Hace mucho que apenas veo televisión. Hace mucho que conspiro de forma secreta cuando escucho la radio. Hace mucho que las noticias del día de un periódico las leo haciéndolas contemporáneas de la Antigüedad Clásica. Les juro que no es culpa mía, que yo soy hijo de mi tiempo.
Sin miedo, voy a nombrar al principal culpable de tamaña felonía.
Primeramente, para justificarme, diré que como consecuencia de un viaje a Méjico decidí leer el mes antes de volar solamente literatura mejicana, a ver si por un proceso osmótico y mágico se me pegaba algo de los grandes autores que vivían en ese país prodigioso que es este idioma, común para medio mundo, en el que ahora escribo.
El primer libro que leí me llegó sin yo pedirlo: En ésas estaba, cuando Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los dieciséis escalones de mi buhardilla con un paquete de libros; separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa: ''Lea esa vaina, carajo, para que aprenda''; era Pedro Páramo. Desde entonces suelo leerlo cada mes. Sé que a mi adorado García Márquez le ocurrió algo parecido. Una de esas coincidencias que sólo la Literatura, que vive muchas veces alejada de las simples leyes físicas, puede provocar. A continuación leí la colección de cuentos de El Llano en Llamas, y cuando me los sabía de memoria, decidí darme un descanso. Nunca estaremos lo suficientemente agradecidos a Juan Rulfo.
Luego, agarré a Carlos Fuentes y con el Gringo Viejo atravesé alguna que otra frontera mejicana, no siempre con valor; porque normalmente siempre somos valientes para la violencia pero pocas veces para el amor:
- ¿Y la frontera de aquí dentro?-, había dicho la gringa tocándose la cabeza.
- ¿Y la frontera de acá adentro?-, había dicho el general Arroyo tocándose el corazón.
- Sólo nos atrevemos a cruzar de noche-, había dicho el gringo viejo, -la frontera de nuestras diferencias con los demás, de nuestros combates con nosotros mismos.
Creo que el gringo viejo o Carlos Fuentes, que muchas veces la autoría de las frases célebres se diluye en el tiempo y en el habla popular, tenía razón: una pena y una cobardía.
También leí, de Carlos Fuentes, Aura y una colección de cuentos encuadernados en pasta dura y que me llevó por caminos nunca hollados de Méjico:
¡Le he dado una orden, gringo!¡Mátelo!¿No quiere hacerlo? Usted sólo quiere que lo matemos nosotros. ¡Frutos tenías razón! Los gringos sólo son buenos dando ideas; pero quieren que otros maten por ellos. Zacarías vete a pelotón que también vamos a fusilar a este gringo.
No me olvidé de leer a Mariano Azuela, retrartista de la Revolución, a quien yo le debo haber formado parte de las filas de Zapata y haberlos acompañado cuando Villa, sin ambicionarlo, se sentó en la Presidencial:
El río se arrastraba cantando en diminutas cascadas; los pajarillos piaban escondidos en los pitahayas, y las chicharras monorrítmicas llenaban de misterio la soledad de la montaña.
-Si Dios nos da licencia- dijo Demetrio- mañana o esta misma noche les hemos de mirar la cara otra vez a los federales. ¿Qué dicen, muchachos, los dejamos conocer estas veredas?
Esa noche no pude dormir apenas. Caí por cansancio.
Luego de la mano de Juan José Arreola intenté coger un tren que me llevara a T. Y eso que hablé con El Guardagujas explicándole mi urgencia por coger ese tren.
-Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?
-¿Lleva usted poco tiempo en este país?
-Necesito salir inmediatamente. Debo hallarme en T. mañana mismo.
-Se ve que usted ignora las cosas por completo. Lo que debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros -y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.
-Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.
-Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.
-¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.
-Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo, le daré unos informes.
-Por favor...
-Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe. Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias abarcan y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expenden boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta solamente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.
-Pero, ¿hay un tren que pasa por esta ciudad?
-Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto averiados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.
-¿Me llevará ese tren a T.?
-¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente un rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?
-Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?
-Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna...
-Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted...
-El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario, cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.
¡Santo Dios!, me dije; y ya que me lo fiaban largo agarré a José Emilio Pacheco que se había alistado en otras revoluciones de carácter poético, sabiendo que:
Sólo el árbol tocado por el rayo
guarda el poder del fuego en su madera.
