jueves, 6 de diciembre de 2012

CABALLERO BONALD, PREMIO CERVANTES

Decir que conozco a Caballero Bonald es una exageración porque la única relación que tuvimos fue por simple coincidencia geográfica. Tanto él como yo habitábamos la tierra de los argónidas, que queda justo en La Otra Banda; y desde la misma playa mirábamos aquella tierra mágica que él creaba en su mente y que yo, simplemente mirándolo, trataba de adivinar.

Conocí también a sus hijos con los que crucé alguna palabra porque veraneaban en la caseta de la playa de al lado nuestra y tenían más o menos mi edad. No tenían nombre. Eran simplemente los hijos de Caballero Bonald. Es el peaje que se paga por tener como padre a un gigante. Lo llevaban muy bien.

Con Ágata Ojo de Gato, la tierra de los argónidas llegó a ser para mí tan mítica como la carnívora Comala de Juan Rulfo, la obscura Región de Benet, el laberíntico Macondo de García Márquez, la insufrible Celama de Mateo Díez, el nebuloso y dormido París de Cortázar  o la agónica Magina de Muñoz Molina.

"Llegaron más allá de los últimos montes y levantaron una hornachuela de brezo y arcilla en la ciénaga medio desecada por la sedimentación de los arrastres fluviales. Jamás entendió nadie porqué inconcebibles razones bajaron aquellos dos errabundos  - o extraviados - colonos desde sus nativas costas normandas hasta unos paulares ribereños donde, si lograban escapar del paludismo o la pestilencia, sólo iban a poder malvivir de la difícil caza del gamo en el breñal o de la venenosa pesca del congrio en los caños pútridos. El caserío más proximo caía al otro lado de lo que fue laguna (y ya marisma) de Argónida, y era de gentes que acudía por temporadas al sanguinario arrimo de los mimbrales mientras que más al sur, hacia los contrarios rumbos del delta primitivo, bullía la secta de las almadrabas, el mundo suntuoso y enigmático al que sólo se podía ingresar a través de las navegaciones fraudulentas o pactos ilegítimos con los patrones de los atuneros".

Con estas palabras se fundó la Argónida, infectada de mosquitos, marismas, barro, dunas, salvajismo, pobreza y palabras mágicas, en la desembocadura de un río llamado Salgadera que unía Ispal con Tartesos.

En el río Salgadera le perdí la pista a Caballero Bonald  para encontrármelo de nuevo en La Plaza del Cabildo, pasados los años, cuando la Argónida, sin perder sus marismas y sus dunas que siempre la visten de salvajismo, atravesó el río e hizo crecer En la Casa del Padre una estirpe  que bueno..., la verdad era que aquel patrono, un tanto atrabilario, propenso a la complexión sanguínea, al vino oloroso y a una peculiar observancia de los mandamientos de la ley de Dios (y que lo mismo atendía a los tratos más igualitarios que a las más altaneras vejaciones), no disfrutaba necesariamente de una opinión adversa por parte de sus asalariados. El despotismo o la arrogancia se veían compensados en no pocas ocasiones con gestos de muy efectiva caridad, no siendo raras sus sentencias favorables -en justos términos salomónicos  - a raíz de las reivindicaciones gremiales  o las solicitudes privadas de quienquiera que fuese. Es muy posible también que la obediencia secular al amo, esa instintiva forma de sguridad que mueve al indefenso a someterse al invencible, contribuyera también de algún modo a generar cierta concordia en las empresas de don Sebastián.

Aquí ya aparece el Caballero Bonald rebelde, el transgresor y el literato, que cuando se unen vulcanizan la historia.

Lo vi en la plaza del Cabildo vestido de blanco: pantalón blanco, camisa blanca, sombrero blanco y bastón. Vestía como si estuviera en Colombia cuando daba sus clases de Literatura en la Universidad Nacional de Bogotá; y daba la sensación de que estaba esperando a Gabriel García Márquez. Entre ellos estuve yo sentado en el banco de la Plaza del Cabildo más cercano al Ayuntamiento, custodiado por una alta farola.

Desde aquel día ya no he vuelto a verlo. Aunque como uno de mis defectos es viajar siempre de la mano de un libro, años más tarde me hice con un ejemplar de su Manual de Infractores y me fui de viaje con Caballero Bonald y con él: 


SUMMA VITAE

De todo lo que amé en días inconstantes
ya sólo van quedando
rastros,
           marañas,
                           conjeturas,
pistas dudosas, vagas informaciones:
por ejemplo, la lluvia en la lucerna
de un cuarto triste de París,
la sombra rosa de los flamboyanes
engalanando a franjas la casa familiar de Camagüey,
aquellos taciturnos rastros de Babilonia
junto a los barrizales suntuosos del Eúfrates,
un arcaico crepúsculo en las islas Galápagos,
los prolijos fantasmas
de un memorable lupanar de Cádiz,
una mañana sin errores
ante la tumba de Ibn´Arabi en un suburbio de Damasco,
el cuerpo de Manuela tendido entre los juncos de Doñana,
aquel café de Bogotá
donde iba a menudo con amigos que han muerto,
la gimiente tirantez del velamen
en la bordada previa a aquel primer naufragio...

Cosas así de simples y soberbias.

Pero de todo eso
                          ¿qué me importa
evocar, preservar después de tan volubles
comparecencias del olvido?

Nada sino  una sombra
cruzándose en la noche con mi sombra.



Lo dicho, maestro, enhorabuena por el Cervantes. Hace mucho que era suyo.




Las fotos son de la Argónida, quien estuvo allí recuerda cómo llegar.
A los pies de un río que se encuentra con el mar y rodeada de marismas, pajonales, dunas y pinares se encuentra la Argónida. Buen sitio para soñar.

  



4 comentarios:

  1. Hay entradas tan hermosas que sobran los comentarios

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    1. Muchas gracias. Ya ves, sólo esparciendo unas palabras de Caballero Bonald, convierten lo que tocan en magia.

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  2. Defectuosa formación del plural


    Cuántos días baldíos
    haciéndome pasar por lo que soy.

    Máscara sin memoria, líbrame
    de parecerme a aquel que me suplanta.

    Uno solo será mi semejante

    José Manuel Caballero Bonald

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    1. El terrible dilema del escritor quién es él, o quien empieza a ser cuando deja de escribir:


      Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor.

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