Razón de Amor: Y cuando me preguntes quién es el que te llama, el que te quiere suya, enterraré los nombres, los rótulos, la historia. Iré rompiendo todo lo que encima me echaron desde antes de nacer. Y vuelto ya al anónimo eterno del desnudo, de la piedra del mundo, te diré: “Yo te quiero, soy yo”.
 
En la juerga de Pino Montano, con la Manzanilla regada como nieve en invierno, eché de menos, y mucho, a esos poetas que ahora son injustamente llamados poetas menores. Cuando escucho esas palabras me indigno y me retoma la ira, aunque recuerdo a Altolaguirre, grande y poeta, y como él, pienso que yo quiero vivir para siempre en torre de tres ventanas, donde tres luces distintas den una luz a mi alma. Tres personas y una luz en esa torre tan alta. Aquí abajo entre los hombres, donde el bien y el mal batallan, el dos significa pleito, el dos indica amenaza. Quiero vivir para siempre en torre de tres ventanas.
A Emilio Prados y a Manuel Altolaguirre los traté mucho en Málaga, y sin su revista Litoral, no hubiera habido ni Generación Poética ni nada que se le pareciese. Bien lo sabe Vicente Aleixandre, ese gongorino que faltó a la cita de Sevilla y que llegó más lejos que ninguno en su trato con el lenguaje: No me ahorraré ni una sola palabra. Sabré vestirme rindiendo tributo a la materia fingida. A la carnosa bóveda de la espera. A todo lo que amenace mi libertad sin historia. Desnudo irrumpiré en los azules para parecer de nieve, o de cobre, o de río enturbiado sin lágrimas. Todo menos no nacer. Menos tener que sonreír ocultándome. Menos saber que las cejas existen como ramas de sueño bien alerta.

- ¡Don Rafael, póngase en el extremo! ¡Don José!, ¿puede levantar un poco la cabeza? ¡Don Dámaso!…

El fotógrafo, un tal Serrano, no paraba de colocar a los poetas para hacer esa foto, convertida ahora en mítica. Posiblemente, nada sabía de la noche flamenca que habían pasado, ni de la mañana torera que habían sufrido.   
Detrás de la cámara estaban sin posar, no sé por qué, Luis Cernuda, Fernando Villalón, Pedro Salinas, Sánchez Mejías, el escultor Bello,… Alguien decidió oscurecerlos y a mí me indignó ver a Luis Cernuda tras la cámara, o a Salinas, o… Desde entonces no creo en las Generaciones; eso saqué de mi viaje a Sevilla: descreer de las generaciones y abrazar la individualidad de cada poeta.

Cuando veo esa foto que siempre aparece en todas las antologías, anunciada como la carta de identidad de la llamada Generación del 27 me sulfuran no pocas flemas de aborrecimiento; sobre todo ahora que han pasado los años, y me dejo llevar mucho menos por esa mitomanía que todos llevamos dentro.

En mis manos tengo otra foto que yo hice en Sevilla. Me ocupa toda la pared de la habitación y están todos. Todos. Incluso aquellos que no viajaron. Incluso León Felipe. Moreno Villa. Basterra. Domenchina. Villalón. Hinojosa. Larrea. Gilarbert... Incluso Góngora. Todos ahora, Deformados por el veneno del reuma, como escribió Dámaso Alonso.

Al día siguiente de acabar la celebración del tricentenario de Góngora, quiso Federico pasarse por su casa de Granada a ver a su familia y yo, que no desaprovecho una oportunidad de dedicarme a la sanguínea virtud poética del gorroneo, siempre anduve cerca de él para que no tuviera recato alguno en invitarme. Y lo hizo.

Antes de irnos le pidió a Rafael Alberti que volviera a la pintura.

- Sí, Rafael, tú tienes mucha retentiva y todo eso, pero tú sigue pintando. He visto tu exposición. Me gustó mucho…
- Pero, Federico, yo no quiero dedicarme a la pintura, precisamente, sino a la poesía.
- Bueno, yo voy a hacerte el último encargo de pintor: me vas a pintar a mí a la orilla de un río, en la vega de Granada, bajo un olivo, con una Virgen encima del olivo, y con un letrero que diga: Aparición de Nuestra Señora del Amor Hermoso al poeta Federico García Lorca dormido en la Vega de Granada.
- Pero, si yo pongo todo eso va a ser un cuadro sólo de letras-, le contestó Alberti.

Yo no pude menos que reír. Ese cuadro existe; todavía está en casa de Federico, en la Huerta de San Vicente, en Granada. Ahí conocí a Gerardo Diego.



Llegamos a Granada. Pasamos unos días muy agradables en esa ciudad mora, cristiana y gitana y, sin gastar un real, volví a Madrid con unas fotos, unos recuerdos, amistades nuevas, algún beso robado, un paisaje y dos poemas escritos, que pasado el tiempo, sólo tienen el valor de cuándo, dónde y con quién los escribí. Nada peor para un poema que no poder vivir por sí mismo. 






domingo, 15 de septiembre de 2013

DOROTHY PARKER, UNA RUBIA IMPONENTE


Hazle Morse era una mujer alta, de cabello claro, del tipo que incita a algunos hombres, cuando usan la palabra “rubia”, a chascar la lengua y menear la cabeza pícaramente. Se enorgullecía de sus pies pequeños, y su vanidad la hacía sufrir.

