Yo conozco la soledad. Tres años de desierto me han enseñado cómo sabe. Allí no da miedo dejarse la juventud en una tierra mineral. Lo que parece envejecer, lejos de uno, es el resto del mundo. Los árboles ya han dado sus frutos, las tierras se han cubierto de trigo, las mujeres ya son hermosas. La estación avanza, habría que darse prisa en volver... La estación avanza, pero uno se encuentra retenido muy lejos... Y los bienes de la tierra resbalan entre los dedos como la fina arena de las dunas.
(Tierra de los Hombres - Antoine de Saint Exupéry)
Nadie puede ignorar que cualquiera que haya estado mucho tiempo en un entorno hostil, alejado de la seguridad de su acostumbrado mundo, conoce el sabor de la soledad. Porque la sensación de soledad no llega de pronto, como llega el viento del desierto, sino lenta como se mueven las dunas. Ésa es la prueba de que habitamos un planeta errante.
Es en esos momentos de soledad cuando uno se fija en un estanque que mantiene relaciones con la luna y nos revela ocultos parentescos, pero yo he descubierto otros signos de esa relación. En soledad da tiempo a pensar de todo. A veces es necesaria, otras es una cárcel; y no es fácil administrar las dosis precisas de soledad para que nuestra alma crezca y se haga fuerte para esos momentos que todos vivimos alguna vez, ya sea en un desierto, en el mar, dentro de un barco o en una ciudad prisioneros de las propias paredes de nuestra casa.
No crean que yo, en algunos momentos, no he oído en la oscuridad, a miles de kilómetros de casa, viendo el cielo lleno de estrellas en la noche, a alguien que me llamaba, diciendo: Por favor..., ¡dibújame un cordero!
Y me he dicho: ¡Aquí está!, ¡sabía que algún día aparecería!
La prueba de que el Principito existió es que era encantador, que reía y que quería un cordero. Querer un cordero es prueba de que existe.
Me pareció un buen momento para hablar de mi pasado y me dio por contarle de dónde venía yo, dónde estaba mi casa y lo que había dejado atrás:
Pues, así es, le dije, he terminado por ir a cualquier parte. Derecho, siempre adelante. Y él me contestó: Derecho, siempre delante de uno, no se puede ir muy lejos. No pude menos que darle la razón porque, hasta conocerlo, yo había vivido de esa manera, intentando conseguir mil metas, a veces a precios insoportables, sin administrar ninguna paciencia ni calma, sin saborear los momentos de dicha, que siempre hay algunos; porque no tenía tiempo, como ese loco conejo al que persigue Alicia. Y persiguiendo a un conejo loco sólo es posible terminar la vida en la fiesta de cumpleaños de un sombrerero chiflado.
Por eso, creo que no es malo que un día, aunque suframos, quedemos atrapados en algún desierto: bienaventurado también este Sáhara, en el que el día y la noche balancean a los hombres de una a otra esperanza con toda naturalidad.
Me he pasado la vida haciendo exámenes, memorizando manuales sobre los que después era preguntado palabra por palabra, usando el único atributo de la memoria, y me he dado cuenta, en un desierto, y abriendo un libro de Saint Exupéry, que después de andar estudiando, a diestro y siniestro, fueron pocos los sabios que intentaron enseñarme a pensar: Se creía que para hacerlos crecer bastaba con vestirlos, alimentarlos, satisfacer todas sus necesidades. Si se les instruye bien, ya no se los cultiva. Quien crea que la cultura se basa en recordar fórmulas tiene una opinión muy triste de ella. Un mal alumno de matemáticas específicas sabe más sobre la naturaleza y sobre sus leyes que Descartes y Pascal. Ahora bien ¿es capaz de llevar a cabo los mismos recorridos espirituales? Hay pocas escuelas donde enseñen a pensar, es más fácil o más "prudente" enseñar a estudiar de memoria reduciendo el apredizaje a un único texto. Un poco triste. Menos mal que yo conocí a un pequeño sabio de 7 años que venía del asteroide B 612, o de la China, y me llevó a un libro en el que venía escrito que sólo seremos felices cuando seamos conscientes de nuestro papel, incluso del más discreto. Sólo entonces podremos vivir en paz y morir en paz, pues lo que da un sentido a la vida da un sentido a la muerte.
El Principito me contó que había conocido un rey que sólo sabía dar órdenes, pero que no parecía feliz; y también a un geógrafo que no había salido de los sesudos volúmenes que estudiaba, sin haber visto un amanecer y sin haber ido a buscar las Montañas de la Luna en el África, que tampoco parecía feliz; y a un hombre que compraba y hacía negocios con las estrellas por el mero hecho de poseerlo todo, cuando en realidad no tenía nada, y que tampoco parecía feliz; y que conoció a un vanidoso, y a un borracho, y... Para, para, Principito, le dije, son suficientes ejemplos, si sigues así, voy a terminar encontrándome yo mismo entre algunos de los ejemplos de infelicidad que citas; que siempre hay por donde rasgarlo a uno. A eso se le llama ser humano, Principito.
