lunes, 17 de noviembre de 2025

CUARENTA AÑOS Y LA VIDA, UNA REJURA Y UN EPITAFIO EN LA ACADEMIA GENERAL MILITAR DE ZARAGOZA XLV

 

Aunque «vivir es caminar breve jornada» como escribió Quevedo; sin embargo, cuarenta años de servicio de más de doscientos soldados de la XLV Promoción, desde un 1 de septiembre de 1985 hasta un 15 de noviembre de 2025, dan para sumar muchos breves combates en tantos lugares, en tantas versiones, en tantas y extrañas formas que el libro de la vida de aquellos jóvenes que recogían su material en el acuartelamiento de Los Leones para la 5º Prueba de la oposición a la Academia General Militar, sería una versión muy especial de cómo se van sumando las edades mientras la bella juventud se derrama entre misiones, maniobras, esperas, despedidas; unas veces, dolor y otras veces, llamas. 

Formar de nuevo en aquel patio rocoso y duro frente al cierzo, cuarenta años después, con el alma y el cuerpo llenos de unas experiencias que pocos imaginan que puedan darse en ese reducido espacio que compone esa pequeña formación de viejos soldados, no permite que ninguno salga indemne. Los secretos que cosen en los corazones, la memoria y la vida hacen sus estragos.

Todo cuanto puede unir las almas vive en ese suelo del patio de la Academia General de Zaragoza y sube veloz, como el primer día que formaron muy jóvenes, por unos cuerpos que el tiempo, cada uno a su manera, parece equivocadamente que los ha transformado en más frágiles.

Nos unió un beso hace 40 años y nos sigue uniendo otro beso 40 años después. Esa es la fuerza que tienen los besos; y ese su significado.

Y la memoria también nos funde en un pasado que no existe, para unirnos con todos aquellos que no pudieron formar con nosotros porque andan haciendo guardia en esos lugares por encima del arco iris. No me puedo excusar y ese lugar y ese tiempo convirtió lo que era un dique en riada y terminó llenando el aire con los nombres de aquellos que cuarenta años antes formaban en Compañía y  ahora no estaban porque dieron su vida y su futuro, que se perdió para siempre, a cambio de un bien común mucho mayor.


Y me puse a recordar esos posibles epitafios sobre mármol que algún día pueda cubrirme y si me dan a elegir, escogeré uno parecido al de Joseph Severn. Soy un literato irredento, qué le vamos a hacer, incluso aquí, viendo a mis compañeros besar una bandera que une; que de verdad une. 

En Roma, donde murió a los veintiséis años, víctima de la tuberculosis (agravada al parecer por las malas críticas contra su poema Endimión), yace John Keats, señalado en su lápida sencillamente como «un joven poeta inglés, cuyo nombre se escribió en el agua» . Pero, y eso es lo más grande, a su lado se enterró al también joven pintor Joseph Severn, que solamente quiso ostentar como título supremo funerario: «Yo fui amigo de John Keats».

Hay que haber entendido el sentido de la vida muy bien, me dije, para escribir ese epitafio sobre tu tumba. La amistad, el amor, el tiempo pasado, lo que vale la pena formaba con nosotros en el patio de esa Academia en su Tercera época, cuarenta años después. Eso será lo que nos llevaremos cuando viajemos ligeros de equipaje y sin posibilidad de guardar nada en unos bolsillos que ya no existirán. 

En aquel momento, cuando cada uno rebuscaba en su memoria en la formación, mientras los nombres de los compañeros que son tiempo eterno, flotaban en alto vuelo como un velero, yo pensé en mi epitafio:

«Yo fui amigo de Arturo Muñoz Castellanos. Muerto en Bosnia cuando auxiliaba a civiles no combatientes en una muy dolorida y reconocida guerra. 

Yo fui amigo de Jesús Aguilar. Muerto en Bosnia cuando llevaba plasma sanguíneo a un hospital musulmán para salvar cientos de vidas.

Yo fui amigo de Mariano Álvarez Lórenz. Muerto cuando se dirigía a hacer sus prácticas de fin de carrera a una unidad militar con la que soñaba.

Yo fui amigo de Martín Rodríguez de Labra. Muerto en los mismos brazos de una montaña que decidió quererlo demasiado durante un ejercicio.

Yo fui amigo de Arturo Vinuesa. Muerto en unas maniobras haciendo lo que tanto había deseado.

Yo fui amigo de Federico Sierra. Muerto en los atentados terroristas contra los trenes de cercanías de Madrid el 11-M.

Yo fui amigo de Manuel Verde. Muerto en una carrera que se convirtió en infinita.

Yo fui amigo de José Manuel Berdugo. Muerto en accidente de tráfico con no más de veinte años.

Yo fui amigo de José Antonio Lozano. Muerto en accidente cuando en bicicleta andaba buscando las nubes.

Yo fui amigo de Alberto Mateos, cuando buscó en los sueños más de lo que podía encontrar.

Yo fui amigo de José Manuel Oliver, que demostró dentro y fuera del Ejército de lo que era capaz.

Yo fui amigo de Emilio Fabián, que amaba la vida y hacía que la amáramos.

«Yo fui amigo de...»: bonito epitafio; aunque, como va a ser excesivo el mármol necesario para tanta memoria, creo que lo voy a resumir de una forma más sencilla:

«Yo fui amigo de esos 217 jóvenes que ingresaron en la Academia General Militar un primero de septiembre de 1985 cuyos nombres se escribieron en la tierra»

Y eso que yo le dije a mi padre, Steersman, el viejo marino, que yo quería escribir mi nombre en el agua como John Keats. Pero incluso cuando las cosas no salen bien, pueden salir perfectas.