Conocí a Dorothy Parker en un cine y luego, como me dejó boquiabierto, la busqué hasta hallarla en una biblioteca a la luz de las lámparas estudiosas.

Ni que decir tiene que ni se dignó a echarme un vistazo. Mi timidez, mi manera de ser,  y alguna que otra falla en mis encantos, que al final son muchas, me hicieron pensar, desde un principio, que una mujer como ésa, aparte de estar sentenciada a la desdicha, pues el ansia de vivir, inmerecidamente, nunca suele dejarse acompañar por la felicidad a largo plazo, necesitaba consumir su existencia con total plenitud.
Así lo hizo. Y yo no podía hacer nada.

Lo dejó muy claro cuando escribió: mi vida es como una galería de arte con pasillos estrechos por los que los espectadores pueden caminar.

Me decidí, por tanto, a ser espectador de su vida y, sobre todo, de sus poemas y de sus cuentos.    

La primera vez que vi a Dorothy Parker, ya lo he contado antes, fue en un cine; y la primera noticia que tuve de ella fue a través de una gran pantalla: 

¡Ha llegado la policía! ¡Que todo el mundo mantenga la calma! Nueva York, en los fabulosos años veinte, el lugar más apasionante para vivir.
Y la mujer más deseable con la que estar era la atractiva, la irrefrenable Dorothy Parker.

¿Quién escucha esto y se queda de brazos cruzados?  ¡Nadie! Por eso, yo, como un admirador anónimo, anduve buscándola por alguna que otra librería y biblioteca, sabiendo a ciencia cierta que ella era mujer de bares, de noches largas, de suspiros, y de revistas como Vogue y Vanity Fair, en las que publicó la mayoría de sus poemas y cuentos.

In youth, it was a way I had,
To do my best to please.
And change, with every passing lad
 to suit his theories.

But now I know the things Iknow
And do the things I do,
And if you do not like me so,
To hell my love with you.

(En mi juventud, era el único camino que tenía,
Hacía todo lo posible
Por agradar a mis amores
Y cambiaba con cada uno de ellos
Para ajustarme a sus gustos.

Pero ahora que yo sé las cosas que sé,
Y que hago las cosas que hago,
Si no te gusta como soy,
Vete al infierno mi amor)
(Que seguro que estarás mejor)
Este último verso es mío. No he podido evitarlo. Permítanme esa indiscreción.

Sabía que su matrimonio con el señor Parker no iba a durar mucho, desde luego mucho menos que el tiempo que iba a llevar su apellido; costumbre, déjenme puntualizar, que pienso que debe acabarse, pues no creo que alguien tenga que abandonar su nombre por el simple hecho de casarse.

La señora Parker, de soltera Rothschild, se casó con el señor Parker, exclusivamente para cambiarse su apellido, y lo consiguió. Yo le pregunté por su matrimonio. Me contestó en un relato:

Durante algún tiempo le había gustado estar a solas con ella. El aislamiento voluntario le parecía una dulce novedad, pero con una rapidez inesperada empezó a aburrirle. Fue como si una noche el hecho de estar juntos en la sala de estar caldeada con vapor fuese cuanto él podía desear, pero en la noche siguiente estuviera harto de todo aquello.
Ella estaba totalmente perpleja por lo que le sucedía a su matrimonio. Primero fueron amantes, y entonces – como si al parecer no hubiera transición – eran enemigos. Ella no podía comprenderlo.

La última vez que vi a Dorothy Parker fue en una exposición que celebraba el centenario de Vanity Fair. No era una mujer dada a los recuerdos, y no me reconoció.

Le pregunté por la mesa redonda del Hotel Algonquin, y me dijo que seguían celebrándolas; y que, además, nunca faltaba el whisky; pero que no me hiciera ilusiones por entrar en ella porque solo se franqueaba la entrada a aquellos que demostraban un ingenio fuera de lo común o una especial habilidad para el sarcasmo fulminante, y desde luego, esas no eran mis virtudes.

Decidió no hablar de sus malos momentos, que fueron muchos. Decidió no hablar de sus tentaciones al suicido, que fueron algunas, ni de sus abismos. No necesito que me cuentes nada, le dije, porque sé que el ansia de vivir, inmerecidamente, nunca suele dejarse a largo plazo acompañar por la felicidad. Esbozó una sonrisa y soltó un sarcasmo: Sí. Hay cuatro cosas sin las cuales habría vivido mejor: algunos amores, las habladurías, las  pecas y las dudas.

He visto con alegría que una editorial Nórdica ha decidido rescatarla para que siga siendo joven. Ella me dijo: Prométeme que nunca envejeceré. Y yo se lo prometí sabiendo que, siempre, siempre, la meta es el olvido.