Tanto, para al final darnos cuenta, José Emilio, que con el paso del tiempo:
Ya somos todo aquello
contra lo que luchamos a los veinte años.
Y por último, me acerqué a Méjico de la mano de Octavio Paz. El gran culpable de que haga mucho tiempo que yo apenas vea la televisión. Que haga mucho tiempo que conspire de forma secreta cuando escucho la radio. Y que haga mucho que las noticias del día de un periódico las lea haciéndolas contemporáneas de la Antigüedad Clásica. Les juro que no fue culpa mía; que yo soy hijo de mi tiempo. Sin miedo, Octavio Paz, les he nombrado el principal culpable de tamaña felonía.
Alguien me recomendó que antes de volar a Méjico leyera El Laberinto de la Soledad y, por proximidad, ya que en las estanterías de casa andaba un libro suyo de ensayos y prólogos, también leí Por las sendas de la memoria. Recomiendo la lectura (aparte de los ya citados) de este último porque el maestro navega como nadie por las sendas de su memoria, sabiendo que el gusto y el juicio – las dos armas de la crítica – cambian con los años y aun con las horas: aborrecemos en la noche lo que amamos por la mañana; o lo contrario, aborrecemos por la mañana lo que amamos por la noche. Nadie ignora que las noches son más dadas a las equivocaciones y a los arrepentimientos.
En ese libro no se despacha, con razón o sin ella, con benevolencia hacia nuestros tiempos el maestro: La gran rebelión del Arte y la Poesía comenzó con el Romanticismo; siglo y medio después los artistas han sido asimilados e integrados en el proceso circular del mercado. Son un tornillo más del engranaje financiero. ¿Hemos vuelto, maestro, a las ataduras del mecenazgo? ¿Será cierto que con la protección del poder y las cadenas del mercado la poesía es raudamente ahogada? ¿Será verdad que…? ¿Necesitamos otra revolución?
Me parece entrever una respuesta entre Las Sendas de la Memoria: La revolución era hija de la crítica y la ausencia de crítica había matado la revolución. ¿No hay salida, maestro? ¿Estamos en manos del mercado y del engranaje financiero?
Me contesta el maestro Octavio Paz con otra pregunta y ciertas referencias:
- A ver, Norberto, ¿Para qué sirven hoy nuestros poderosos medios de publicidad si no es para propagar y predicar un chato conformismo? Para Goethe la lectura de los periódicos era un rito, medio siglo después para Baudelaire, era una abominación, una mancha que había que lavar con una ablación espiritual.
Nosotros estamos encerrados en esa cárcel de espejos y de ecos que son la prensa, la radio y la televisión que repiten, desde el amanecer hasta la media noche, las mismas imágenes y las mismas fórmulas. La civilización de la libertad nos ha convertido en una manada de borregos. Uno de los rasgos, en verdad, desoladores de nuestra sociedad es la uniformidad de las conciencias, los gustos y las ideas, unida al culto a un individualismo egoísta y desenfrenado.
- Entonces me quedo con la poesía; pero no con cualquier poesía, ¿verdad, maestro?
- Haz caso a Pessoa-, me replica el maestro y cita: Sentirlo todo de todas las maneras. Abolir el dogma de la personalidad: cada uno de nosotros debe ser muchos. El arte es la aspiración del individuo a ser el universo. Y continúa recitando: No tengo ambiciones ni deseos. Ser poeta no es ambición mía. Es mi manera de estar solo.
Únicamente esa poesía es libre. Me quedo con ella. La del mecenazgo, la del engranaje financiero, la compañera del poder, la del mercado ya tiene sus estanterías llenas de versos y de grandes, muy grandes, obras de Arte que no me canso de leer (La Ilíada, La Odisea, Poema del Mío Cid, Canción de Roldán, la Divina Comedia…., hasta el día de hoy no son pocos manuscritos. Muchos casos en los que el Artista se superpone a la sociedad y a la vida que le tocó vivir)
Ya ven, les juro que no fue culpa mía; que yo soy hijo de mi tiempo. Sin miedo, les he nombrado los principales culpables de tamaña felonía.