Nunca jamás, por sobre todo,
temas al lobo con su capucha baladora
ni al príncipe con colmillos en la granja solaz, ante la cáscara
y el barro del amor,
teme, sobre todo y siempre, al ladrón manso como el rocío.
Cuando me resolví a ser poeta, como la White Horse Tavern me quedaba muy a desmano, decidí irme a altas horas de la madrugada a la taberna del Amanecer, justo en la orilla del mar, y allí escribir mi primer libro de versos que titularía Dieciocho Poemas. Ya me imaginaba su traducción al inglés, Eighteen Poems.
No era el día de mi cumpleaños, porque yo nací un invierno, pero sí que era el día del cumpleaños de un poeta a quien yo empecé a perseguir, sin entenderlo, porque me deslumbró su manera de pintar, sólo con palabras, imágenes hasta ahora no reconocidas en la poesía. Al menos, para mí.
Un profesor, de esos que no abundan, me dijo: no trates de comprender toda la poesía de Dylan Thomas, lo único importante es que serás otra persona después de haberlo oído. Con él importa el sonido, (motivo por el que me apuré con mi inglés), importan las imágenes y los símbolos y el nuevo uso que el galés le dio a la metáfora; ten en cuenta que a él le gustaba redimir los contrarios con imágenes secretas.
Esa madrugada de entre las dos tareas que Dylan Thomas da a los hombres en su poema Sin trabajar con las palabras decidí coger la más maldita, qué otra cosa se podía hacer con veinticinco años:
Si me pongo a quemar o a resarcir el mundo
lo cual es la tarea de cada uno de los hombres.
Con veinticinco años me decidí a quemar el mundo y no a resarcirlo, que ya tendría tiempo para otro tipo de oraciones cuando mi dolorido cuerpo fuera el que decidiera por mi espíritu.
El camarero se sorprendió cuando le pedí dieciocho whiskys. La verdad es que no le conté que era para escribir dieciocho poemas; porque así, seguramente, lo hubiera entendido. También es verdad que el poeta galés que me acompañaba se dejaba ver poco. Porque ese poeta de rizos, con pinta de guiri que me acompañaba, fue el que me lanzó el órdago: He bebido dieciocho whiskys seguidos sin parar, creo que es un buen record.
Era de madrugada, apenas había nadie en el bar, y el mar se oía latir suave. Abrí mi libro en cuya portada aparecía la foto de Dylan Thomas y con poca luz empecé a leer y a beber:
Quería escribir poesía porque me había enamorado de las palabras. Los primeros poemas que conocí fueron canciones infantiles, y antes de poder leerlas, me había enamorado de sus palabras, sólo de sus palabras. Lo que las palabras representaban, simbolizaban o querían decir tenía una importancia muy secundaria; lo que importaba era su sonido cuando las oía por primera vez en los labios de la remota e incomprensible gente grande que, por alguna razón, vivía en mi mundo.
El Amanecer permanecía abierto las 24 horas y el mar, con seguridad, seguiría allí durante varios veranos seguidos, así que decidí tomarme con calma los dieciocho whiskys y los dieciocho poemas:
Hay manos que golpean en la puerta ¿Debo abrir o quedarme solo hasta el día que muera sin ser visto por extraños ojos en esta casa blanca?¿Les abro o no les abro mi corazón?
¿Qué guardáis el veneno o las uvas?
Vi un barco salir por la desembocadura: ¿He de correr hacia los barcos?, ¿o he de quedar hasta el día que muera sin dar la bienvenida a marinero o a extranjero alguno?
El poeta galés y yo nos quedamos solos en el Amanecer, el sol todavía no había salido, y yo llevaba bebidos 11 whiskys, y escritos veintidós versos mal alineados. Ya había decidido que no moriría sin ser visto por extraños ojos en mi casa blanca. Que mi destino estaba lejos. Así que me decidí, si sobrevivía a los dieciocho whiskys, a buscarme una profesión en la que yo fuera el forastero.
