
No había nada ni nadie en casa que no estuviera influenciado por esos gatos que, sin necesidad de viaje alguno, traían consigo toda la sabiduría de Egipto y de Roma. Dormir con las ventanas abiertas significaba dormir con gatos, que como efigies se colocaban sobre la cama y la almohada, velando tu sueño en la casa de La Jara; los gatos que, dice otro Lima, utilizaban la palabra que según los egipcios unía todas las cosas como una metáfora inmutable, que te hablaban al oído; esos gatos que dormían después de ti y se despertaban mucho antes para disfrutar de la noche y de los amaneceres.

A quienes aman de verdad los gatos, fantasmas elásticos de Baudelaire, es a los filósofos y a los poetas, esos gatos en los tejados que van remendando los desconchados. No voy a negar que he pasado algunas horas de la noche, de vuelta de una salida nocturna con algún beso y alguna copa de más, en el tejado de mi casa rodeado de gatos mirando todos a la luna y esperando que llovieran ratones. Nunca sucedió. A los ratones siempre los cazamos en la tierra y en el monte; pero aprendimos a amar la tranquilidad de la noche, a escuchar la voz del viento y a leer a María Zambrano, la mujer que amaba a los gatos; porque yo, a través de los gatos, llegué al Hombre y lo Divino atravesando los Claros del Bosque.
Han pasado muchos años, pero hoy en día en aquella casa de La Jara deben de vivir, al menos, veinte gatos con toda su sabiduría del Egipto.
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