domingo, 7 de abril de 2024

FÉLIX GRANDE, ENTRE LUIS ROSALES Y LA MUERTE DE FEDERICO GARCÍA LORCA

A Félix Grande lo vi por primera vez en una Antología poética de autores del 50, y me enseñó que donde fui feliz alguna vez no debiera volver jamás: el tiempo habrá hecho sus destrozos, levantado su muro fronterizo contra el que la ilusión chocará estupefacta. Habrá labrado, paciente, tu fracaso mientras faltabas, mientras ibas ingenuamente por el mundo conservando como recuerdo lo que era destrucción subterránea, ruina.

Pero por el azar, que en palabras de Cortázar, hace muy bien las cosas, mis pasos que no siempre iluminan mi camino me llevaron a vivir a la calle Alenza, junto a una saga de poetas irremediablemente sacudidos por los versos; la saga Grande-Aguirre; los Félix, Francisca y Guadalupe. Y he continuado muchos años cruzando su calle varias veces al día.

Ya saben que mi juventud y adolescencia fueron muy lorquianas, empecé con el Romancero Gitano y el Poema del Cante Jondo y su aflamencada y gitana forma octosilábica que llenaba algunos rincones del arte de Sanlúcar. Y, rápido, me hice con ese Libro de poemas, lleno de versos de adolescencia y juventud, como yo era entonces, con portada e ilustraciones del mismo Lorca que he buscado luego por todas las exposiciones. Empecé a vestir mi universo Lorca viajando por los mismos lugares que él en sus Impresiones y paisajes cuando preparaba mis oposiciones a la Academia General Militar de Zaragoza; y así, para no aburrirles, fui recolectando cuanto escribió o a todo aquel que escribía sobre Federico. No me ahorré García Lorca ni en las páginas de Marcelle Auclair, ni de Ian Gibson, ni de Gerald Brenan ni de la maleta de Penón; de nadie.

Por eso, al final, no había más remedio que llegar a la fuente de las lágrimas, donde hay un manantial que se llama Aynadamar, recogido por una acequia del mismo nombre que despacio lleva sus claras aguas a El Albaicín. Y allá cerca de la Fuente Grande, antes Fuente de las Lágrimas, fue fusilado Federico, quizás uno de los más grandes poetas en español de todos los tiempos. Y cuando uno habla de la muerte de Federico, habla de Granada, habla de la calle Angulo y termina hablando de Luis Rosales, otro gigante de la poesía, que ha sido perseguido por la maldad hasta lugares inconcebibles.

Al mejor poeta español de la segunda mitad del siglo XX, Luis Rosales lo ha perseguido la calumnia durante toda su vida, y de como lo persiguieron hasta la muerte por defender a Federico, hecho que casi le cuesta la vida, es donde entra a jugar Félix Grande. Fue en el año 1987. En ese tiempo la calumnia, que todo lo impregna porque comienza con una falsedad interesada y termina con una sangrante mentira impuesta por los Hunos y por los Hotros, había hecho su trabajo y había impuesto una cruz que no merecía a un hombre bueno.

No había nadie entonces, entre los que me incluyo, que no hubiera oído y casi creído que Luis Rosales era cómplice del asesinato de Federico García Lorca. Como Félix Grande, desconocía yo entonces que desde la infancia de las comunidades, desde los primeros pasos vacilantes de la formación de las culturas de los hombres, una de las formas de peste que con mayor furor atentan contra la vida es la calumnia; es una peste consuegra de la muerte porque atenta contra el lenguaje, es decir, contra la verdad, que es como decir contra la dignidad de la vida.

Félix Grande me enseñó, en aquel lejano 1987, con cuanta dignidad llevó ese hombre, ese gran poeta Luis Rosales, sobre la espalda su testaruda lágrima, con qué profunda dignidad soportó el peso de la difamación. Una difamación que venía de todos lados, del propio Régimen que no quiso nunca abrir un debate sobre la muerte de Lorca, y esa izquierda ciega, de antes y de ahora, a cuanto no fuera su propio interés a futuro, sin importarle la libertad individual, basada en la verdad; porque no aceptar la verdad histórica, como pedía Rosales, no es haberlo matado, sino seguir matándolo. Pero que no les quepa duda de que a Luis Rosales lo quieren y lo defienden muchas gentes, entre ellas bastantes comunistas.

Lean, si no, lo que escribió de él Pablo Neruda, que poco tiene de reaccionario en 1972:

¿Qué decir de Luis Rosales a quien conocí naranjo, recién florido en aquellos años treinta, y que ahora es grave poeta, exacto definidor, señor de idioma? Ahora lo tenemos lleno de frutos exigente y fecundo. Atravesó este mortal antipolítico el momento desgarrador en Andalucía y se ha recuperado en silencio y en palabra. Salud! Pablo Neruda. París 1972.

Alguien dirá que por qué, precisamente ahora, vuelvo a aquel lejano 1987 y a retomar la muerte de Lorca; pues, porque andando por la biblioteca del Cuartel General del Ejército en el anaquel C-II-35 he vuelto a ver aquel libro de 1987 que leí en una ya lejana Academia militar. Y me ha alegrado saber que todavía aquel Félix Grande de los Cuadernos Hispanoaméricanos sigue luchando bravío por la verdad; y también que un militar de aquellos años creyera conveniente que La Calumnia, ese libro, viviera latiendo en esa biblioteca más dada a temas guerreros.

