domingo, 10 de noviembre de 2013

CALÍGULA, EL ÚNICO HOMBRE LIBRE






Apuré los días en Roma para conocerlo mejor. Me lo presentó un escritor francés, nacido en Argel, con fama de solitario que me espetó: “¿solitario me decís?, de momento, puede; pero estaríais muy solos sin estos solitarios”. Y yo le creí; por eso me he dejado acompañar casi siempre por algún que otro manuscrito suyo.

Pero esa vez fui a Roma para conocer a su personaje, al otro, al emperador: a Calígula. Él me lo presentó un verano en un teatro y lo sentí próximo, muy próximo, y entendí con toda lógica por qué la gente muere sin haber sido nunca completamente feliz, por qué cuesta trabajo ser absolutamente libre, por qué se imponen sobre la condición humana  las cuestiones materiales, la economía del estado y el poder que no lleva más que al vacío y al absurdo de la vida. Hasta allí me llevó Calígula y yo lo seguí.

En un principio, creí en él, como todos aquellos que lo rodeaban; pero luego, entendí cuanto estaba pasando y no tuve más remedio que hacer lo que me pidió: matarlo. Yo en Roma ya había usado la espada defendiendo a la República contra César, (siempre estuve al lado de Bruto y siempre justificaré el acero que Julio César merecía en su carne); pero ahora era diferente. Ahora yo mataba a Calígula, porque él me lo pedía, porque no había más remedio que matar al único hombre libre de Roma.

Llegué a Palacio y pregunté por él.

Yo lo vi salir del palacio. Tenía una mirada extraña.
Yo también estaba y le pregunté qué le ocurría.
¿Respondió?
Una sola palabra: "Nada".

¿Por qué ha huido?, quise saber.

No me gusta esto. Pero todo marchaba demasiado bien. El emperador era perfecto.
Pero ahora, ¿todo es por la muerte de Drusila?

¿Quién os dice que por Drusila?
Sí. Yo estaba presente, siguiéndolo como de costumbre. Se acercó al cuerpo de Drusila. Lo tocó con los dedos. Luego, como si reflexionara, se volvió y salió con paso uniforme. Desde entonces lo andamos buscando.
A ese muchacho le gustaba demasiado la literatura.
Es cosa de la edad.
Pero no de su rango. Un emperador artista es inconcebible. Tuvimos uno o dos, por supuesto. En todas partes hay ovejas sarnosas. Pero los otros tuvieron el buen gusto de limitarse a ser funcionarios. Es más descansado. Cada uno a su oficio.

Calígula apareció a los tres días demacrado, sucio de tierra y su propio orín, como enajenado. Nada más llegar pidió la luna.

Era difícil de encontrar.
¿Qué cosa?
Lo que yo quería.
¿Y qué querías?
La luna.
¿Qué?
Sí, quería la luna.
¿Para qué?
Bueno... Es una de las cosas que no tengo

En seguida vi que quería tenerlo todo, que quería ser todo, que quería la felicidad absoluta, la libertad absoluta; sin darse cuenta que para que eso ocurra sólo puede haber en la tierra un hombre libre, un único hombre libre, pues el resto no tendrá más remedio que vivir encadenado a sus deseos. Pero él lo consiguió, aunque fuera a costa del sacrificio de los demás, del sufrimiento de los demás, de la muerte de los demás, de la pobreza de los demás, del hambre de los demás.
No hay que extrañarse casi todos somos como él sólo que en otra medida. Buscamos la libertad, pero nunca la absoluta, menos mal.


Calígula vuelve a entrar. Veo que ya todos lo temen. Yo, también.

¿Y cuál es la verdad?
Los hombres mueren y no son felices.
Vamos, Cayo, es una verdad a la que nos acomodamos muy bien. Mira a tu alrededor. No es eso lo que les impide almorzar.
Entonces todo a mi alrededor es mentira, y yo quiero que vivamos en la verdad. Y justamente tengo los medios para hacerlos vivir en la verdad. Porque sé lo que les falta, Helicón. Están privados de conocimiento y les falta un profesor que sepa lo que dice.
No te ofendas, Cayo, por lo que voy a decirte. Pero deberías descansar primero.
No es posible.


