jueves, 4 de mayo de 2023

EL LIMPIABOTAS, UNA HISTORIA DE MALÍ

Esperar y ser paciente a que alguien llegue o se vaya es rutina, la mayoría de las veces, en mi trabajo. Buscar una carretilla elevadora no es muy poético, pero es de suma utilidad cuando hay que levantar pesadas cargas; y en buscar en estos apartados lugares, mil extrañas cosas que pueden necesitarse, somos expertos.

Así que, después de haberla encontrado, tuvimos que esperar a nuestros compañeros, que también estaban en otra extraña maniobra logística: «Tardaremos una media hora». «Pues os esperamos en la gasolinera, donde el calor multiplica el brillo». Supongo que Miguel ha pensado que soy un literato irredento, pero ha entendido donde es. 

Esperar media hora a cincuenta grados, con esta pesada sombra de infinito calor, es sudar y vivir mucho más tiempo por lo largo que se te hace; por eso, algunas veces el Cielo se apiada de nosotros y nos envía un ángel; otras veces, un demonio.

Y esta mañana, viéndonos penar, nos envió un ángel. Sus pantalones eran harapos, su camisa llena de la arena roja que aquí lo envuelve todo, sus zapatos comidos por la tierra y llevaba una mochila donde guardaba una botella de agua, un sobrecito de detergente y dos pequeños cepillos. Un auténtico ángel de no más de seis años. 

Lo vi llegar brillo a brillo. Me enseñó los cepillitos y me preguntó si quería que me limpiara las botas. No podía negarme, aunque siempre recelo en estos casos, cuando un niño tan pequeño anda así. Pero este lugar está lleno de niños que se buscan la vida continuamente. Y si el cielo lo ha traído hasta aquí...

Como me he pasado media vida limpiando botas negras y áridas con betún o grasa, pensé que era un riesgo para mis botas ese agua marrón y ese detergente; pero no podía perder la oportunidad de hablar con un ángel. Así que los dos nos pusimos manos a la obra.

No nos entendíamos hablando, pues él solo hablaba bambara, pero nos entendíamos riendo. Al principio, no permitió que yo utilizará los cepillos ni con mis botas ni con sus chanclas. Eran sus instrumentos de trabajo. Pero luego, me dejó hacerlo. Y no se imaginan cómo brillaban mis botas y sus chanclas. Eran de un brillo especial, eran de un brillo de este lugar donde el sol es capaz de quemar los ojos. Eran de un brillo encendido en un lugar donde abundan corazones apagados.

Pronto, las botas empezaron a brillar como nunca y se ajustaron a mi pie como si fueran parte de mí, ahora sí que llevo unas botas mágicas; y eso que aquí no vivimos tiempos de hadas, ni se les espera, como cuando las botas mágicas se las calzaba un gato.

Como dos gatos con botas de siete leguas, Jesús y Ángel fueron corriendo a comprar dos bolsas de comida y zumos. Después de tan arduo trabajo uno siempre está hambriento. Menudo equipo tengo.

                             






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