jueves, 13 de diciembre de 2012

TRÍPOLI: EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS

Vi Apocalipsis Now hace treinta años. Cuando era un muy joven desnortado que no sabía si iba a ser profesor de historia, soldado, futbolista, arqueólogo, reportero de guerra o me decidiría por vagabundear buscando una Ítaca, que yo estaba seguro de que no existía y que era pura leyenda.
Ahora puedo decir que Ítaca existe; y que cualquier camino que hubiera escogido, me habría llevado hasta ella. Me lo demostró Kavafis:

Pide que tu camino sea largo
que numerosas sean las mañanas de verano
en que con placer felizmente
arribes a bahías nunca vistas.

La búsqueda de Kurtz por el río Mekong me llevó al Corazón de las Tinieblas, a la dureza del colonialismo y al río Congo,  donde Leopoldo de Bélgica cada atardecer debe regresar del séptimo anillo del infierno de Dante, para purgar sus culpas durante un par de eternidades.
Hay muchas maneras de contar las cosas, y todas modifican la realidad, porque la propia historia y los personajes intentan adueñarse de la trama y la moraleja. Ya lo dijo Kipling, (autor de novelas colonialistas, y portador también de algún que otro gran pecado): Un escritor puede concebir una fábula, pero no penetrar en su moraleja.
Joseph Conrad lo deja claro cuando explica cómo va a contar un relato, diciendo desde la primera palabra que le será imposible narrar las cosas como en realidad sucedieron. Así comienza La Posada de las dos Brujas: 
Este relato, episodio, experiencia—como ustedes quieran llamarlo— fue narrado en la década de los cincuenta del pasado siglo por un hombre que, según su propia confesión, tenía en esa época sesenta años. Sesenta años no es mala edad, a menos que la veamos en perspectiva, cuando, sin duda, la mayoría de nosotros la contempla con sentimientos encontrados. Es una edad tranquila; la partida puede darse casi por terminada; y, manteniéndonos al margen, empezamos a recordar con cierta viveza qué estupendo tipo era uno. He observado que, por un favor de la Providencia, muchas personas a los sesenta años empiezan a tener de sí mismas una idea bastante romántica. Hasta sus fracasos encuentran un encanto singular. Y, desde luego, las esperanzas del futuro son una buena compañía, formas exquisitas, fascinantes si quieren, pero —por así decirlo— desnudas, prontas para ser adornadas a nuestro antojo. Las vestiduras fascinantes son, por fortuna, propiedad del inmutable pasado, que sin ellas estaría acurrucado y tembloroso en las sombras.
Queda claro que la invención, los detalles, los matices, las circunstancias, las vestiduras fascinantes y el tiempo modifican la percepción y, sin querer, la esencia de las cosas. Como escribe Conrad, el tiempo hace que empecemos a recordar  con cierta viveza qué estupendo tipo era uno. Hasta nuestros fracasos tienen un encanto singular con el tiempo. Y, desde luego, las esperanzas del futuro son una buena compañía…
Parece que el tiempo es una buena medicina para ser indulgentes con nosotros mismos y también hace que los libros reaccionen y sean capaces de cambiar la perspectiva del autor. ¿Será que el realismo como forma literaria nunca existió? Es posible. Nada puede ajustarse a la realidad porque nos faltan sentidos para agarrar todos los matices, nos falta honestidad para contar exactamente lo que ocurrió y, encima, el relato puede revolverse contra su autor buscando su independencia.
La mente del hombre es capaz de todo, porque todo está en ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Qué había allí después de todo? Alegría, miedo, tristeza, devoción, valor, cólera… ¿Quién podía saberlo?... Pero había una verdad, una verdad desnuda de la capa del tiempo. Dejemos que los estúpidos tiemblen y se estremezcan… Los principios no bastan. Adquisiciones, vestidos, bonitos harapos… harapos que velarían a la primera sacudida. No, lo que se requiere es una creencia deliberada, escribe Joseph Conrad en El Corazón de las Tinieblas, una novela psicológica de principio a fin. Cierto que la mente del hombre lo puede todo, el problema es cuando basa ese todo en el dominio de la mente de los otros.

Kurtz en eso, con impiedad y horror, era un maestro:
 "Dígame, por favor", le pedí, "¿quién es ese señor Kurtz?"
"'El jefe de la estación interior", respondió con sequedad, mirando hacia otro lado.
"Muchas gracias", le dije riendo, "y usted es el fabricante de ladrillos de la Estación Central. Eso todo el mundo lo sabe".
Por un momento permaneció callado. "Es un prodigio", dijo al fin.
"Es un emisario de la piedad, la ciencia y el progreso, y sólo el diablo sabe de qué más.
"Nosotros necesitamos", comenzó de pronto a declamar, "para realizar la causa que Europa nos ha confiado, por así decirlo, inteligencias superiores, gran simpatía, unidad de propósitos".
"¿Quién ha dicho eso"', pregunté.
"Muchos de ellos", respondió. "Algunos hasta lo escriben; y de pronto llegó aquí él, un ser especial, como debe usted saber".
"¿Por qué debo saberlo?", lo interrumpí, realmente sorprendido.
Él no me prestó ninguna atención. "Sí, hoy día es el jefe de la mejor estación, el año próximo será asistente en la dirección, dos años más y... pero me atrevería a decir que usted sabe en qué va a convertirse dentro de un par de años".
El nombre de Kurtz flota por toda la novela, como un espíritu, un hombre que se ha hecho dueño de las almas y de los cuerpos de quienes lo rodean; pero ¿cómo? Nuestro protagonista todavía no lo conoce pero,... Me pregunté si la quietud del rostro de aquella inmensidad que nos contemplaba a ambos significaba un buen presagio o una amenaza. ¿Qué éramos nosotros, extraviados en aquel lugar? ¿Podíamos dominar aquella cosa muda, o sería ella la que nos manejaría a nosotros? Percibí cuán grande, cuán inmensamente grande era aquella cosa que no podía hablar, y que tal vez también fuera sorda. ¿Qué había allí? Sabía que parte del marfil llegaba de allí y había oído decir que el señor Kurtz estaba allí. Había oído ya bastante. ¡Dios es testigo! Pero sin embargo aquello no producía en mí ninguna imagen; igual que si me hubiesen dicho que un ángel o un demonio vivían allí. Creía en aquello de la misma manera en que cualquiera de vosotros podría creer que existen habitantes en el planeta Marte.

