No
se abandona una guerra así como así. No hay vuelta de hoja, está uno atrapado:
el enemigo delante, las ratas y los piojos encima y los gendarmes detrás. La
única solución es dejar de ser útil para el servicio.
El
año pasado decidí embarcarme en una Gran Guerra, cosas de los centenarios y los
compromisos; y para ello elegí a Jean Echenoz y las noventa páginas de su
novela 14; y como una guerra no se abandona así como así, tuve que hacerme
amigo de Juan Eslava Galán y de Pierre Lemaitre, para saber cómo se cuenta la I
Guerra Mundial para escépticos y confirmar que el único sitio donde nos veremos
todos es allá arriba.
Mientras
recorría distraídamente con la mirada aquellos pueblos, Anthime se topó con un
fenómeno para él desconocido hasta entonces. En lo alto de todos los
campanarios, de pronto acababa de ponerse en marcha un movimiento, mínimo pero
continuo: la alternancia regular de un cuadrado blanco y otro negro,
sucediéndose cada dos o tres segundos, como una luz alternativa, un parpadeo
binario que recordaba el de la válvula automática de algunos aparatos en la
fábrica.
Esas
banderas y el redoble de campanas es la señal de que la guerra ha empezado para
cinco jóvenes que tenían una vida normal, en un pueblo normal, en un país
normal: un contable, un administrador, dos carniceros y un guarnicionero. Cinco
amigos con una vida normal, un presente normal y un futuro insólito porque la
guerra empezó ese día a adueñarse, primero, de Europa y, después del mundo.
Echenoz
me recomienda que acompañe a esos cinco chicos. Sabe que yo he andado por
lugares parecidos cincuenta años después. Esos lugares donde no era difícil ver
gente asustada, y los que no estaban asustados ya estaban muertos o huidos;
donde no era difícil ver cadáveres de animales, que los animales tienen la rara
facultad de atraer la metralla con más facilidad; lugares donde las casas no
tenían ningún tejado en pie porque no quieren que oculten nada; donde al andar por
las calles sólo podías fiarte de las lonas que sobre cables tendidos cubrían
tus pasos y donde el olor era el único dueño de verdad de cada metro de guerra.
-
Vete con ellos- me dice- verás que nada ha cambiado, verás que, si bien
la guerra golpea electivamente las ciudades que asedia, también desarrolla gran
actividad en el campo.
- Cierto,
Jean- le contesto- pero desde que me dio por estudiar un poco de historia lejos
de los manuales indigeribles del colegio y me zambullí con don Benito Pérez
Galdós en sus Episodios Nacionales sé que en Zaragoza se combatió como
en ningún sitio. Y que en las ciudades como Sarajevo, Trípoli, Mostar o
Tombuctú, se combatió calle por calle, casa por casa, habitación por
habitación:
Nada
es comparable a la expedición laboriosa por dentro de las casas; ninguna clase
de guerra, ni las más sangrientas batallas en campo abierto, ni el sitio de una
plaza, ni la lucha en las barricadas de una calle, pueden compararse a aquellos
choques sucesivos entre el ejército de una alcoba y el ejército de una sala,
entre las tropas que ocupan un piso y guarnecen el superior.
-
Pero tú vete con ellos- me replica Jean- acompáñalos y verás que no hay épica
posible para la guerra; que un día andas por tu pueblo montado en bicicleta y
feliz y al poco eres un amasijo de carne y metal al que han cercenado un brazo,
o te das cuenta, como Blanche, que por salvar a su amante y buscarle con
recomendaciones un puesto seguro de observador, ve cómo encuentra la muerte; o
el final de Paidoleau, que en las guerras no faltan ultraortodoxos o talibanes
que en retaguardia cuidan con fusiles las estrictas reglas que conforman su
verdad. Acompaña y fíjate en esos cinco jóvenes, verás que cuando vuelvas, ya
no serás el mismo, y no olvides ponerte el casco; porque comprobarás que cualquiera
que fuera el color del casco se alegrarán de llevarlo en la cabeza durante la
ofensiva de otoño.
Desde
luego que iré con ellos. Haré sus largas marchas por los caminos hacia la
guerra. Comerciaré con todos esos parásitos que hacen negocios a su costa.
Pasearé con Blanche por un pueblo desierto, sin hombres, sólo con ancianos y
niños y en el que las mujeres son las que cargan sobre sus hombros todas las
tareas productivas, que les serán arrebatadas cuando vuelvan los hombres. Y
todo ello en noventa páginas exquisitas.
¡Cuidado,
Norberto, ya llegan los boches!
Arrastrándose
boca abajo hacia el primer refugio que encontraron, lograron ocultarse bajo una
zapa a unos metros bajo tierra, y fue entonces cuando a las balas y a los
proyectiles se sumaron los gases, toda clase de gases cegadores…
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