sábado, 28 de enero de 2023

QUE EL BIEN OS ACOMPAÑE, ENTERRANDO ESTATUAS


Mi primer viaje a Armenia fue con la música y la melodía armenia de los Salmos y sus ocho tonos a la manera siria y griega. Eso sería por el año 451, más o menos cuando cantaban a la doctrina  monofisita, donde se reconoce solamente una naturaleza, la del Cristo, doctrina que sería condenada en el Concilio de Calzedonia y perseguida. 

La segunda vez fue cuando viajé con Ossip Mandelstam contra toda esperanza para recuperar la capacidad poética perdida. Los agentes de la policía secreta soviética nos persiguieron, buscaban a algo pero no lo encontraron. Buscaban un poema que había condenado a Maldestam a la muerte en el Gulag.

Y mi tercer viaje lo hice acompañando a Vasili Grossman con quien compartí vida y destino. 

El primer lugar que visité de Armenia fue Erevan y lo primero que llamó mi atención fue que en una montaña que dominaba la ciudad había una inmensa estatua de Stalin y donde quiera que se mirara sobresalía el gigantesco mariscal de bronce. Se yergue sobre Erevan, sobre Armenia; se alza sobre Rusia, sobre Ucrania, sobre los mares Negro y Caspio, sobre el océano Ártico, sobre la taiga de Siberia occidental, sobre las arenas de Kazajistán. Stalin es el estado.

Siempre he pensado, al igual que Ricardo Reis, que las estatuas glorificadoras no son más que perchas para las palomas, y que no tienen más fin que ser sabias recolectoras de su guano. Así que esa inmensa estatua de Stalin de más de cincuenta metros de altura tan sólo podría salvarla del excremento de palomas el intenso frío o el calor extremo.

Yo sabía que el tiempo no es benevolente con nadie y que tampoco lo sería con Stalin; pues la semántica de los valores juega como un prestidigitador con las palabras y los hechos, intercambiando ambos sobre el reloj de arena de la Historia, y se llena con mortal rapidez de héroes o villanos con el mismo rostro. 

Aprendí del más viejo armenio del lugar, después de participar en una asamblea de una granja colectiva del valle de Ararat donde se estaba decidiendo si retirar la inmensa estatua de Stalin, que el pueblo, que es quien paga todo, no necesita ninguna estatua de nadie; pero si hay que retirarla habría que recordar, según dijo el más anciano del lugar, que el estado recolectó cien mil rublos nuestros para erigir esta estatua de Stalin y ahora quieren destruirla. Destrúyanla cómo gusten, pero devuélvannos nuestros cien mil rublos.

 El anciano planteó: "Derríbenla, pero en vez de destruirla, entiérrenla. Quién sabe, si otro gobierno llega al poder, quizá esa estatua sea de utilidad y así no tendremos que desembolsar dinero otra vez".

Pensé que podía no ser una mala decisión que todas esas estatuas que siempre han pagado los mismos, con metáfora o sin ella, se entierren en vez de destruirlas porque, igual al final, nos va a tocar pagar parecidas estatuas, mira tú que los vientos de la Historia siempre vuelven. Y recordé mi viaje a Bosnia cuando me senté en Sarajevo frente a lo que fue la calle Gavrilo Princip, el héroe nacionalista serbio que asesinó al archiduque Francisco Fernando y que detonó con su acción la I Guerra Mundial.

Gavrilo fue considerado héroe nacionalista, lo que se dice un patriota. Más tarde los croatas amparados en la invasión nazi, lo declararon un fanático indeseable. Más tarde con la victoria aliada y partisana yugoslava fue nuevamente considerado un héroe; y después de la desintegración de Yugoslavia en los años 90 del siglo XX, volvió a caer en ese premeditado olvido por su ascendencia serbia. Y ahí que iba su estatua para arriba y para abajo. 

Por eso, igual, mejor sería enterrar la estatua de Stalin como decía el viejo campesino armenio. Si mediante "voluntaria cuestación" nos sacaron el dinero, no la destruyamos, enterrémoslas no sea que a los de siempre nos toque pagarla dos veces, carajo. 

Con lo fácil que hubiera sido prohibir por ley humana o divina cualquier copia o representación escultórica o pictórica de un ser humano. ¡Ah, no!, que ahora se trataría de tocar otras sensibilidades, y yo solamente he ido de viaje con Vasili Grossman intentando que el bien nos acompañe. 

Escuchando música armenia y sus ocho tonos me dolió y mucho su genocidio. Eso tienen los viajes en los libros; que te acercan donde nunca has estado.

Y es que en Armenia aprendí que nos pasamos la historia pagando las mismas estatuas desde los tiempos de Julio César; por eso, si buscas la eternidad lo más eficaz es enterrar la estatua bajo la arena, a poder ser de un desierto.










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