domingo, 2 de diciembre de 2018

LA SENTENCIA DE MUERTE DE OSIP MANDELSTAM

Мы живем, под собою не чуя страны
Vivimos sin sentir nuestra tierra bajo los pies.

La primera vez que vi el alfabeto cirílico tenía mucha prisa; y lo hice cruzando una de esas fronteras imaginarias que pintaron cuatro locos estafadores sociales que se abrazaron a los más feroces nacionalismos en el corazón de Europa. Yo maldigo a los cuatro y a la chusma de caciques de cuello muy fino que los aconsejaban y los acompañaban y que sólo buscaban favores para su propio beneficio. Yo los maldigo a los cuatro que nos hicieron vivir sin sentir la tierra bajo nuestros pies. Sabiendo que a todos; con la misma piel, la misma sangre y el mismo origen y linaje; sólo nos diferenciaba el lugar de la línea donde cada uno se había situado, con voluntad o sin ella, para recibir la muerte.

Con estos increíbles signos cirílicos, me dije mientras miraba extasiado el cartel azul agujereado a balazos que indicaban que estábamos entrando en una nueva República, escribió Mandelstam, sobre una pared poco antes de morir camino del Gulag, los mejores versos que puede escribir un poeta mientras se le acerca la muerte: ¿será posible que yo exista realmente, que esto que llega es la muerte? Esa pared debiera de haberse convertido en Patrimonio de la Humanidad.

Osip tiene mucho frío y la ve venir, desnuda, como él se siente y la siente; que desnudos siempre nos ha llegado la mayor dicha y la mayor pena. Ya no aguanta más persecución ni más condena. La noche arada y negra, de los cercos de las estepas, se heló en los pequeños matices que mandan las estrellas. Tras el muro, el dueño, ofendido, va y viene con sus botas rusas.

El montañés del Kremlin parece que ha podido con él, con un maestro de las letras rusas que, como todos los poetas de la Unión Soviética, anda padeciendo el mayor drama que puede padecerse: su poesía no puede publicarse; no puede trabajar, salvo para contar las excelencias del realismo socialista ruso; ni siquiera con sus amigos puede declamar sus versos pues teme la delación.

El Epigrama contra Stalin sólo lo han oído doce amigos, no hay documento escrito, doce apóstoles de la poesía entre los que hay un traidor; pues ya lo tiene el carnicero oseta entre sus dedos gordos como gusanos, grasientos, y deja caer despacio sus palabras como pesados martillos, certeras, ¿este Mandelstam es verdaderamente un maestro de la poesía? Bujarin habla a su favor, y Pasternak; pronto, ellos serán también represaliados, que la libertad no vive en el hielo, ni encima ni debajo, ni llega de las montañas. Sus bigotes de cucaracha parecen reír y relumbran las cañas de sus botas.

Osip ha intentado suicidarse sin éxito. Marina lo hace. Y Maiakoski. Pasternak tiene a su amada Lara condenada a cinco años en el Gulag. Y Nikolái Gumiliov, poeta y marido de Anna Ajmatova, ha sido acusado de conspiración y fusilado; y su hijo arrastra una pena de veinte años de trabajos forzados. Qué mal lleva la tiranía la poesía, sobre todo en Rusia. El de los bigotes de cucaracha ríe y como herraduras forja un decreto tras otro: A uno al bajo vientre, al otro en la frente, al tercero en la ceja, al cuarto en el ojo. Toda ejecución es para él una fiesta que alegra su amplio pecho de oseta.

Mandelstam sabe que su futuro está tachado por los dedos, como gusanos grasientos, del montañés del Kremlin porque sabe, inevitable, que el principal trabajo del poeta es no sucumbir ante la mentira. Deja de mantenerse firme porque ya conoce su futuro y se deja llevar a Kolymá como un cordero inocente muerto por los versos.  

Mientras Mandelstam desaparece camino del Gulag, ¡quién sabe cómo le llega la muerte!, Moscú son cerezos en flor y días marcados por las ejecuciones.

En eso pienso cuando veo un cartel en cirílico mientras atravieso una nueva frontera, que han pintado cuatro dementes estafadores sociales que se abrazaron a los más feroces nacionalismos en el corazón de Europa. Мы живем, под собою не чуя страны, Наши речи за десять шагов не слышны; Vivimos sin sentir la tierra bajo nuestros pies, nuestras palabras no hay quien las escuche a diez pasos.

Nada sé de Mandelstam desde ese día. Creo que es hora de empezar a perseguirlo, ¡yo también voy a perseguirlo!, pues el jardinero soy y soy la flor. En esta cárcel del mundo no estoy solo. No hay nadie que no haya vivido como una hoja en blanco. Sobre todo ahora que he visto por primera vez palabras en cirílico.

Tras arrancarme los mares, la fuerza, el vuelo, y atar mis pies al peso de vuestros desfiles de acero. ¿Qué habéis logrado?. Una perfecta nada. Mis labios temblorosos no me los podréis arrancar.




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