Volví a ver su fotografía en una de las paredes de la exposición de Vanity Fair
y una sensación de calma de Shabat me inunda
y la paz habita en lo profundo de mi pensativo corazón.
Y doy gracias a cualesquier dioses que nos puedan observar
por vivir aquí mismo en medio de la ciudad.








jueves, 5 de septiembre de 2013

BARTLEBY Y COMPAÑÍA


Los viajes siguen siendo tan bellos como antes
Y un navío seguirá siendo hermoso sólo por ser navío.
Viajar sigue siendo viajar y la distancia está donde siempre estuvo.
¡En parte alguna, a Dios gracias!

Fernando Pessoa


Conocí a Bartleby de la mano de un modesto inspector de aduanas en el puerto de Nueva York.

Ni que decir tiene que la palabra conocer es una exageración tratándose de Bartleby; pero como quien me hablaba de él ya me había llevado por los mares de Sur en un ballenero, me relató su vida con las tribus caníbales de la isla de Nuku Iva y sirvió conmigo en la fragata United States, creí a pie juntillas cuanto me contaba del discreto copista displicente que decidió desertar de la vida por una nueva vía: la vía del No suave, de la negación acogedora: Preferiría no hacerlo.

Nos cogió desprevenidos a todos: Un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estaba abierta, pues era verano. Reveo esa figura: pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada. Era Bartleby. Su aplicación, su falta de vicios, su laboriosidad incesante (salvo cuando se perdía en un sueño detrás del biombo), su gran calma, su ecuánime conducta en todo momento, hacían de él una valiosa adquisición.

Yo había conocido a un tipo parecido de la mano de una amiga, que me envió un libro a Mostar, donde con más o menos fortuna, yo andaba.

– Te mando este libro -, me escribió, -puede que te guste.

Lo abrí. Leí el título: El Ayudante de Robert Walser, Editorial Siruela. Pastas duras. Color granate y morado. Creo que me gustará, me dije.

Walser; ese hombre –en palabras de mi admirado Vila-Matas- que “en Zurich, de vez en cuando, se iba a la Cámara de escritura para desocupados, (el nombre no puede ser más walseriano pero es auténtico), y allí, sentado en un viejo taburete, al atardecer y a la pálida luz de un quinqué de petróleo, se servía de su agraciada caligrafía para trabajar de Bartleby”. Un tipo que quiso salirse del mundo y lo consiguió.

Esta clase de personas siempre da sensación de orfandad, de miseria, de soledad. En eso se amparan para conseguir su pírrica victoria. Pero no se fíen de ellos.

 Cuando Bartleby me abrió la puerta del despacho en que pasaba sus días, sus tardes y sus noches trabajando de escribiente para un abogado que había sido nombrado para el cargo de agregado a la Suprema Corte, pareció no reconocerme; simplemente abrió la puerta, me dio la espalda y volvió a entrar:

- ¡Bartleby! –le grité.

- Lo conozco –dijo sin darse vuelta -, y no tengo nada que decirle.

- Yo no soy el que lo trajo aquí, Bartleby – dije profundamente dolido por su sospecha-. Para usted, este lugar no debe de ser tan vil. Nada reprochable lo ha traído aquí. Vea, no es un lugar tan triste, como podría suponerse. Mire ahí está el cielo y aquí el césped.

- Sé dónde estoy -  replicó, pero no quiso decir nada más, y entonces lo dejé.

Salí de allí con un sentimiento de culpa, me comía levemente una sensación de melancolía y de tristeza. Preferiría no hacerlo. Arrastrado hacia el abatimiento por este hombre que había decidido salirse por sí solo, ninguna culpa podía tener yo, de la sociedad y nadie ignora que sin sociedad no hay vida. ¿O sí?
No se le conocía familia. Nunca dijo de dónde venía. Nunca salía de la oficina. ¡Su pobreza es grande, pero su soledad, qué terrible!

Ah, la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el mundo es alegre; pero el dolor se esconde en la soledad, por eso juzgamos que el dolor no existe.

Lo ven. Lo ven. Estoy empezando a sentirme demasiado culpable. Es más fácil el enfrentamiento, llegar a los gritos y a las manos, incluso. Pero, cuando te contestan con un suave preferiría no hacerlo, ¿qué hacer?

Es cierto que la violencia define, y para el ser humano es la salida más simple en cuestión de resultados; pero cuando te contestan dócilmente con un preferiría no hacerlo…

Decidí irme y dejarlo sólo. El modesto inspector de aduanas que me lo presentó tenía razón: Se equivocan quienes afirman que esto se debe al natural egoísmo del corazón humano. Hice como si no sintiera lástima. Le eché una última mirada. Agarré el libro de mi admirado Vila – Matas, Bartleby y Compañía, y decidí ir al puerto, ya que hacía buen día, a leer historias sobre los escritores del No que como Bartleby, preferirían no hacerlo, y decidieron soltar el lápiz y el papel y dejar que las palabras que les venían a la mente, como mucho, sólo fueran soñadas.  

Tiempo después supe que Bartleby había muerto por inanición porque decidió dejar de comer, ya que prefería no hacerlo; también supe que Robert Walser murió de frío sobre la nieve un invierno huyendo de la reclusión en la que vivía; a Vila-Matas lo vi por última vez durante una conferencia en la que hablaba sobre su biblioteca…