sábado, 26 de enero de 2019

UNA NOCHE EN EL CAFÉ VOLTAIRE CON HUGO BALL


Decir que llegué a Hugo Bäll por soledad, no es equivocarme. En aquel tiempo ni había oído hablar de él, ni sabía dónde estaba el Cabaret Voltaire. Simplemente acababa de llegar a Madrid, con dieciocho años, para preparar unas oposiciones. Durante dos meses, antes de irme a una residencia universitaria, me alojé en una pensión donde compartía habitación con un albañil italiano y un conductor de camiones que andaban con sendos trabajos temporales en la ciudad de más de un millón de muertos. Apenas los veía, pues cuando ellos llegaban yo ya estaba durmiendo; lo cual me permitía tener la habitación para mis estudios todo el día.

Los fines de semana se me hacían muy largos, pues no conocía a nadie que no fueran los alumnos de la preparatoria; así que los sábados cogía el metro y me iba al centro a deambular sin más rumbo que despejarme y entretenerme con los escaparates de la calle libreros. El tercer fin de semana de paseo sin rumbo vi un cartel en Gran Vía donde presentaban una de esas enciclopedias de infinitos volúmenes que siempre llamaron mi atención.

Cuando subí a la primera planta, que me señalaba una flecha xerografiada sobre cartón, vi que aquello no era una presentación al uso; sino que colocados en varias mesas esperaban sentados los vendedores de enciclopedias que a mí me parecieron cientos. Sin escapatoria posible tuve que sentarme en una de las mesas. Rápido, le dije al vendedor que me había confundido, que pensaba que era una presentación y no una venta one to one; y que no quería hacerle perder el tiempo. "En cuanto te vi tan joven ya sabía yo que este no era tu sitio", me dijo. "Ya", le contesté, "cuando vi el cartel me pareció que acudir a una presentación de enciclopedias era una buena forma de pasar la tarde". "¿Qué edad tienes?", me preguntó. "Dieciocho años", le contesté. "No creo que sea una buena forma de pasar la tarde, con dieciocho años, acudir a la presentación de una enciclopedia. Como no quiero que te vayas de vacío", continuó hablando, "toma, llévate este libro, no tengo otro". Y me dio un libro con una portada ajedrezada roja y amarilla con un título que evidenciaba muy poco tacto mercantil: Crítica a la Inteligencia Alemana de Hugo Bäll.

Me fui de allí, dándole las gracias a ese vendedor de enciclopedias tan benevolente con los jóvenes desnortados, sabiendo que Hugo Bäll tardaría muchos años en escribir la Crítica a la Inteligencia Alemana para mí. Ese libro lo tuve dos años en mi mesita de noche sin poder leer más de una página seguida. Al cabo, lo dejé en mi estantería para que durmiera con mi colección de libros que nunca leeré, que es amplia; pero tan necesaria como la de los libros leídos.

Veinte años después, vi que el vendedor no se equivocó. Vi que llegaba el momento del antiarte, de la rebelión contra esa Gran Guerra que encandiló a la intelectualidad europea después de vendarse los ojos para caer voluntariamente al abismo. Vi, veinte años después, que ya era hora de la provocación, descubrí que la burguesía a la que pertenezco desde que tengo uso de razón no merece más arte que el del cinismo y el que trae el puro azar. entendí que había perdido muchos días paseando sin rumbo en vez de entrar con descaro en el Cabaret Voltaire, presentarme y ponerme a hablar con Hugo Bäll, Emmy Hennings, Hans Arp, Tristan Tzara, Marcel Janco, Walter Serner, Richard Huelsenbeck o Sophie Taeuber. Y aprender a bailar en libertad sin pasos o convertirme en enemigo a muerte de Lutero, que sin duda colocó a Hitler en el Reichstag con paso largo y mano enhiesta, para volver al cristianismo primitivo, el de los eremitas aristotélicos, donde se hallaba la solución de la Alemania de entreguerras: quizás los católicos y los judíos lleguen a unirse un día para salvar a Alemania de la ciénaga en la que se halla inmersa, porque de otra manera Europa va dirigida a la perdición. Es 1919 y ha visto demasiado. No verá lo que está por venir.

Durante muchos sábados seguí deambulando por Madrid con ese libro en el bolsillo, no tenía otro que no hablara de Álgebra, de Cálculo, de Física o de Química; y para mí sigue teniendo un gran significado porque con ese regalo, que yo sentí como el interminable e infinito Libro de Arena que me regaló un anciano viajero que venía de Las Horcadas, un vendedor de enciclopedias me explicó que hay lugares y libros que no son para jóvenes, que cada texto tiene su tiempo y que los escritores, si te empeñas, terminan siempre escribiendo para ti.

Es por ese motivo que todos los años, durante unos días, agarro la Crítica a la Inteligencia Alemana de Hugo Bäll y vuelvo a subrayar alguna frase que pasó sin que me diera cuenta: Los grandes valores morales de la humanidad (alma, paz, confianza; respeto libertad y fe) son calculados según el éxito que se obtiene de ellos, siendo utilizados como medio para conseguir propósitos que se oponen al significado tradicional de estos mismos conceptos. Sigo sin comprender del todo ese volumen, pero eso es lo de menos, lo importante es que me hizo salir a la calle, buscar el cabaret Voltaire de la Spiegelgasse, nº1, y conocer a una mujer que me obligó a saltarme todas las leyes de la literatura.




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