sábado, 2 de noviembre de 2013

ONETTI, ¿POR QUÉ NOS HACES ÉSTO?



Siempre me he preguntado qué atracción tiene hurgar en las vidas de las personas, descubrir lo que les está pasando, juzgarlos con el prisma de nuestra mirada, condenarlos o ensalzarlos, formar opinión y que la opinión ruede como un castigo o como una recompensa y colgarles pecados como cadenas con el simple uso de la lengua. Yo no me libro de ello y dudo que nadie se libre. Todos soñamos con tener una ventana indiscreta.

Yo no he visto mejor ventana indiscreta que la que me ofreció un tal Onetti cuando me llevó a un pueblo perdido de la sierra y donde había un sanatorio al que llegaban tuberculosos de todas partes; algunos desahuciados, otros hundidos y otros a medio salvar. Yo no he visto manera más desalmada de ofrecerte una historia que la que te obliga a entrar en ella, a participar y a juzgarla.
La culpa fue del hombre alto, espigado, el tuberculoso con ganas de morirse, que no nos contaba nada de su vida, que no nos contaba nada de las dos mujeres, que parecían enemigas, y que nos obligaba a suponer cada cosa, a conjeturar con cada detalle. ¿Qué íbamos a pensar nosotros, obligados a aventurarnos, a sacar conclusiones con cada abrazo, con cada beso, con el juego de sus manos?.

Quisiera no haberle visto más que las manos, me hubiera bastado verlas cuando le di el cambio de los cien pesos y los dedos apretaron los billetes. Me hubieran bastado aquellos movimientos sobre la madera llena de tajos rellenados con grasa y mugre para saber que no iba a curarse, que no conocía nada de donde sacar voluntad para curarse.
En general, me basta verlos y no recuerdo haberme equivocado; siempre hice mis profecías antes de enterarme de la opinión de Castro o de Gunz, los médicos que viven en el pueblo, sin otro dato, sin necesitar nada más que verlos llegar al almacén con sus valijas, con sus porciones diversas de vergüenza y de esperanza, de disimulo y de reto.
El enfermero sabe que no me equivoco.
Tendría cerca de cuarenta años, y sus gestos, algunos abandonos que delataban la inmadurez. Cuando salió para tomar el ómnibus, el enfermero dejó de mirarme, alzó el vaso de vino y se volvió hacia la ventana.
— ¿Y éste? ¿Se vuelve caminando o con las patas para adelante? Si está enfermo y va al hotel, lo atenderá Gunz. Tengo que preguntarle.
Lo decía en broma o tal vez pensara asegurarse las posibles inyecciones.

Fue suya la culpa. ¿Cómo va a esperar que nosotros veamos llegar a un forastero y no imaginemos su vida? Un hombre que viene a este pueblo perdido de la sierra y decide no ir al sanatorio, sino al hotel. Y luego; aunque continúa viviendo en el hotel, alquila la casa de las portuguesas. ¿Para nada? ¡No! ¿Cómo va a esperar que nosotros que veíamos que recogía dos cartas semanales no conjeturáramos sobre ellas? Además, mi jefe, el dueño del almacén que era quien se las entregaba cuando el correo llegaba al pueblo sabía que estaban escritas por distintas manos de mujeres. Y ahí acertó. Y eso que el forastero hacía el viaje de cerca de una hora a la ciudad para no despachar sus cartas en el almacén, que también es estafeta de correos; y lo hacía por culpa o mérito de la misma yerta, obsesionada voluntad de no admitir, por fidelidad el juego candoroso de no estar aquí sino allá, el juego cuyas reglas establecen que los efectos son infinitamente más importantes que las causas y que éstas pueden ser sustituidas, perfeccionadas, olvidadas.

Luego cuando vimos llegar a la primera mujer, nos tranquilizamos; Guntz, el enfermero, dijo: “es lo que le hacía falta”. Guntz vivía en el garaje del almacén, no hacía otra cosa que repartir inyecciones y guardar dinero en un banco de la ciudad; estaba solo, y cuando la soledad nos importa somos capaces de cumplir todas las vilezas adecuadas para asegurarnos compañía, oídos y ojos que nos atiendan. Hablo de ellos, los demás, no de mí.
Siempre hablamos de ellos, los demás, no de nosotros. Y casi siempre nos equivocamos… ¿O no?

