Unas pequeñas anotaciones antes de la lectura del relato La arena infinita que creo que son necesarias:
Este relato, hace muchos años, quedó finalista del II Premio Terbi de relatos de Ciencia-Ficción. Mi agradecimiento a quienes siguen llenando cuartillas y redes sociales con este tipo de futuro que se está convirtiendo en presente. El eje central de este relato es la inmortalidad. Borges dijo que la idea de la eternidad es una idea terrible. A mí también me lo parece. Y he llegado por el camino del futuro, en vez del camino del pasado, como hizo él a la misma conclusión.
Me he tomado la licencia de trasladar a los cuentos a algunas personas que se cruzaron en mi vida en alguna galaxia muy, muy lejana. Rápido se reconocerán en ellos. Siempre lo hago y, la verdad, no me he ganado demasiados enemigos. Ellos se reconocerán, o no; que ponga sus nombres, reales o ficticios, no significa que sean ellos. Además, por coincidencias de la vida, el nombre de la empresa científica que inventé hace treinta años, anda enredado en mis asuntos periodísticos. Pero, repito, esto no es más que un relato, que miraba al futuro y que está por cumplirse.
Supongo que abandonaré esta isla cuando esté seguro de que todo debe morir.
LA ARENA INFINITA
Todos nacíamos y todos moríamos. Así era en un principio.
La naturaleza, que partió de un inicial y diminuto hálito de vida, entendió la diversificación en millones de especies como una argucia vital para la conquista de los ecosistemas y su propia perduración; y eligió como medio de eternizarse la creación de un nuevo ser, sin desgaste: crear, que no reparar; la gran idea de la evolución. A eso lo llamamos nacimiento.
La lucha y, a su vez, el sueño de mi padre, como buen médico, no era más que alargar la vida y evitar sufrimientos. “Se trata, señores, como pueden ver en los ejemplos que en esta presentación aparecen”, comentaba mi padre a su equipo de investigación, “de la clonación en laboratorio de órganos vitales a partir de células madre, para sustituir sin rechazo posible las partes dañadas del cuerpo por otras nuevas”.
Él no pudo verlo. Comenzamos las pruebas médicas con la clonación genética de órganos fáciles de reproducir: hígados, riñones, corazón, ojos...; pero, pronto, se superaron las conquistas iniciales, que aún nos equiparaban con los tratamientos y estudios tradicionales sobre células madre sobrepasando todas las expectativas soñadas.
Duplicábamos huesos, corazones, piel, tejidos, mínimas células y, por puro azar, que a veces nunca se sabe si sopla a favor o en contra, se consiguió clonar un cerebro, no entero, pero sí por pequeñas partes que eran sustituidas por nuevas células generadas en laboratorio, y que mediante un proceso que podríamos llamar de ósmosis mental, según lo definió la doctora Anabel Cárdenas, recibía todos los estímulos lógicos y de memoria que residían en las partes del cerebro, envejecidas o dañadas, del paciente. El día que el hallazgo fue presentado sonó a ciencia ficción.
A falta de mejores barnices fuimos capaces de crear un cuerpo entero, de nuevo. No había órgano que no pudiera ser clonado en nuestro laboratorio.
Fue más fácil de lo que podíamos sospechar. Cuando se revela el descubrimiento llave, como lo denominamos los científicos, una cadena de nuevos hallazgos, sin solución de continuidad, se va alternando, convirtiendo lo que era un pequeño paso en un salto hacia adelante sin retroceso posible.
Cuando fuimos conscientes de lo que habíamos conseguido, todos me miraron; “pues, señores, ya tenemos aquí al moderno Prometeo. El hombre que se libra de sus envejecidos o maltrechos órganos y nace de nuevo”. “Bueno, no tan de nuevo”, dijo el doctor Steve Patterson, que ya anduvo trabajando con mi padre, “traerá el tamiz de sus experiencias anteriores”. “Sólo si queremos que esas experiencias anteriores lleguen a su nuevo cerebro”, corrigió Adheesh Shina, que ganó una beca siete años antes y que pronto le fichó la Corporación cuando se dio cuenta de su valía. “Lo que está claro, es que este tipo de descubrimientos sólo puede ser sacado a la luz con mucha cautela”, dije. En ese momento se me pasaron por la cabeza, algunas preguntas que lancé a mis colegas en voz alta. “¿Qué pasaría si el mundo supiera que la muerte en el último suspiro distingue a ricos y a pobres?, ¿quién podrá beneficiarse de este descubrimiento?, ¿lo comprará sólo el dinero?, ¿serán, entonces, inmortales sólo los ricos?, ¿qué pasará si la muerte, porque el precio de la resurrección es asequible, alcanza a una mayoría de personas y la Tierra empieza a superpoblarse hasta acabar extenuada?, ¿no debería haber más nacimientos?, ¿nos quedaremos sin niños?”.