Y también había decidido, de la mano del bebedor poeta de rizos, cómo me gustaría conocer a la muerte. El galés me dijo: todavía eres joven, sonrió y recitó con su voz distinguida:
Do not go gentle into that good night,
Old age should burn and rave at close of day;
Rage, rage against the dying of the light.
Though wise men at their end know dark is right,
Because their words had forked no lightning they
Do not go gentle into that good night.
Good men, the last wave by, crying how bright
Their frail deeds might have danced in a green bay,
Rage, rage against the dying of the light.
Wild men who caught and sang the sun in flight,
And learn, too late, they grieved it on its way,
Do not go gentle into that good night.
Grave men, near death, who see with blinding sight
Blind eyes could blaze like meteors and be gay,
Rage, rage against the dying of the light.
And you, my father, there on the sad height,
Curse, bless, me now with your fierce tears, I pray.
Do not go gentle into that good night.
Rage, rage against the dying of the light.
No entres dócilmente en esa noche quieta.
La vejez debería delirar y arder cuando se cierra el día;
Rabia, rabia, contra la agonía de la luz.
Aunque los sabios al morir entiendan que la tiniebla es justa,
porque sus palabras no ensartaron relámpagos
no entran dócilmente en esa noche quieta.
Los buenos, que tras la última inquietud lloran por ese brillo
con que sus actos frágiles pudieron danzar en una bahía verde
rabian, rabian contra la agonía de la luz.
Los locos que atraparon y cantaron al sol en su carrera
y aprenden, ya muy tarde, que llenaron de pena su camino
no entran dócilmente en esa noche quieta.
Los solemnes, cercanos a la muerte, que ven con mirada deslumbrante
cuánto los ojos ciegos pudieron alegrarse y arder como meteoros
rabian, rabian contra la agonía de la luz.
Y tú mi padre, allí, en tu triste apogeo
maldice, bendice, que yo ahora imploro con la vehemencia de tus lágrimas.
No entres dócilmente en esa noche quieta.
Rabia, rabia contra la agonía de la luz.
Esta historia ocurrió cuando era yo un muchacho presuntuoso y una pizca de hombre y el negro escupitajo de los feligreses; pero desde entonces llevo conmigo un libro de versos de Dylan Thomas, porque los grandes poetas tienen la rara facultad de escribir poemas para que siempre sean leídos por primera vez.
El libro que tengo en mis manos es de la Editorial Corregidor traducido por Elizabeth Azcona Cranwell, No se que tiene la Argentina conmigo que siempre acabo en sus brazos.
"Porque los grandes poetas tienen la rara facultad de escribir poemas para que siempre sean leídos por primera vez" Una verdad como un templo. No he leído nada de este poeta, lo anoto en mi lista. Un saludo.
ResponderEliminarGracias Gerardo, otro saludo para ti.
ResponderEliminarNo hay más motivo para escribir poesía que lo que nos dice Dylan Thomas, lo demás es engañarse:
En mi oficio u hosco arte
ejercido en la noche en calma
cuando sólo rabia la luna
y los amantes descansan
con sus penas en los brazos,
trabajo a la luz cantora
no por ambición ni pan
lucimiento o simpatías
en los escenarios de marfil
sino por el común salario
de su recóndito corazón.
No para los soberbios aparte
de la rabiosa luna escribo
en estas páginas rociadas
por las espumas del mar
ni para los encumbrados muertos
con sus ruiseñores y salmos
sino para los amantes, sus brazos
abarcando las penas de los siglos,
que no elogian ni pagan ni
hacen caso de mi oficio o arte.
¡Qué bellísimo escribes, Norberto! Comparto esa visión de la poesía no como una urgencia por entenderla, sino como esa lluvia lenta que cae sobre nosotros y con "imágenes casi secretas" nos embarga de emoción. Tal vez comience a perseguir a Dylan Thomas, tal vez a ti también, Enhorabuena !!
ResponderEliminarGracias María José, no se puede definir mejor: "como una lluvia lenta de imágenes casi secretas". Imágenes y también sonidos. Forma, ritmo y significado. Me alegra que te gusten estas entradas, pero todo el mérito es de los grandes autores que se dejan caer por aquí; yo me limito a traer sus palabras que quedan bien en cualquier lado.
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