La mujer bajó del ómnibus, de espaldas, lenta, ancha sin llegar a la gordura, alargando una pierna fuerte y calmosa hasta tocar el suelo; se abrazaron y él se apartó para ayudar al guarda que removía valijas en el techo del coche. Se sonrieron y volvieron a besarse; entraron en el almacén y como ella no quiso sentarse pidieron refrescos en la parte clara del mostrador, buscándose los ojos.
El hombre conversaba con vertiginosa constancia, acariciando en las cortas pausas el antebrazo de la mujer, alzando párrafos entre ellos, creyendo que los montones de palabras modificaban la visión de su cara enflaquecida, que algo importante podía ser salvado mientras ella no hiciera las preguntas previsibles.
Bajo los anteojos de sol, la boca de la mujer se abría con facilidad, casi a cada frase del hombre, repitiendo siempre la misma forma de alegría. Me sonrió dos veces mientras los atendí, agradeciéndome favores inexistentes, exagerando el valor de mi amistad o mi simpatía.
—No —dijo él—, no es necesario, no hay ventajas en eso. No es por el dinero, aunque prefiero no usar ese dinero. En el hotel tengo también médico, todo lo necesario.
Ella insistió un rato, cuchicheando sin convicción; debía estar segura de poder desarmar cualquier proyecto del hombre, y de que le era imposible vencer sus negativas distantes, su desapego. El se apartó del mostrador y fue hasta la sombra del árbol para convencer a Leiva de que los llevara en su coche al hotel.
La mujer de los anteojos oscuros me dirigió sus cortas, exactas sonrisas.

Menos mal que, al final, siempre nos enteramos de todo, no importa cómo, ni quien gana o pierde esa batalla de los rumores.

Pensamos que era su mujer. Pasaron una semana en el hotel. Mientras estuvo la mujer de los anteojos de sol no llegaron los sobres escritos a mano ni los de papel madera. Vivían en el hotel, y el hombre no volvió al depósito de basuras ni a la casita de las portuguesas; paseaban tomados del brazo, alquilaban caballos y cochecitos, subían y bajaban la sierra, sonreían alternativamente, endurecidos, sobre fondos pintorescos, para fotografiarse con la "Leica" que se había traído ella colgada de un hombro.
—Es como una luna de miel —decía el enfermero, apaciguado—. Lo que le faltaba al tipo era la mujer, se ve que no soporta vivir separado. Ahora es otro hombre; me invitaron a tomar una copa con ellos en el hotel y el tipo me hizo preguntas sobre mil cosas del pueblo. La enfermedad no les preocupa; no pueden estar sin tocarse las manos, se besan aunque haya gente. Si ella pudiera quedarse (se va el fin de semana), entonces sí le apostaría cualquier cosa a que el tipo se cura. ¿No lo ve cuando vienen al mediodía a tomar el aperitivo?
El enfermero tenía razón y no me era posible decirle nada en contra; y, sin embargo, nadie entendía para qué alquiló la casa de las portuguesas, si en último término no la llevó allí; si no que se encerraba a beber el alcohol que yo le llevaba del almacén. Pasándose los días bebiendo solo.

No tardamos mucho en averiguar para qué quería la casa de las portuguesas. Lo adivinamos cuando llegó la otra, joven, mucho más joven que él, y que la anterior.

No puedo saber si la había visto antes o si la descubrí en aquel momento, apoyada en el marco de la puerta: un pedazo de pollera, un zapato, un costado de la valija introducidos en la luz de las lámparas.
Pero la recuerdo con seguridad, más tarde. Entonces sí la recuerdo, no verdaderamente a ella, no su pierna y su valija, sino a los hombres tambaleantes que salían, volviéndose uno tras otro, como si se hubieran pasado la palabra, como si se hubiera desvanecido el sexo de las mujeres que los acompañaban, para hacer preguntas e invitaciones insinceras a lo que estaba un poco más allá de la pollera, de la valija y el zapato iluminados.
Ahora ella estaba dentro del almacén, sentada cerca de la puerta, la valija entre los zapatos, un pequeño sombrero en la falda, la cabeza alzada para hablar con Levy chico que se moría de sueño. Tenía un traje sastre gris, guantes blancos puestos, una cartera oscura colgada del hombro; lo digo para terminar en seguida con todo lo que era de ella y no era su cara redonda, brillando por el calor, fluctuando detrás de las serpentinas suspendidas de la guirnalda y que empezaba a mover el aire de la madrugada.

Le dije a Levy chico que fuera cerrando y ordenara un poco.
— ¿Te pidió algo la señorita?
—No —dijo, parpadeando, dejando que lo invadieran el sueño y el cansancio, que la cara se le llenara de pecas—. Lo que hay es que dice que tenían que esperarla aquí, que mandó un telegrama, que el tren llegó atrasado.
— ¿Quién tenía que esperarla? —pregunté. Pensaba que ella era demasiado joven, que no estaba enferma, que había tres o cuatro adjetivos para definirla y que eran contradictorios.

— ¿Adivina? El tipo. Así es la cosa: una mujer en primavera, la chica esta para el verano. Y a lo mejor el tipo tiene el telegrama en el hotel y está festejando en el chalet de las portuguesas emborrachándose solo. Porque fui esta noche dos veces al hotel viejo, por la solterona del perro y el subcontador, y el tipo no apareció por ninguna parte. Borracho en el chalet, le apuesto.
Estuve moviendo la botella en el depósito de hielo para que se refrescara. "Es demasiado joven", volví a pensar, sin comprender el sentido de "demasiado" ni de qué cosa indeseable la estaba librando a ella, y no sólo a ella, a su juventud.

