sábado, 21 de marzo de 2015

14, EN LA GRAN GUERRA CON JEAN ECHENOZ


No se abandona una guerra así como así. No hay vuelta de hoja, está uno atrapado: el enemigo delante, las ratas y los piojos encima y los gendarmes detrás. La única solución es dejar de ser útil para el servicio.

El año pasado decidí embarcarme en una Gran Guerra, cosas de los centenarios y los compromisos; y para ello elegí a Jean Echenoz y las noventa páginas de su novela 14; y como una guerra no se abandona así como así, tuve que hacerme amigo de Juan Eslava Galán y de Pierre Lemaitre, para saber cómo se cuenta la I Guerra Mundial para escépticos y confirmar que el único sitio donde nos veremos todos es allá arriba.

Mientras recorría distraídamente con la mirada aquellos pueblos, Anthime se topó con un fenómeno para él desconocido hasta entonces. En lo alto de todos los campanarios, de pronto acababa de ponerse en marcha un movimiento, mínimo pero continuo: la alternancia regular de un cuadrado blanco y otro negro, sucediéndose cada dos o tres segundos, como una luz alternativa, un parpadeo binario que recordaba el de la válvula automática de algunos aparatos en la fábrica. 

Esas banderas y el redoble de campanas es la señal de que la guerra ha empezado para cinco jóvenes que tenían una vida normal, en un pueblo normal, en un país normal: un contable, un administrador, dos carniceros y un guarnicionero. Cinco amigos con una vida normal, un presente normal y un futuro insólito porque la guerra empezó ese día a adueñarse, primero, de Europa y, después del mundo.

Echenoz me recomienda que acompañe a esos cinco chicos. Sabe que yo he andado por lugares parecidos cincuenta años después. Esos lugares donde no era difícil ver gente asustada, y los que no estaban asustados ya estaban muertos o huidos; donde no era difícil ver cadáveres de animales, que los animales tienen la rara facultad de atraer la metralla con más facilidad; lugares donde las casas no tenían ningún tejado en pie porque no quieren que oculten nada; donde al andar por las calles sólo podías fiarte de las lonas que sobre cables tendidos cubrían tus pasos y donde el olor era el único dueño de verdad de cada metro de guerra.

- Vete con ellos- me dice- verás que nada ha cambiado, verás que, si bien la guerra golpea electivamente las ciudades que asedia, también desarrolla gran actividad en el campo. 

- Cierto, Jean- le contesto- pero desde que me dio por estudiar un poco de historia lejos de los manuales indigeribles del colegio y me zambullí con don Benito Pérez Galdós en sus Episodios Nacionales sé que en Zaragoza se combatió como en ningún sitio. Y que en las ciudades como Sarajevo, Trípoli, Mostar o Tombuctú, se combatió calle por calle, casa por casa, habitación por habitación:

Nada es comparable a la expedición laboriosa por dentro de las casas; ninguna clase de guerra, ni las más sangrientas batallas en campo abierto, ni el sitio de una plaza, ni la lucha en las barricadas de una calle, pueden compararse a aquellos choques sucesivos entre el ejército de una alcoba y el ejército de una sala, entre las tropas que ocupan un piso y guarnecen el superior.

- Pero tú vete con ellos- me replica Jean- acompáñalos y verás que no hay épica posible para la guerra; que un día andas por tu pueblo montado en bicicleta y feliz y al poco eres un amasijo de carne y metal al que han cercenado un brazo, o te das cuenta, como Blanche, que por salvar a su amante y buscarle con recomendaciones un puesto seguro de observador, ve cómo encuentra la muerte; o el final de Paidoleau, que en las guerras no faltan ultraortodoxos o talibanes que en retaguardia cuidan con fusiles las estrictas reglas que conforman su verdad. Acompaña y fíjate en esos cinco jóvenes, verás que cuando vuelvas, ya no serás el mismo, y no olvides ponerte el casco; porque comprobarás que cualquiera que fuera el color del casco se alegrarán de llevarlo en la cabeza durante la ofensiva de otoño.

Desde luego que iré con ellos. Haré sus largas marchas por los caminos hacia la guerra. Comerciaré con todos esos parásitos que hacen negocios a su costa. Pasearé con Blanche por un pueblo desierto, sin hombres, sólo con ancianos y niños y en el que las mujeres son las que cargan sobre sus hombros todas las tareas productivas, que les serán arrebatadas cuando vuelvan los hombres. Y todo ello en noventa páginas exquisitas.

¡Cuidado, Norberto, ya llegan los boches!
Arrastrándose boca abajo hacia el primer refugio que encontraron, lograron ocultarse bajo una zapa a unos metros bajo tierra, y fue entonces cuando a las balas y a los proyectiles se sumaron los gases, toda clase de gases cegadores…



















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