Fui
joven y estudié las formas y el continente, desechando el contenido, con la
precisión de un imaginero que se dedica a tallar cuerpos y sus pormenores.
Ahora, que he aprendido algo con el tiempo y los errores, no se me
importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de
higo; un cutis de durazno o de papel de lija.
Ahora
que he visitado medio mundo, y sus países, en algunos de los cuales se podían
comprar cuerpos enteros por unos cigarrillos, que cumplían la soez función de sustituir
al papel moneda; otros, en los que nada era gratis ni siquiera el amor; o
aquellos, en los que los seductores se vestían de tristeza, que es la mayor
forma de corrupción que he visto, le doy una importancia igual a cero, al
hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida.
Ahora,
diferencio perfectamente la diversión y la risa del tedio y la rigidez a cambio
de tocar un cachito de piel que nadie merece por perfecto. Desecho, como si
nunca los hubiera vivido, aquellos tiempos, obligado a ser quien no era; una simple
pretensión absurda que siempre me impidió llevarla a cabo, con limpieza, el
deshonesto trabajo de evocar los recuerdos; que no necesitan ayuda porque los
recuerdos que nos persiguen normalmente se evocan solos. Por eso, ahora, cuando veo a una
mujer soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el
primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! -y en esto soy
irreductible- no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.
Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan
seducirme!
Es una ley matemática del maldito Oliverio Girondo que le
arrebató una sirena vikinga al joven escritor, amigo de Carriego, que pasaba
sus días en el zaguán junto a la puerta cancel de la casa de la calle Palermo
leyendo.
¿Qué me importaba a mí lo que le pasase a tres escritores argentinos
que andaban con los sentimientos entrelazados? Lo único cierto es que la ley
matemática que esta más alejada del fraude es la risa y el verbo, pues las
formas se esconden en perplejas emociones de los sentidos fácilmente engañosas
que juegan como un tahúr con olores, visiones y tactos; que se compran o se
venden, que da lo mismo, donde manda el comercio. Después de conocer una
mujer etérea, ¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre,
y por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible ni tan siquiera
imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.
No
sé si te entendí bien, Girondo, porque no es fácil ser un poeta de vanguardia y
pretender que te entiendan, pero esto es lo que me sale en la sed, en el
ser, en las psiquis, en las equis, en las exquisitísicas respuestas, en los
enlunamientos, en lo erecto por los excesos lesos del erofrote etcétera…; o en
el bisueño exhausto del dame toma date hasta el mismo testuz de tu tan gana, en
la no fe que rumia, en lo vivisecante, los cateos anímicos, la metafisirrata,
en los resumiduendes del egogorgo cósmico, en todo gesto injerto, en toda forma
hundido polimellado adrroto a ras afaz subrripio cocopleonasmo exotro.
Yo
también envidié, Girondo, que Norah Lange supiera volar y, ¡encima, era
pelirroja!
La Lange era preciosa y Girondo un buen chamuyador. Pobre Georgi, siempre perdía.
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