No podíamos dejar de mirar a la chica, no podíamos evitar pensar en el tipo aquel que la semana pasada anduvo con otra mujer, mayor que ésta que ronda la primavera, y ahora se trae a esta jovencita para meterla en la casa de las portuguesas. ¡Qué podíamos pensar!
¡Qué pensarían ustedes!... Además ese maldito Onetti, nos iba soltando todo lo que sabía en minúsculas dosis como gotas de veneno, porque él sabía que la otra mujer iba a venir y que coincidirían y que traería a un hijo, tal vez su hijo, para que también mediara en la lucha. ¿Qué lucha?
Si, al final estábamos todos equivocados, y cuando supimos la verdad, Onetti, ya era tarde. Maldito seas, porque yo sólo soy lector y me has convertido en protagonista de tu historia. Maldito seas Onetti, que tú bien sabes que es más fácil leer las historias planas, en las que el lector no se involucra, esas sencillas que tú nunca escribirías, ¿Por qué nos haces ésto? ¿Por qué nos has llevado hasta el pozo, a ese infierno tan temido, a saber que la vida es breve, a comerciar con Juntacadáveres, a los últimos adioses?

Cuando descubrí la última carta, Onetti, y me di cuenta que en aquel pueblo de tuberculosos éramos todos unos hipócritas, que sentíamos pura lascivia por meternos en la vida de las gentes, y supe que, de verdad, estábamos equivocados sentí vergüenza y rabia. Mi piel fue vergüenza durante muchos minutos y dentro de ella crecían la rabia, la humillación, el viboreo de un pequeño orgullo atormentado. Pensé hacer unas cuantas cosas, trepar hasta el hotel, y contarlo a todo el mundo, burlarme de la gente de allá arriba como si yo hubiera sabido de siempre y me hubiera bastado mirar la mejilla, o los ojos de la muchacha en la fiesta de fin de año —y ni siquiera eso: los guantes, la valija, su paciencia, su quietud— para no compartir la equivocación de los demás, para no ayudar con mi deseo, inconsciente, a la derrota y al agobio de la mujer que no los merecía; pensé trepar hasta el hotel y pasearme entre ellos sin decir una palabra de la historia, teniendo la carta en las manos o en un bolsillo. Pensé en visitar el sanatorio, llevarles un paquete de frutas y sentarme junto a la cama para ver crecer la barba del hombre con una sonrisa amistosa, para suspirar en secreto, aliviado, cada vez que ella lo acariciaba con timidez en mi presencia.

 Llegué tarde, como siempre hacemos, pero esta vez es tuya la culpa, Onetti.





6 comentarios:

  1. Excelente autor. Lo demuestras perfectamente con esta entrada. "El astillero" es una de las mejores obras que he leído. Un grande de verdad Onetti.

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    1. De acuerdo contigo, El Astillero es para mí su mejor novela. Qué se puede esperar de un tipo, que en un obra como La Vida Breve crea un personaje que inventa un lugar como Santa María y encima luego Onetti tiene la desfachatez de ir a buscarlo y encontrarlo para que todos nosotros también vivamos en él.

      No hay lugar tan mítico como Santa María.

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  2. Un pecado no compartirlo, ó no, Norberto?

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    1. Compartir la novela de Onetti Los Adioses es descubrir un poco del alma humana; de la de todos que no suele diferenciar la carne que habita.
      Una vez escuché a Juan Carlos Onetti decir: "¿Pero quién va a leer a Onetti dentro de treinta años? Nadie lo leerá y a mí no me importa.
      Sintiéndolo mucho, yo leo a Onetti treinta años después, porque Onetti es un clásico. Sus libros cada vez que vuelves a leerlos es como si los leyeras por primera vez. Ésa es mi definición de clásico.
      Veo que tú también lees a Onetti, treinta años después y mucha más gente...., por fortuna sigue vivo en Santa María con Olsen, Juntacadáveres y algún ser extraviado más.

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  3. Bueno, no se inventó a Santa María. El pueblo en cuestión se llama Santa María de Punilla y es famoso por su Hospital de Tuberculosos, donde se enviaban pacientes de toda América, porque se suponía que el aire de las sierras cordobesas era curativo. De hecho, su fama devino de que muchos tuberculosos se curaron en el Hospital de Santa María, pero el pueblo quedó estigmatizado por la enfermedad casi para siempre.

    Son datos reales, pero bien empleados en la ficción.

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    1. Gracias, Gavri, Tendré que viajar a Santa María de la Punilla; porque yo, como todos, también tengo que curarme de muchas cosas
      A ver si nos vemos por las sierras cordobesas..

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