Yo,
que me he criado en el laberinto mágico de la literatura hispanoamericana donde
el malabarismo verbal recabado fundamentalmente en la sencillez de las palabras
y en la complejidad de la sintaxis se adueña de la escritura, rápidamente
descreí del vocabulario soez de Houbellecq, de sus imágenes explícitas que dan
poco margen a la fantasía, de sus personajes pesimistas abocados al desconsuelo
sin esperanza, y de su tono profético.
No
quise decirle que en ese momento estaba interesado en Stefan Zweig y su libro
autobiográfico, El Mundo de Ayer. Es un autor que te lleva como nadie
por la Europa de la primera mitad del siglo XX: la Viena mágica y confiada del
emperador; el París libre y avasallador y el París sombrío y ocupado; el Berlín
del arte cuadriculado y la poesía metafísica; y el Berlín trágico.
Nunca
pensé abrir a Houbellecq, pero fue el destino quien separó sus páginas cuando
se me cayó al suelo y al recogerlo metí mi dedo pulgar por la hoja número 11.
nunca desobedezco a las mágicas señales, pues nadie ignora que la mente juega
con nuestra debilidad frente al azar y cae rendida veloz ante los designios
imaginarios.
Es
lo que ocurre en nuestras sociedades, todavía occidentales y socialdemócratas a
cuantos acaban sus estudios; pero la mayoría no adquieren conciencia de ello o
no lo hacen de forma inmediata, pues están hipnotizados por el deseo de dinero
o quizá de consumo los más primitivos, y más hipnotizados aún por el deseo de
demostrar su valía en un mundo que esperan competitivo, galvanizado por la
adoración de iconos variables: deportistas, diseñadores de moda o de portales
de Internet, actores y modelos.
Aquí
está de nuevo el prestidigitador, me dije. Pagaré el peaje del lenguaje soez,
de los personajes que andan revolcados en el vacío de la carne y del espíritu y
voy a ver dónde me lleva este Houbellecq, ahora que un extremista intolerante
islámico, democráticamente ha sido elegido presidente de Francia. Recordé las
elecciones alemanas de 1932 cuando a un joven desconocido Hitler los votos
alemanes le otorgaron 230 escaños; y pensé en toda la sangre que cuesta ganar
la libertad, que rara vez se ha ganado en las urnas; y, sin embargo, con un
poco de desencanto y desilusión lo fácil que es perderla en esas mismas urnas.
Es
cierto que en mi juventud, las elecciones eran muy poco interesantes; la
mediocridad de la oferta política era incluso sorprendente. Un candidato de
centroizquierda era elegido, por uno o dos mandatos según su carisma
individual, y oscuras razones le impedían llevar a cabo un tercero; luego la
población se hartaba de ese candidato y más generalmente del centroizquierda,
se observaba un fenómeno de alternancia democrática y los votantes llevaban al
poder a un candidato de centroderecha, a ese también por uno o dos mandatos, en
función de su propia naturaleza. Curiosamente los países occidentales estaban
extremadamente orgullosos de ese sistema electoral que, sin embargo, no era
mucho más que el reparto de poder entre dos bandos rivales, y llegaban incluso
a declarar guerras para imponerlo a países que no compartían su entusiasmo.
El
veneno de los movimientos identitarios ha acabado con todo; ya no hay más que
reacciones que resquebrajan un sistema judicial que no se basa en la igualdad
ante la ley; sino en la identidad a la que pertenece cada individuo: violencia
contra una iglesia, reacción antiislámica, violencia contra una mezquita,
reacción islamista, movimientos identitarios, enroque de cada trozo de
sociedad, y nueva prueba irrefutable de que la violencia define y es capaz de
establecer fronteras que poco tiempo atrás no existían. El sistema
político en el que se había vivido desde la infancia se había resquebrajado. No
sitúan la economía en el centro de todo, para ellos lo esencial es la
demografía y la educación. Quien controla a los niños controla el futuro. Las
mujeres, poco a poco, dejan de asistir a las universidades, y para entonces todos
los docentes deben de ser musulmanes.
Todo
Oriente Medio es un buen ejemplo de cómo la identidad vive por encima de la
justicia y la igualdad; dependiendo de cada país, no es lo mismo ser suní que chií, alauí que wahabí, yaridí,
maronita, ortodoxo o católico, o yazidí... Si eres de una identidad que no
detenta el poder en esos lugares, tus oportunidades son cero: trabajos de miseria,
olvídate de ser funcionario, juez o profesor, el comercio se abrirá poco para
los tuyos; no podrás montar ni el más ínfimo negocio. No olvidemos que el Estado
provee, el Estado da y el Estado quita.
Es
eso lo que se están jugando en Siria, Iraq, Irán, Arabia Saudí (que no hay que
olvidarse de ella), Líbano.., las minorías se están jugando su supervivencia.
Allí no todos son ciudadanos con los mismos derechos, cada uno tiene su
identidad. Y si encima va alguno y pretende venderles democracia por la fuerza,
destronando a unos y aupando al poder a otros; sólo es cuestión de tiempo que,
esperando su oportunidad, los oprimidos (que son los mismos o diferentes según
cada nación) enciendan de nuevo la llama de la guerra. ¡Ay, esa revolución
francesa que convierte a todos los hombres en ciudadanos, iguales, fraternos y
libres!, ¿dónde está Francia? ¿dónde está ese París multicultural, multiracial y libre?
¿Y los intelectuales?, ¡al menos los
intelectuales levantarán su voz!: A lo largo del siglo XX, muchos
intelectuales habían apoyado a Stalin, Mao, Pol Pot…, sin que ello se les
hubiera reprochado nunca verdaderamente; el intelectual en Francia no tenía que
ser responsable, eso no estaba en su naturaleza.
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