domingo, 1 de abril de 2018

EL AMOR DE TODA UNA VIDA


No recuerdo un día de mi vida en que no estuviese enamorado.

Siempre he creído que uno aprende a leer y a enamorarse a la vez, y que la palabra navega por el corazón junto a las hormigas, exclusivamente, para dar forma a los más escondidos sentimientos; y es por eso que la poesía y la música es la ciudad fortificada sobre cuyas seguras murallas empezamos a caminar con el corazón en la mano. 

Cuando aún no conocía a Garcilaso ni sus amores perdidos por doña Isabel de Freyre en Portugal, siendo yo un niño de pantalón corto, lo imité soñando con María, la portuguesa. En los juegos que protagonizan los niños bebí de su respiración, toqué sus manos, rodamos por el césped de la casa donde vivía en un juego de fuerza donde nunca salí triunfante y curábamos las heridas de nuestras rodillas con esa saliva salvadora que perdona cualquier caída. Una tarde, toda la familia se marchó buscando otros destinos, y María, la portuguesa, quedó como un recuerdo. Escrito está en mi alma vuestro gesto, y cuanto yo escribir de vos deseo, vos sola lo escribisteis, yo lo leo tan solo, que aun de vos me guardo en esto.

Seguí creciendo, siempre enamorado; y, de adolescente, fijé mis ojos en Encarnación, la única mujer cuya belleza se hizo carne para pasión ingrata de la mía. Si el corazón no es carne como lo demuestra el amor, sí lo es la belleza, ángel terrible, que bien pintada de formas y  contenido es capaz de embaucar los cinco sentidos de una persona. Así era Encarnación. Nunca dejó caer sobre mí una mirada, pero yo la soñé con los nombres de Laura, Beatriz, Heloísa, Altisidora o Laureola; y durante un tiempo hasta que marchó a Italia no imaginé un sueño sin ella: cuando estuve a punto de ser futbolista, cuando aquellos versos que escribí, en mi mente, podían competir con los de Claudio Rodríguez, cuando anduve por puertos y muelles llenos de oportunidades y peligros, cuando fui soldado en un país extraño; allí estaba ella siempre acompañada de Platón; siempre lejos. Esto lo sabe el mundo, pero lo que nadie sabe, es librarse de este cielo que en un infierno cabe.

Cuando las tierras italianas me libraron del infierno del amor que en poco cielo cabe, me llegó la misma cara de la moneda con Isabel, la bella Isabel Guzmán, que yo pinté con los colores que deforman la conciencia, la memoria y el tiempo en la novela La Máquina del Mundo que es, como nadie ignora, demasiado compleja para el entendimiento de un solo hombre. Isabel estaba trocada con los mismos elementos renacentistas que Encarnación; ojos azules, pelo rubio, dientes como el marfil y una sonrisa que lo devoraba todo, incluso a mí. Y entonces entendí por qué el Renacimiento fue más destructor que creador, tanto del pasado como del futuro. Tampoco recibí una mirada suya y terminé ciego, deseando que me llegara algún tipo de condena por seguir cegueras sin mancilla por lo que tanta bruma nos separa y hace del resplandor su maravilla; y esperando que el olvido, igual que antes había hecho su trabajo en Italia y en Portugal, lo hiciera ahora en tierras de Andalucía.

Regina era una mujer casada, como todo el mundo sabe, y también la pinté en La Máquina del Mundo, huyendo de Sanlúcar con Isabel, juntas y enamoradas, con la seguridad de que seguían por selvas infinitas, perdidas por mí para siempre.

Como ya nadie ignora, siempre he estado enamorado, yo creo que desde que aprendí a leer; y a menudo, tal vez a causa de un exceso de sensibilidad enquistada, necesité ser salvado por labios vencedores, sonrisas diáfanas, supuración del amor vano o por la caridad de otra piel que fue poco recompensada por mí. Esos labios me enseñaron, con Lorca, a pasar la mano sobre su blancura y para ver que nevada melodía se esparce en copos sobre su hermosura.

Miro hacia atrás, quitándome años, y recuerdo los besos que recibí acaso sin merecerlos: aquellos de una mujer con nombre de Zarina, Grande de Rusia, que decidió darme un beso a las puertas del Guadalquivir; y aquellos besos con el perfume de las Rosas en un amor fieramente no correspondido; y los besos de una ninfa recién salida del río y que volvió a él susurrando mi alegría a las Nereidas; y recuerdo aquellos fríos besos bajo las más impresionantes murallas del mundo que dieron Socorro a mi destino. Aunque como Luis Rosales, debo decir que no me he equivocado en nada, salvo en lo que más quería.

Como seguía siempre enamorado en una falla continua de sentimientos, llenos de absurdos desencuentros y errores de cálculo irreflexivos, decidí volver a andar sin voz en el amor. Pero eso, cuando el tiempo construye corazones es imposible; así que, sin buscarla ni desearla, cuando ya había tirado a la orilla del Guadalquivir todos los volúmenes de Pedro Salinas, apareció ella: Dima, de entre la tiniebla densa el mundo era negro: nada. Cuando de un brusco tirón, forma recta, curva forma le saca a vivir la llama. Ella fue capaz de todo eso, para la vida y para el tiempo; para el amor de toda una vida.

Dima, más dulce que el más dulce chocolate, que fue capaz de recoger mis trozos de aquella azotea de hospital, bajo la lluvia, que no era lágrimas sino puñales, porque yo venía tan malherido, tan malherido, después de amar a la hermosa mujer de los pechos cortados. 





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