Mutis y yo embarcamos en La Milagrosa en el puerto de Riohacha, allá en La Guajira, contratados por un tal Maqroll. A los dos nos enganchó Flor Estevez en la puerta de La Nieve del Almirante. Una tabla de madera, sobre la entrada, tenía el nombre del lugar en letras rojas, ya desteñidas: La Nieve del Almirante. Al tendero se le conocía como el Gaviero y se ignoraba por completo su origen y su pasado. La barba hirsuta y entrecana le cubría buena parte del rostro. Caminaba apoyado en una muleta improvisada con tallos de recio bambú. En la pierna derecha le supuraba continuamente una llaga fétida e irisada, de la que nunca hacía caso.
“¿Y éste va a ser el capitán de una goleta que va a dedicarse al trapicheo y a limpiar de escoria y pequeñas saetías piratas el delta del Ranchería? Vámonos de aquí”, le dije al Mutis al oído cuando Flor Estévez nos lo presentó. “¡Para!, me dijo agarrándome por el brazo; conozco a este tipo, que no te eche para atrás su aire salvaje, concentrado y ausente, ya anduve en tratos con él en un oscuro negocio de ferrocarriles en La cuchilla del Tambo, uno de los lugares más altos e inhóspitos de la cordillera. Cada mañana la podía divisar desde el balcón de mi cuarto, envuelta casi todo el año por un impenetrable manto de niebla. Me la había señalado doña Empera, que me relató sobre el paraje inconcebibles historias llenas de una violencia demente que le dejaban el malestar de un sombrío pronóstico indefinible.
Los tipos que conocía el Mutis eran curiosos; iban desde un príncipe de Orleáns con vocación de náufrago hasta este Maqroll que ahora teníamos enfrente proponiéndonos un difícil ministerio en una goleta sin bandera que alguien bautizó como La Milagrosa, seguramente no por casualidad.
Yo terminé enrolado de piloto y el Mutis de segundo de a bordo; su cierto conocimiento de las costas caribeñas de La Ranchería y algún que otro poco escrúpulo lo llevaron a él al puente; y, a mí, sus recomendaciones, al timón.
No fueron pocas almas las que aliviamos de la pesada servidumbre de vivir durante cuatro embarques, que no había pocas chalupas y saetías que vivían traficando o vagando sin más esperanza que la del error ajeno y la del encuentro equivocado a poder ser entre sombras y malas mareas. Maqroll, el Gaviero se pensaba un hombre de honor, y sin mucho remordimiento se aliviaba su conciencia pensando que aquellos a quienes combatía no eran sino chusma falsaria y embustera, poco menos que trozos de carne, la mayoría sin bautizar, lejos de ser honrados y de merecer otra arrumbada que no fuese el tajo en el gaznate o la sajadura en la barriga. Bien sabe Dios que el honor sólo es tolerable entre los hombres que cumplen las mínimas leyes del decoro y esa esfera de palabra y de verdad vivía muy alejada de la baja estofa, ancha de embustes y muertes, contra la que peleábamos sin denuedo.
No era mal marino el Gaviero y me lo demostró cuando andábamos detrás de una falúa en la que ondeaba un trapo verde con un remiendo rojo y que el Mutis bautizó como el del Turco, porque simulaba el remiendo una media luna. Ese día hizo otear el horizonte y cuando se le advirtió de la soledad en la que se encontraban ambos navíos viró, separándose de la nave del Turco.
Apenas soplaba el viento, principal testigo que revela la verdadera condición de un marino. La maniobra se antojaba lenta y todos los hombres andaban braceando de proa a popa. La Milagrosa orzó a la banda y saltó bolinas para acercar su proa al viento, el velacho flameó un poco, indeciso y volvió a beber algo de aire. Con la virada puso foque a barlovento y avisó enfilando proa que ya podían preparar sus gaznates los del Turco porque al capitán no le gustaban nada esas baladronadas y estaba deseando echarle el guante a esa canalla que envida sin mirar en manos de quién está el juego. Él sólo cortó los ocho pescuezos.
En el quinto embarque decidió el Gaviero que ya era hora de dejar la persecución de los filibusteros: que no son más que unos muertos de hambre, ¿no lo ves Mutis?, ¿no lo ves Lima? Si sólo estamos persiguiendo al hambre. ¡Vuelvo a la cordillera!, pero esta vez con un fusil. Que es lo que hace falta.
- ¡Bravo, Gaviero!, cuando te decides a pensar consigues poner cada cosa en su sitio. Lo malo es que al poco tiempo otra vez anda todo patas arriba. Pero eso no importa si se sabe cómo enderezarlo. Con la lluvia nos iremos de aquí. Tú ya te encargarás de encerrarte en alguna mina en medio de la cordillera o en el cañón del primer río que se te atraviese y allí te dedicarás a mirarte al ombligo y dividirte en tres como un bonzo.
- Vete al diablo, - le contestó el Gaviero al Mutis. Cuando se te ocurra instalar una boutique en Terranova iré a rescatarte. Tampoco eres nunca tú para inventar trabajos de orate. Y agarró el primer camión que encontró en la carretera y le pidió que lo subiera a La Nieve del Almirante donde lo esperaba Flor Estevez. El Mutis le dijo adiós con la mano, sabiendo que no iba a tardar mucho en volver a buscar al gaviero.
Hasta siempre, Mutis. Tenía guardada para este momento la oración de los caminantes en peligro de muerte.
La escribió Maqroll el Gaviero. Si no crees en ella, por lo menos te servirá para distraer el miedo:
“Alta vocación de mis patronos y antecesores, de mis guías y protectores de cada hora, hazte presente en este momento de peligro, extiende tus aceros, mantén con firmeza la ley de tus propósitos, revoca el desorden de las aves y criaturas augurales y limpia el vestíbulo de los inocentes en donde el vómito de los rechazados se cuaja como una señal de infortunio, en donde las ropas de los suplicantes son mácula que desvía nuestra brújula, hace inciertos nuestros cálculos y engañosos nuestros pronósticos.
Invoco tu presencia en esta hora y deploro de todo corazón la cadena de mis prevaricaciones: mi pacto con los leopardos cebados en las pesebreras, mi debilidad y tolerancia con las serpientes que cambian de piel al solo grito de los cazadores extraviados, mi solidaria comunión con cuerpos que han pasado de mano en mano como vara que ayuda a salvar los vados y en cuya piel se cristaliza la saliva de los humildes, mi habilidad para urdir la mentira de poderes y destrezas que apartan a mis hermanos de la recta aplicación de sus intenciones, mi inadvertencia en proclamar tus poderes en las oficinas de la aduana y en las salas de guardia, en los pabellones del dolor y en las barcas en donde florece la fiesta, en las torres que vigilan la frontera y en los pasillos de los poderosos.
Borra de un solo trazo tanta desdicha y tanta infamia, presérvame con la certeza de mi obediencia a tus amargas leyes, a tu injuriosa altanería, a tus distantes ocupaciones, a tus argumentos desolados. Me entrego por entero al dominio de tu inobjetable misericordia y con toda humildad me prosterno para recordarte que soy un caminante en peligro de muerte, que mi sombra nada vale, que el que perece lejos de los suyos es como basura triturada en los rincones del mercado, que soy tu siervo y nada puedo y que en estas palabras se encierra el metal sin liga ni impurezas de aquel que ha pagado el tributo que se te debe ahora y siempre por la pálida eternidad. Amén”.
Mis dudas sobre la eficacia de tan bárbara letanía eran más que fundadas.
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