Ser humano..., ¿acaso era humano lo que estaba leyendo en aquellos momentos en la Tierra de los Hombres? No, no lo era en absoluto, querría no tener que recordarlo, pero no tengo más remedio, quien ha tenido un roce con la esclavitud tiene que contarlo, tiene que denunciarlo, porque es su deber:
El orgullo del esclavo es la brasa de su señor.
Yo conocía a aquellos esclavos. Entran en la tienda cuando el jefe ha sacado de su caja de tesoros el hornillo, el hervidor y los vasos; de esa caja repleta de objetos absurdos, de candados sin llaves, de floreros sin flores, de espejos de cuatro chavos, de viejas armas, y que vistos así perdidos en la arena, recuerdan los restos de un naufragio.
Entonces, el esclavo, mudo, carga el hornillo con ramitas secas, sopla sobre la brasa, llena el hervidor y mueve,. Para unas tareas de niña pequeña, unos músculos capaces de arrancar de cuajo un cedro. Está sosegado. El juego lo ha cautivado: hacer el té, cuidar de los dromedarios, comer.
Apenas se acuerda de la hora del rapto, de aquellos golpes, aquellos gritos, aquellos brazos de hombre que lo arrojaron a su noche actual. No se siente desgraciado, se siente enfermo. Al final se acercan humildemente a la vida y con un amor mediocre construyen su felicidad. Les ha parecido cómodo abdicar, convertirse en siervos y participar de la paz de las cosas. El orgullo del esclavo es la brasa de su señor.
El esclavo nunca está encadenado. ¡Qué poco lo necesita!
Sin embargo, un día, lo liberarán. Cuando sea demasiado viejo para valer su comida o su vestido, le concederán una libertad desmesurada. Durante tres días se ofrecerá, en vano, de tienda en tienda, cada día más débil, y al final del tercero, prudente como siempre, se tumbará en la arena. Los he visto así en Juby, muriendo desnudos. Los demás convivían con su larga agonía, pero sin crueldad. Todo aquello se hacía con naturalidad. Era como si le dijeran : "Has trabajado bien, te has ganado el sueño, vete a dormir".
No me he resistido a contarlo todo porque, sin duda, ese tipo de situaciones siguen dándose en muchos lugares del mundo sin necesidad de que ocurran en lejanos desiertos. No hace falta llevar colgadas las cadenas para convertirte en un siervo.
Decidí cambiar de tema, ¿qué buscas?, le pregunté al Principito. Busco a los hombres, me contestó. Los hombres, le dije, tienen fusiles, pueden ser peligrosos. Seguro que no todos son peligrosos, me contestó, con algunos se podrá incluso reír y crear lazos. Sí, a lo mejor, no hay porqué ser tan pesimista. Aunque nunca viene mal aprender a defenderte. El desierto es bello, agregó. Sí, le dije, muy bello.
Seguí leyendo Tierra de los Hombres y pensé que las palabras que estaba leyendo habían sido escritas el día antes:
Pero hoy, el respeto al hombre, condición de nuestra ascensión está en peligro. Los crujidos del mundo moderno nos han sumido en las tinieblas. Los problemas son incoherentes, las soluciones contradictorias. La verdad de ayer está muerta, la de hoy, aún por edificar. No se vislumbra ninguna síntesis válida. Cambia la ciencia y el progreso a una velocidad vertiginosa, pero no cambia la filosofía, la poesía del alma, ni los problemas del espíritu. Puede que algo no vaya bien.
La primera foto es de Argentina, la patria de Borges, Cortazar, Sábato, Echeverría, Sarmiento, Reyes, Lugones, Carriego, Hernández y su infinita pampa...un desierto donde merece la pena perderse. Aunque siempre tenemos un desierto a mano. Yo me he perdido, por razones geográficas, en otros más cercanos.
La segunda es una de las selvas por donde he andado con mi Principito.
La tercera es de Chile, la patria de Neruda, Mistral, Glana, Bolaños, Bello, Donoso, Edwards... A ver si algún día puedo atravesar todo Chile a lomos de La Poderosa. Si no, lo haré en tren.
La lava ardiente es en Guatemala. Mi primer contacto con Guatemala fue a través de Miguel Ángel Asturias y sus leyendas; un diamante.
Gracias, amigo, por las fotos y por los viajes.
¿Crees que el Principito cuando llegó a la Tierra encontró lo que buscaba? ¿Mereció la pena?
ResponderEliminarCreo que sí, que encontró lo que buscaba y que mereció la pena: Conoció montañas, atravesó desiertos, rió, lloró, se sintió solo, y se sintió acompañado; también abandonado y recogido, conoció el bien y supo del mal, anduvo con un mercader, con un guardagujas, con un rey, con un sabio, con un loco; y ahora se escucha su risa en el cielo.
Eliminar¿Acaso no es eso haber encontrado a los hombres?, ¿no es eso ser un hombre?
"Cuando mires al cielo, por la noche, como yo habitaré en una de ellas, como yo reiré en una de ellas, será para ti como si rieran todas las estrellas. ¡Tú tendrás estrellas que saben reír!"
¿Quién no ha hablado con las estrellas alguna vez?. Siempre merece la pena haber pasado por aquí.