domingo, 2 de julio de 2017

VOLTAIRE, EL CÁNDIDO, Y EL MEJOR DE LOS MUNDOS POSIBLES

Andar por París con François-Marie Aròuet significa meterse en líos. Pero, ¡cómo renunciar a ellos si la recompensa es llegar a conocer a un filósofo de la talla de Pangloss y a un literato llamado Martín, que había estado escribiendo a destajo por encargo de los libreros de Ámsterdam, tarea que le pareció la más a propósito para aburrir a un cristiano y hacerle apetecer la muerte!

François-Marie me llevó por el barrio latino, donde me pagó un menú de pobre; sinceramente yo esperaba algo más, pero como todo el mundo sabe, los nobles no se prodigan mucho en la opulencia ajena; y aunque algunos lleven sangre revolucionaria en las venas nunca pierden sus instintos ni ante la avaricia ni ante la lujuria.

Primero apareció Pangloss con la cara y el cuerpo arrebatados por esa enfermedad innombrable que recorre todos los caminos, desde las míseras pensiones de París hasta los más fabulosos castillos de Alemania, como el de Thunder-tentrounckh.

Tras una rápida presentación inicial, Pangloss comenzó a hablar como si debiera las palabras: no hay efecto sin causa, y este mundo es el mejor de los mundos posibles. Las cosas no pueden ser de otro modo que son, porque habiendo sido todo formado para un fin todo es y existe necesariamente para un fin mejor.

En ese momento una vichisuá caliente que desprendía su benefactor aroma por todo el restaurante le hizo esbozar una sonrisa y afirmar con fuerza: ¿Ves?, éste es el mejor de los mundos posibles.

"Pero, señor Pangloss", le interrumpí; "acaso no ha tenido bastante con cuanto les ha ocurrido a usted, a su señor Cándido, a la señorita Cunegunda y a toda la familia del castillo de Thunder-tentrounckh. La señorita Cunegunda fue mil veces violada en el ataque, luego lacerada con un cuchillo, después sometida a esclavitud en manos de dos viejos lascivos; y ahora vaya usted a saber cómo andará sufriendo su carne. El señor Cándido fue expulsado del castillo, sometido a violencia por los búlgaros con latigazos infinitos, al robo y al escarnio por todo aquél, juez, comerciante o soldado, con el que se cruzaba en su camino, y a la desolación más lastimera; y usted mismo, primero fue atacado por esa enfermedad que a oscuras le transmitió la joven esclava Paulita, perdió un ojo, luego fue malamente ahorcado en Lisboa, para más tarde ser atado a un remo en galeras y sometido a la más cruel de las esclavitudes. ¿Tanto dolor en el mejor de los mundos posibles?" 

¡Cómo no ha de ser!, respondió Pangloss, sin admitir objeciones a su sabiduría, y bien que pueden coexistir libertad y determinación en este mundo. 

En ese momento entró el literato Martín que esbozó una sonrisa al ver a Pangloss, a quien imaginaba viviendo el mejor de los mundos posibles mientras era cosido a latigazos, metido en un caldero a fuego lento de los indios orejones, a punto de ahogarse en un naufragio o de morir en el terremoto de Lisboa.

"Vaya, señor Pangloss", dijo, "lo imaginaba disfrutando del mejor de los mundos posibles en el que cualquier daño es causa para un fin mejor. Del refranero popular convendría borrar con un tizón ardiendo, sobre la boca de quien los pronuncia, esos dos refranes que sólo buscan apaciguar al dañado y serenar las respuestas: No hay mal que por bien no venga o cuando una puerta se cierra una ventana se abre. Ningún mal trae un bien, ni ninguna puerta trae ninguna ventana; un mal es un mal y una puerta es una puerta, señor Pangloss. Yo no he visto ciudad ninguna que no desee la ruina de otra ciudad inmediata, ni familia que no quiera ver el exterminio de otra familia. En todas partes los débiles maldicen a los poderosos y gimen a sus pies, en todas partes los poderosos tratan a los débiles como rebaños de carneros, de quienes venden la lana y la carne. En una palabra, señor mío, tanto he visto, tantos trabajos han pasado por mí, que con su buena licencia de usted yo soy maniqueo."

Con Pangloss y Martín en la misma mesa la noche se prometía larga, con idas y venidas entre mundos perfectos y mundos horribles.

Cuando cayó entera la noche, Jorge, después de echarme en cara que estaba hablando solo, se durmió entre dos sillas. Yo, que llevaba en un bolsillo una traducción del Cándido de Voltaire hecha por Leandro Fernández de Moratín, la saqué y comencé a leer; y viendo a Jorge, que parecía tan dichoso, dormir en París sobre dos sillas en un bar del barrio latino, me dio por pensar que, seguramente, no vivimos en el mejor de los mundos posibles, pero sí en un mundo en el que son capaces de producirse las mejores y las peores formas de existencia, la mayor felicidad y la peor desventura, el mayor gozo y el peor dolor; probé un sorbo de ron, miré a Jorge y pensé que, al fin y al cabo, Leibtniz y Voltaire pudieran los dos tener razón.












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