Kurtz, ¿quién era ese tal Kurtz?

Para mí era apenas un nombre.
Y en el nombre me era tan imposible ver a la persona como lo debe ser para vosotros. ¿Lo veis? ¿Veis la historia? ¿Veis algo
? Me parece que estoy tratando de contar un sueño... que estoy haciendo un vano esfuerzo, porque el relato de un sueño no puede transmitir la sensación que produce esa mezcla de absurdo, de sorpresa y aturdimiento en un rumor de revuelta y rechazo, esa noción de ser capturados por lo increíble que es la misma esencia de los sueños."




 Por fín, tras subir el río Congo, de la mano de de Joseph Conrad llegué donde estaba el señor Kurtz, y donde reinaba sin rival el miedo:  

Debían oírlo, cuando decía "mi marfil". Oh, sí, yo pude oírlo: "Mi marfil, mi prometida, mi estación,mi río, mi..." Todo le pertenecía. Aquello me hizo retener el aliento en espera de que la barbarie estallara en una prodigiosa carcajada que llegara a sacudir hasta las estrellas. Todo le pertenecía... pero aquello no significaba nada. Lo importante era saber a quién pertenecía él, cuántos poderes de las tinieblas lo reclamaban como suyo. Aquella reflexión producía escalofríos. Era imposible, y además a nadie beneficiaría, tratar de imaginarlo. Había ocupado un alto sitial entre los demonios de la tierra... lo digo literalmente. Nunca lo entenderéis. ¿Cómo podríais entenderlo, teniendo como tenéis los pies sobre un pavimento sólido, rodeados de vecinos amables siempre dispuestos a agasajaros o auxiliaros, caminando delicadamente entre el carnicero y el policía, viviendo bajo el santo terror del escándalo, la horca y los manicomios? ¿Cómo poder imaginar entonces a qué determinada región de los primeros siglos pueden conducir los pies de un hombre libre en el camino de la soledad, de la soledad extrema donde no existe policía, el camino del silencio, el silencio extremo donde jamás se oye la advertencia de un vecino generoso que se hace eco de la opinión pública65? Estas pequeñas cosas pueden constituir una enorme diferencia. Cuando no existen, se ve uno obligado a recurrir a su propia fuerza innata, a su propia integridad. Por supuesto puede uno ser demasiado estúpido para desviarse... demasiado obtuso para comprender que lo han asaltado los poderes de las tinieblas.


Como turista, llegué a Trípoli y sentí  esa atmósfera asfixiante que se respira en la obra de Conrad. Casi me creí un Marlowe en un lugar donde parecía que abundaban los Kurtz, seres capaces de explotar el miedo, con palabras o hechos. Con barrios divididos en creencias, ideologías o razas...., y un Kurtz al frente de cada uno de ellos. Me dio la sensación de que era un lugar donde todos desconfiaban de todos, y me imagino que para muchos, vivir así podría ser intolerable. Todo lo viví con sorpresa. Con sorpresa y prisas. Aunque es posible que yo tampoco me ajuste a la realidad porque me faltasen sentidos suficientes para agarrar todos los matices, honestidad para contar con exactitud cuanto vi, algo de tiempo; y también porque creo que estas letras se han defendido desde el primer momento de su autor buscando alguna independencia.


Abrí la ventana del coche y oí decir:

- ¿No habla usted con el señor Kurtz?
- Con ese hombre no se habla, se le escucha-, exclamó el otro con severa exaltación.










Las fotografías son de Trípoli. Algunas fueron hechas con prisas. Síndrome habitual del turista. ¿Verdad, Rafa, Enrique?


2 comentarios:

  1. Puede que el problema sea que hay muchos Kurtz que con violencia y palabras gobiernan no pocas voluntades.
    Sigue escribiendo,no dejes el blog.

    ResponderEliminar
  2. Lo peor no es que haya muchos Kurtz; sino que nosotros (el resto) no contemos con el suficiente espíritu crítico y la suficiente valentía para enfrentarnos a ellos.
    Una respuesta a esta cuestión puede ser que sólo con la ética, con la solidaridad y la verdad es cómo finalmente se resuelven los problemas. Pero yo creo que antes que nada conviene leer a los clásicos para ver cómo ellos resuelven este tipo de contrariedades. (Sófocles entre otros)

    Respecto a tus imperativos, mientras tenga fuerzas y algo que contar: a tus órdenes.

    ResponderEliminar