“Para, para… si sigues con esas preguntas…”, me interpeló, mi colega Yuri, un científico ruso con cara de despistado que había iniciado como becario de mi padre su magnífica carrera para la ciencia. “Yo creo que a nosotros nos incumben los descubrimientos”, continuó, “siempre estaremos lejos de poder dar soluciones morales”. “Cierto”, dijo Steve, “la energía nuclear hubiera aparecido más tarde o más temprano; pero hubiera sido descubierta. Einstein anduvo toda su vida reprochándose haber ayudado a la construcción del arma nuclear, pero la energía nuclear hubiera llegado de todas formas a nosotros, con Einstein o sin él. La cuestión es la de siempre: controlar el mal, y ése no es nuestro trabajo. Nuestro trabajo es la ciencia y sus descubrimientos y debemos seguir porque pueden ser beneficiosos”.
“¿La inmortalidad es beneficiosa?”, preguntó Anabel, “es un salto adelante que no sé si podremos soportar. La Humanidad lleva con más fluidez los saltos hacia atrás”. En ese momento intervine: “bueno, dejémonos de jugar con la filosofía. Como ha dicho Steve, ése no es nuestro trabajo. Hemos hecho un descubrimiento increíble y no debemos pensar si somos Dios o somos Frankenstein. Un hombre nuevo nace. Nosotros sólo cambiamos poco a poco sus órganos conforme se van deteriorando en la vejez o por enfermedad”. “Estamos más cerca de Frankenstein que de Dios, sin duda”, dijo Adheesh, “nosotros no creamos, vamos haciendo transplantes individuales, el riñón, el hígado, el corazón, la piel, las venas, la masa muscular, como se ha hecho hasta ahora, lo que ocurre es que hemos llegado antes que otros científicos a clonar con células madre determinados órganos y tejidos que hasta ahora no podían ser reemplazados”. “Adheesh tiene razón”, dijo Anabel, “el primer corazón que se trasplantó no dio lugar a ningún tipo de disquisiciones morales. Se trató de intentar salvar la vida a un hombre que se estaba muriendo. Lo mismo ahora. Lo que ocurre es que ahora hemos conseguido transplantar todos los órganos, y eso pone al alcance de nuestras manos la inmortalidad”.
Decidí que saliéramos a celebrar nuestro descubrimiento y nos fuimos a cenar y, luego, a tomar unas copas.
Cinco meses después y tras otros experimentos que resultaron más positivos de lo que pensábamos, llevamos a cabo la presentación de nuestros hallazgos a la cadena ejecutiva de la Corporación Internacional Médica; MIC, por sus siglas en inglés, que pagaba nuestras investigaciones.
Samuel Grisham, el jefazo, reconocido por la revista Forbes como el hombre más rico del mundo permanecía muy serio en su sillón. Hizo su fortuna vendiendo ropa de mala calidad y terminó comprando una farmacéutica que lo hizo multimillonario tras conseguir una pastilla que controlaba el gen de la obesidad. En la Corporación, entre sus empleados, y siempre entre susurros, era conocido como el gran bastardo. Olvidé decir que ahora su principal fuente de ingresos es la venta de armas y una empresa de prospecciones e investigación energética. Pero hay que reconocer que era listo.
“Secreto”, fue su primera palabra cuando terminamos la presentación. “Es necesario el secreto. Este descubrimiento no puede ser lanzado al mundo, así sin más. No puede haber causa más poderosa para una revolución que la conquista de la inmortalidad. Y algo como la inmortalidad sólo puede ser vendida a quien pueda pagarla”.
Forrest Vaughan, su segundo de a bordo, que adoraba al dinero más que a sus hijos, empezó con la misma cadena de preguntas que nos habíamos hecho nosotros en el laboratorio. Las mismas preguntas obtuvieron las mismas respuestas. “Puede ser un descubrimiento traído por la mano del demonio”, terminó diciendo Matt Dover III, un octogenario, devoto calvinista, al que le surgieron dudas, porque, con su edad, viéndose cerca del Cielo, al que pensaba llegar a través del duro trabajo, el rezo diario y, por qué no, el éxito en la vida que siempre tiene que ir acompañado del dinero, nuestras investigaciones pudieran darle la oportunidad de continuar en este valle de lágrimas, trabajando duro y ganándose el Cielo, al que tenía pocas ganas de ir, durante una eternidad.