La verdad, pensé, no es poco a lo que aspira el Emperador.
Aplaudí su gesto y, desde luego, me pareció el primer gran revolucionario cuando decidió ordenar los problemas del Tesoro Público sin exprimir a los de abajo, como había ocurrido desde siempre; y acabar con la primera gran injusticia de la humanidad: la riqueza y la opulencia heredada por nacimiento. Aplaudí ese gesto. ¡Bravo, Cayo Calígula! ¿Acaso no es injusto que alguien sea rico y su futuro sea con seguridad próspero por el hecho de nacer en un lugar, en un tiempo y con unos progenitores determinados? ¡Oh, gran justicia! ¡Bravo, Cayo!


¿No es verdad, querida, que es muy importante el Tesoro?
No, Calígula, es una cuestión secundaria.
Pero es que tú no entiendes nada. El Tesoro tiene un poderoso interés. Todo es importante; ¡las finanzas, la moral pública, la política exterior, el abastecimiento del ejército y las leyes agrarias! Todo es fundamental. Todo está en el mismo plano: la grandeza de Roma y tus crisis de artritismo. ¡Ah! Me ocuparé de todo. Escúchame un poco, intendente.
Te escuchamos.

Los Patricios se adelantan y temen las palabras del Emperador. Yo aplaudo porque sé lo que va a decir.

Bueno, pues tengo un plan que proponerte. Vamos a revolucionar la economía política en dos tiempos. Te lo explicaré, intendente..., cuando hayan salido los patricios.

Los Patricios salen temerosos.

Escúchame bien. Primer tiempo. Todos los patricios, todas las personas del Imperio que dispongan de cierta fortuna —pequeña o grande, es exactamente lo mismo — están obligados a desheredar a sus hijos y testar de inmediato a favor del Estado.
Pero César...
No te he concedido aún la palabra. Conforme a nuestras necesidades, haremos morir a esos personajes siguiendo el orden de una lista establecida arbitrariamente. Llegado el momento podremos modificar ese orden, siempre arbitrariamente. Y heredaremos.¿Qué te pasa?

El orden de las ejecuciones no tiene, en efecto, ninguna importancia. O más bien, esas ejecuciones tienen todas la misma importancia, lo que demuestra que no la tienen. Por lo demás, son tan culpables unos como otros. Ejecutarás esas órdenes sin tardanza. Todos los habitantes de Roma firmarán los testamentos esta noche, en un mes a más tardar los de provincias. Envía correos.
César, no te das cuenta..., le dice el intendente perturbado.
Escúchame bien, imbécil. Si el Tesoro tiene importancia, la vida humana no la tiene. Está claro. Todos los que piensan como tú deben admitir este razonamiento y considerar que la vida no vale nada, ya que el dinero lo es todo. Entretanto, yo he decidido ser lógico, y como tengo el poder, veréis lo que os costará la lógica.
Exterminaré a los opositores y la oposición. Si es necesario, empezaré por ti.

El intendente empieza a mascullar palabras un poco desordenadas, se le nota el miedo, y yo me alegro:
 César, mi buena voluntad no admite duda, te lo juro.

Ni la mía, puedes creerme. La prueba es que consiente en adoptar tu punto de vista y considerar el Tesoro público como un objeto de meditación. En suma, agradéceme, pues intervengo en tu juego y utilizo tus cartas. Además mi plan, por su sencillez, es genial, lo cual cierra el debate. Tienes tres segundos para desaparecer. Cuento: uno...

