Pasan
vientos como pájaros, pájaros igual que flores, flores soles y lunas, lunas
soles como yo, como almas, como cuerpos, cuerpos como la muerte y la
resurrección; como dioses. Y soy un dios sin espada, sin nada de lo que hacen
los hombres con su ciencia; sólo con lo que es producto de lo vivo, lo que se
cambia todo; sí, de fuego o de luz, luz.
Una
vez decidí echarme a andar buscando la forma de describir el alma humana y su
conciencia. Cuanto vi lo dejé escrito en papeles hoy perdidos, certificando con
mis propios ojos que todas las sociedades fundan su existencia sobre las bases
de la insolidaridad, la injusticia, la violencia, la explotación del ser humano
y la búsqueda del éxito y el poder sin freno; en eso, nada nos distingue, ya
vivamos entre montañas, en islas o desiertos, sin importar la raza, el color de
la piel, la religión, ni las ideologías, (que las ideologías que andan con
máscaras son las peores).
Posiblemente,
como escribieron Shakespeare en su Hamlet, Cicerón en su Proceso contra
Verres, o Calderón de la Barca en su compleja La Vida es Sueño, no somos más que animales atados a nuestros
estómagos y a nuestros instintos, y por ellos vendemos nuestra alma cada día, y
eso condiciona, salvo raras excepciones, nuestras actitudes y nuestros afanes,
y terminan por crear las sociedades tal como las conocemos: injustas,
insolidarias y violentas.
Pero,
como también leí que los legisladores ocultos del mundo son los poetas,
me dije que, sin ellos, nunca encontraría cómo es, de verdad, el alma humana y
su conciencia. Y que si, en mi modesta opinión, el mejor libro de poesía que habla
de la conciencia del ser humano y su esencia, es Espacio de Juan
Ramón Jiménez, el hombre que se convirtió en poema, lo mejor sería hablar con
él.
Hace
muchos años, pasé un verano en Moguer y allí, y en aquel tiempo, todo el mundo
hablaba de Juan Ramón Jiménez, el poeta que murió en Puerto Rico llamando a su
madre y clamando la palabra Moguer, mientras agonizaba.
No,
ese perro que ladra al sol caído, no ladra en el Monturrio de Moguer, ni cerca
de Carmona de Sevilla, ni en la calle Torrijos de Madrid; ladra en Miami, Coral
Gables, La Florida, y yo lo estoy oyendo allí, allí, no aquí, no aquí, allí,
allí. ¡Qué vivo ladra siempre el perro al sol que huye!
“Siempre
buscamos muy lejos las respuestas a las grandes preguntas”, me dijo el poeta,
“haciendo infinitos viajes, como tú; arrastrándose por sesudas bibliotecas a la
luz de las lámparas estudiosas; o hablando con escritores en todas
las ferias de libros por donde has ido a conciencia a buscarlas. Te equivocas”,
me cuenta sonriendo don Juan Ramón, “te equivocas. Las respuestas están en ti,
las repuestas a las grandes preguntas las tenemos en nuestro interior cada uno
de nosotros, porque ¿quién sabe más que yo, quién, qué hombre o qué dios
puede, ha podido, podrá decirme a mí qué es mi vida y mi muerte, qué no es? Si
hay quien lo sabe, yo lo sé más que ése, y si quien lo ignora, más que ése lo
ignoro. Lucha entre este ignorar y este saber es mi vida, su vida, y es la
vida.”
“No
sé si es proporcionado comparar a hombres y a dioses, don Juan Ramón”, le digo,
“los antiguos dioses griegos condenaban de manera muy cruel, a aquellos humanos
que se atrevían a suponer que los hombres y ellos eran iguales”. Le pongo varios
ejemplos, pero como los poetas, los buenos, suelen ser gentes muy libres (por
eso siempre suelen andar exiliados), me mira y me dice: “Los dioses no
tuvieron más sustancia que la que tengo yo”. Yo tengo, como ellos, la sustancia
de todo lo vivido y de todo lo porvivir. No soy presente sólo, sino fuga raudal
de cabo a fin. Y lo que veo, a un lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de
alas, sombra y luz) es sólo mío, recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido.
“Cierto”,
don Juan Ramón, “una vez me dio por escribir acerca de un joven capitán, y le
inventé una vida que era suma de lo vivido y lo no vivido, de lo viviendo y de
lo por vivir, que en posibilidades llegaba a abarcar el infinito. Me lo sugirió
Wittgenstein”.
“No
aspires a tanto”, me respondió el poeta. “No es necesario alcanzar el infinito.
Grande es lo breve, y si queremos ser y parecer más grandes, unamos sólo
con amor y no cantidad. El mar no es más que gotas unidas, ni el amor que
murmullos unidos, ni tú cosmos, que cosmillos unidos. Lo más bello es el átomo
último el solo indivisible, y que por serlo no es, ya más pequeño”.
El
poeta después de toda una vida dedicada a los versos ha llegado con Espacio
casi al silencio, se refugia en una prosa sin distancias, sin lugares para
respirar después de cada letra. Quiere cambiar las formas del verso, incluso lo
ya escrito, su poesía preludia que está llegando a su fin, a un fin perfecto:
eso es Espacio. “La muerte daba a su quietud seguridad de
haber estado vivo”.
Siempre he pensado que hay dos poemas que han
llegado más lejos que ninguno en su trato con la palabra y su conciencia; uno es
Espacio, de Juan Ramón Jiménez y el otro es Pasión de la
Tierra, de Vicente Aleixandre; y los dos terminaron hechos prosa.
¿curioso, verdad? Ambos quisieron hacer eternidad: ¿Vamos a hacer
eternidad? ¡Vosotras, yo, podemos crear la eternidad una y mil veces, cuando
queramos! ¿Todo es nuestro y no se nos acaba nunca! ¡amor, contigo y con la luz
todo se hace , y lo que amor, no acaba nunca!
“Entonces,
¿no podemos engañarnos?, ¿es absurdo engañarnos?”, le pregunto. “Nuestras
casas saben bien lo que somos; nuestros cuerpos, ojos, manos, cinturas, cabezas
en su sitio. La vida es este unirse y separarse, rápidos de ojos, manos, bocas,
brazos, piernas, cada uno en la busca de aquello que lo atrae y lo repele”,
me contesta como si no hablara conmigo.
Decido
dejarlo hablando solo, porque empieza a recitar palabras que no entiendo: Era
cáscara vana, un nombre nada más, cangrejo; ni un adarme, ni un adarme de
entraña; un hueco igual que cualquier hueco en otro hueco. Un hueco era el
héroe sobre el suelo y bajo el cielo….
Le
dije adiós al poeta Juan Ramón Jiménez; recordando otra vez, que no me lo quito
de la cabeza, que la semana pasada me quedé a las puertas de Tombuctú. Y le
dije para animarlo, que si hay un Cielo yo quiero que sea como el Cielo por él soñado
en su Dios Deseado y Deseante:
He
llegado a una tierra de llegada.
Me
esperaban los tuyos, deseado dios;
me
esperaban los míos
que,
en mi anhelar de tantos años tuyos,
me
esperaron contigo,
conmigo
te esperaron.
Sí,
Juan Ramón Jiménez, estamos muy cerca de
los dioses.
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