El señor Grisham, dio su primera orden nombrando una comisión, en la que me encontraba yo y, por supuesto, sus abogados, para que estudiaran las posibilidades que se abrían a la Corporación con el nuevo negocio. Cinco meses después, el señor Grisham firmó las 120 cláusulas que regirían la comercialización y el desarrollo de los descubrimientos.
La primera cláusula, ya se la imaginan, era el secreto. Nuestro laboratorio fue llevado a una isla cerca de la Guayana, que la Corporación compró para tal propósito. En ella se organizarían las cápsulas en las que se irían conformando los órganos vitales de los clientes y en donde estaría situado el centro quirúrgico en el que se realizarían las operaciones de transplantes. Una isla vigilada por tierra, mar y aire.
Para no andar con menudencias la segunda cláusula estipulaba el precio, se tasó un coste inicial de trescientos millones de dólares, así como los plazos y la forma de llevar a cabo todo el proceso. Los principales mandatarios de los países desarrollados fueron informados los primeros y, como es lógico, fueron los primeros en enrolarse en las filas de la inmortalidad y en entender que era imposible darles la eternidad en esta tierra a todos los hombres. “Sí, firmaremos esa primera cláusula, es muy lógica”, afirmaron uno tras otro. El secreto y el poder, dos aliados que casi siempre se necesitan.
Para evitar la multiplicación excesiva de esta nueva raza de hombres inmortales en la cláusula 73.1 se obligaba, antes de cualquier intervención, a la esterilización del futuro paciente, no fuera a ser que el amor por su descendencia perjudicara el proyecto. Desde luego, para no pecar de inhumanidad y para evitar la posibilidad de que surgieran rencillas irreconciliables y el secreto fuera revelado en lugares inoportunos se aceptó como clientes hasta la tercera generación de los primeros inmortales, ya que ellos no eran estériles y habían tenido hijos.
Han pasado setecientos años desde entonces. Setecientos. Ahora existen cuatro mundos: el tercer mundo, que sigue subdesarrollado y agónico, abatido por enfermedades y hambre, la gran mayoría; un segundo mundo, en vías de desarrollo (eufemismo relleno de inútiles esperanzas, que están más cerca del infierno de Dante que del cielo de Milton), también pobre y hambriento; un primer mundo, desarrollado y opulento, con una esperanza de vida de más de cien años y que dispone de un alto porcentaje de la riqueza; y... el mundo de los inmortales, de quienes lo tienen todo, dominan los gobiernos, las industrias, los bancos, los recursos y el tiempo: los que rompieron el reloj de arena que controlaba su futuro.
A los inmortales, después de un tiempo prudencial, se le asignaba una nueva personalidad. Elegían nacionalidad y su fortuna cambiaba a sus manos mediante argucias jurídicas que los leguleyos de la Corporación controlaban hasta la última consecuencia; sobre todo, cuando se consiguió duplicar todos los órganos hasta conseguir un cuerpo nuevo, que se custodiaba en las islas de la Corporación, manteniéndose los cerebros, con todos sus recuerdos, en estado latente por si una muerte repentina o un accidente alcanzaban al cliente antes de poder ser intervenidos. Se consiguió, dos siglos después del primer gran descubrimiento, crear el primer hálito de vida. En ese momento, dejamos de ser Frankenstein para ser Dios.
II
Yo, como pueden suponer, soy uno de esos inmortales. Han pasado setecientos años desde mi primera intervención quirúrgica de sustitución. Y pueden considerarme el primer explorador de la inmortalidad. Científico y explorador. Ahora, llevo treinta años recluido en esta isla de transición. Treinta años para tomar una decisión.
Para mí, el paso del tiempo sin percibirlo se ha convertido en una desolación. Viviendo en un remanso sin corriente alguna, sin transcurso de días, sin armonía, porque la armonía debe ser ganada con nuestras acciones. Como si al quitarme la frontera de la muerte me hubiera quedado sin alma. Sin nada.
Cuando el tiempo no tiene límites, cualquier tipo de esperanza se hace vana por el simple asentimiento de saber que el plazo de realización es infinito. Fui perdiendo el afán por hacer las cosas. La apatía y el desdén se han abatido sobre mí después de setecientos años.
