Antes de 1914, viajé a la India y a América sin pasaporte; es más, nunca había tenido ninguno.
Antes el hombre sólo tenía cuerpo y alma, ahora además necesita un pasaporte, de lo contrario no se le trata como a un hombre.
De todas las profesiones que se pueden tener, elegí o me eligió, que el azar o la severa predestinación juegan a su antojo, aquella que no necesita pasaporte para cruzar fronteras perpetuamente difuminadas por la guerra; y siempre me pareció una ironía perversa que en la guerra el pasaporte fuera papel mojado y en la paz, cuando volviera a visitar esas piedras mágicas que habían sobrevivido a esa cultural y humana costumbre de las guerras e invasiones, necesitaría mil sellos y visados.
Por eso, me sorprendí tanto cuando en esa ciudad, nada más llegar, me pidieron el pasaporte. Ya no recordaba, que a Borges y Zweig nunca se lo pidieron porque se dieron a los viajes por Europa y por el mundo antes de 1914. Yo llegué en 1994. Y les dije: «mire esta mujer y yo somos vieneses, tengo una habitación de hotel, un restaurante a espaldas de la catedral de San Esteban y la nieve por testigos». Le enseñé una entrada del Teatro de la calle Winke Wienzeile, un tique del Schloss Schönbrunn y una foto que nos hizo un cochero con chistera en un coche de caballos.
Europa no cedió y nos pidió el pasaporte. Lo entregamos sumisamente y me fui a la caza de Stefan Zweig, austriaco, judío, escritor y humanista. Fui a buscarlo antes de que llegaran los nazis; a él y a Europa:
He visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacional socialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea.
Nací en 1881, en un imperio grande y poderoso —la monarquía de los Habsburgo—, pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro. Me crie en Viena, metrópolis dos veces milenaria y supranacional, de donde tuve que huir como un criminal antes de que fuese degradada a la condición de ciudad de provincia alemana. En la lengua en que la había escrito y en la misma tierra en que mis libros se habían granjeado la amistad de millones de lectores, mi obra literaria fue reducida a cenizas. De manera que ahora soy un ser de ninguna parte: forastero en todas; huésped, en el mejor de los casos. También he perdido a mi patria propiamente dicha, la que había elegido mi corazón, Europa, a partir del momento en que esta se ha suicidado desgarrándose en dos guerras fratricidas.
Cuando uno intenta trazar retrospectivamente los errores de la política después de la Primera Guerra Mundial, se da cuenta de que el mayor de todos fue que tanto los políticos europeos como los norteamericanos no llevaron a la práctica el claro y simple plan de Wilson, sino que lo mutilaron. La idea del mismo era conceder libertad e independencia a las pequeñas naciones, pero él había visto con acierto que tal libertad e independencia sólo podían mantenerse dentro de una unidad de todos los estados, pequeños y grandes, en una organización de orden superior. Al no crear esa organización -la auténtica y total Liga de Naciones- y al aplicar sólo la otra parte de su programa, la independencia de los estados pequeños, en vez de paz y tranquilidad se creó una tensión constante. Pues nada es más peligroso que el delirio de grandeza de los pequeños y lo primero que hicieron los estados pequeños, tan pronto como se formaron, fue intrigar los unos contra los otros y disputarse territorios minúsculos.
He seguido a Zweig hasta Brasil. Se ha suicidado. Veremos si Europa no hace lo mismo.
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