No vean cómo corría el intendente. No le dio tiempo al César a contar el número dos. Cómo me alegré viéndolo con su sombrero de copa, su puro, su chaqueta y su corbata desordenadas por las palabras de Cayo César, correr desenfrenado para evitar que Calígula contara tres y una espada, justiciera o vengadora, que a veces es lo mismo aunque no debiera serlo, cortara su cuello.

El intendente desaparece.

Escipión, que era valiente y que, con Quereas, ya planeaba matar al César visionario se levantó y gritó: ¡No es posible, Cayo!
Y Calígula le contestó: ¡Justamente!
No te comprendo.
¡Justamente! Se trata de lo que no es posible, o más bien, de hacer posible lo que no lo es.
Pero ese juego no tiene límites. Es la diversión de un loco.
No, Escipión, es la virtud de un emperador.
¡Ah, hijos míos! Acabo de comprender por fin la utilidad del poder. Da oportunidades a lo imposible.
Hoy, y en los tiempos venideros, mi libertad no tendrá fronteras.
No sé si hay que alegrarse, Cayo.

Los patricios tiemblan, los nobles tiemblan, pero el pueblo está con Calígula y por eso no se atreven todavía a asesinarlo. Parecía que estaba perdiendo la razón; pero sólo lo parecía.

Calígula hace callar a todos y mira a Escipión y a Quereas sabiendo que sus espadas ya están afiladas y los comprende y les dice: ¿vosotros, también, que sois mis amigos? Este mundo no tiene importancia, y quien así lo entienda conquista su libertad. Y justamente, os odio porque no sois libres. En todo el Imperio romano soy el único libre. Regocijaos, por fin ha llegado un emperador que os enseñará la libertad. Vete, Quereas, y tú también, Escipión, pues, ¿qué es la amistad? Id a anunciar a Roma que le ha sido restituida la libertad y que con ella empieza una gran prueba.

Quiso convertirse en un dios en la tierra. Condenando a muerte o salvando. Entregando la esclavitud y la desdicha o la opulencia y la bendición del Estado. Pero sobre todo culpables, empezó a necesitar demasiados culpables.

Haced entrar a los culpables. Necesito culpables. Y todos lo son. Quiero que entren los condenados a muerte. ¡Público, quiero tener público! ¡Jueces, testigos, acusados, todos condenados de antemano! ¡Ah, Cesonia, les mostraré lo que nunca han visto, el único hombre libre de este imperio!


Al sonido del gong, el palacio se llena poco a poco de rumores; y la muerte de César ya se avecina. Quereas y Escipión me llaman en un aparte y yo acepto porque sé que lo que Calígula quiere es un imposible. Ha empezado por ser el único hombre libre de Roma y quiere terminar siendo Dios y eso no se consigue con la libertad absoluta, sino con la bondad y la caridad absoluta. He aceptado: ¡Hay que matar a Cayo César Calígula!

Después de usar la espada, y con ella todavía ensangrentada,  decido viajar desde Roma a Venecia. He quedado en la calle de la Muerte con un tipo que me va a entregar, a cambio de un buen dinero, un ejemplar de la edición princeps de El Millón de las Costeras de Oriente de Marco Polo. Quiero volver a la tierra del gran Kublai, y el veneciano no es un mal guía.












Camus, que sepas que cien años después de tu nacimiento seguimos leyendo tus textos, bastante más vivos que los de tus críticos. Ah, yo, también, entre la justicia y mi madre, elijo a mi madre. Sabes de lo que hablo.




4 comentarios:

  1. Excelente. Volveremos a leer a Camus.

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    1. Gracias Boris.
      Nadie como Albert Camus para descubrir el alma humana. lo peor de todo es que nos enfrenta a un espejo y vemos que no somos tan diferentes a Calígula. Menos mal que el poder absoluto queda lejos.

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  2. Muy buena publicación. Camus un grande. Saludos.

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    1. Cierto; Camus, un gigante.
      "En los tiempos venideros mi libertad no tendrá fronteras"; no hay frase que acerque al hombre más al desastre con grandes palabras. No todo es libertad, ni todo es justicia.

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