Como he dicho antes, me encuentro en esta isla de tránsito y llevo treinta años decidiendo si acabar con esta inmortalidad o continuar de nuevo con mi vida infinita.
No es una decisión fácil. Pueden entenderlo.
Al principio, pertenecer a este selecto club era una sensación de seguridad sin límites. Navegué por todos los repechos y vadeos posibles del alma, bebí tanto del bien como del mal, sabiendo que solamente rendiría cuentas ante mi conciencia porque habíamos conseguido evitar cualquier soborno posible respecto a la eternidad. Sin miedo, me embarqué en la angustia para distraer mi mente, y aguanté todos los embates y sufrimientos que buscaba o me venían sin yo quererlos para experimentar todas las sensaciones. Sí, no se asusten, sin ningún miedo. Pero..., no, no me envidien por eso.
Los órganos, la piel, las células, los tejidos, el cerebro...., ¿todo?, era perfectamente sustituible por otros idénticos. ¿Todo?
Las preguntas sin respuesta son las mismas que cuando éramos mortales; porque todavía no hemos conseguido averiguar cuál es el origen de la naturaleza del hombre, ni cuál es su destino, aunque cuente con todo el tiempo del mundo. Ya llevo aquí treinta años en esta isla de tránsito que la organización dispone, para decidir si abrazar ese nuevo camino desconocido que nos lleva a la muerte o continuar viviendo en este desvarío. No es fácil tomar esta decisión.
Aquí me encuentro con otros, Anabel, Adheesh, Steve, y Yuri, que como yo, cambiaron sus opiniones iniciales, y que en algún momento, quedaron horrorizados ante la perspectiva de un eterno futuro, vivos. Las leyes éticas que modificamos, ni por asomo, pudieron vencer la velocidad de los cambios producidos. El jefazo, lo sigue siendo; y setecientos años después sigue gobernando la Corporación junto con los otros depositarios del poder, que lo siguen manteniendo, que debe ser la única droga necesaria para querer continuar siendo inmortales. Steve llegó a esta isla de transición después de mí y me contó que, entre susurros, al Jefazo, que ya no se llama Samuel Grisham, le siguen llamando `maldito bastardo´.
En esta isla de transición apenas si hablamos entre nosotros, dormimos donde nos coge la noche y pensamos a todas horas adónde nos está llevando este reloj infinito.
¿Qué avances habrán ocurrido en estos últimos treinta años sin yo saberlo? ¿Qué habrá sido del mundo?
Aún encendemos fuegos, pero pronto también los evitaremos. El lenguaje permanece en nosotros porque todavía pensamos a través de él en interminables monólogos. Un par de cientos de años más y ya no sabremos escribir. ¿Qué importa? Si, alguna vez, nos decidimos a volver al mundo tendremos una eternidad para volver a aprenderlo.
Jugamos a ser dioses y perdimos. Trasladamos la ira de la vida a este infinito purgatorio. Treinta años pensando si rompo el contrato que firmé con sus 120 cláusulas. Si tomo esa decisión no habrá marcha atrás y eso, ustedes comprenderán, retrasa mi decisión. Sólo cinco personas, un hombre y cuatro mujeres, que yo sepa, han salido de esta isla para morir. Son afortunados por su valor.
Duermo en un agujero cavado por mis manos con forma de tumba; y sueño con descansar ahí eternamente. Todos los que nos encontramos aquí empezamos a escribir nuestras vivencias como inmortales sobre los árboles con ramas puntiagudas, o sobre las rocas con afiladas piedras, ya no queda un hueco en los árboles, ni rocas donde escribir. Ahora, escribimos sobre la arena, una y otra vez, interminablemente..., y esto que escribo en la arena será borrado por la pleamar mañana, y así hasta que yo me decida o se extingan las mareas.
Solo me resta por decir que sí, que yo soy uno de los inmortales y es terrible. Y mañana volveré a escribir parte de mi historia nuevamente sobre esta arena infinita en un tiempo infinito. Mañana cambiaré algunas palabras de este relato, ahora lleno de imperfecciones y cada día lo seguiré cambiando hasta que sea perfecto y no tenga motivo para seguir viviendo.
Y pasado mañana, también volveré a escribir, otra vez, parte de mi historia sobre la arena, con la suerte de que será borrada por la subida de la marea para que yo pueda volver a escribirla al día siguiente y tenga una razón para quedarme en este purgatorio infinito porque me falta valor para abrazar la muerte.
Supongo que abandonaré esta isla cuando esté seguro de que «todo debe morir».