Y me he vuelto a imaginar a Luis Rosales, que volvió del frente a la primera noticia, corriendo al Gobierno militar de Granada y cogiendo por el cuello a Ramón Ruiz Alonso y preguntándole por Federico en una pelea desigual. Y, luego, entrando en el despacho del comandante José Valdés pidiendo que soltaran a Federico, cuando ya lo habían fusilado, y fue amenazado por el gobernador militar con que se anduviera con cuidado que fusilar era fácil en aquellos tiempos. Tampoco olvido a los muchos republicanos cuya vida salvó la familia Rosales, pasándolos a zona republicana desde Granada. A Federico se le insinuó esa posibilidad que rechazó.

Pero ahí sigue la calumnia y los calumniadores haciendo su trabajo; y también ahí sigue, en el estante C-II-35 de la biblioteca, para quien quiera leerla, La Calumnia de Félix Grande serena, bien armada con palabras, pruebas y vida latiendo y sabiendo que el futuro es de los libros y del arte, todo lo demás desaparecerá.

En cada misión, desde entonces me llevo un libro de Luis Rosales, que me llena de poesía los segundos y las lejanas geografías.




    

    






sábado, 30 de marzo de 2024

LA CONSPIRACIÓN DE HAZTER HAMMUG

LA CONSPIRACIÓN DE HAZTER HAMMUG


I El Concilio

Me encuentro en una modesta pensión de la calle 23 de Viena. Desde mi ventana el asfalto se ve tomado por el indolente frío y por la niebla. Mi nombre es Mariano Álvarez Lórenz y mi profesión es una profesión de hombres de acción, sin embargo. Mañana me convertiré en un magnicida.

Hace cuatro semanas que me encerré aquí y que no hablo con nadie. Me he registrado con una identidad falsa. Llené el armario de provisiones el primer día y decidí esperar aquí dentro, sin contacto con el mundo. Para quien no está acostumbrado a la soledad, ésta puede ser una pesada carga; pero ese lastre se diluye cuando la mente está ocupada en recordar el pasado y en justificar el futuro.

Lo que no es fácil en soledad es tolerarse. Ésa es la verdadera prueba de la soledad absoluta. Da la sensación de que las manías que uno siempre ha tenido son nuevas, posiblemente porque las aguantaron otros, pero ahora son sólo nuestras. Además, sabiendo el destino que me espera, he preferido parar el tiempo y que los segundos vayan despacio. Tengo muchas cosas que contarme.

Nunca fui partidario del magnicidio. Siempre se escuchó en los concilios mi voz en contra. Veinte concilios fueron necesarios para concluir que el magnicidio era imprescindible. En el último se coligió que si no nos dábamos prisa, tal y como aparece escrito a las puertas del infierno, ya podíamos abandonar toda esperanza. No hay lugar para el error.

Escribo estas letras con la seguridad de que las voy a destruir antes de salir a cumplir con mi misión. Por tanto, no escribo para nadie. Mi libertad es absoluta.

Llevo un mes aquí encerrado. Destruí hace un año mi zolet electrónico donde de un tiempo a esta parte todos llevamos encerrada nuestra vida. Con el zolet electrónico en el bolsillo, ellos saben dónde vivimos, con quién hemos hablado, dónde hemos ido de viaje, a quién hemos enviado correos electrónicos y qué les hemos dicho, qué libros hemos leído, en qué restaurante hemos comido… Lo saben todo.

Destruí mi tablet, cuyo negocio ha monopolizado la empresa Zolet y ahora me creen muerto. Por eso escribo en papel. Me hice con un libro impreso en un anticuario y garabateo en el hueco que dejan los renglones con un carboncillo afilado. Se titula El Libro de Arena.

El nombre del autor fue deliberadamente borrado de la portada. Imagino que este hecho se produjo durante el gobierno del Gran Comendador, cuando los libros fueron declarados patrimonio común de la Humanidad y que, por tanto, no podía existir autor alguno que escribiera sin ser contaminado por las circunstancias, la tierra y una tradición heredada, lo cual hacía toda creación artística posesión de todos los hombres. Por definición, cualquier palabra escrita era plagio.

Hace mucho tiempo que ya no existen libros impresos. No existe el papel, aunque todavía puede verse en los museos y en los anticuarios.

De una gran red informática cuelgan todos los libros: los pasados, los presentes y los por venir. Lo que nunca creímos que ocurriría, ocurrió. Los libros que aún estaban por escribir fueron colgados en la nube. Las matemáticas devoraron a las palabras con sus leyes de probabilidades; pues cientos de computadoras con una velocidad de vértigo comenzaron a dedicarse mediante programas informáticos a mezclar todas las letras del abecedario y los espacios en blanco para crear libros electrónicos.

Inicialmente, pecando de modesta ambición, fueron colgados en la nube todos los libros de 40 páginas. Dos mil gigantescas computadoras mezclaban todas las letras del alfabeto en todas las disposiciones posibles a una velocidad de 220 libros por segundo; 172.800.000 libros diarios que hacían un total de 5.184.000.000 al mes que en un año eran 62.208.000.000 volúmenes. No se tardaron muchos años en cerrar ese ciclo creativo de la totalidad de libros electrónicos de 40 páginas que podían escribirse con todas las letras del alfabeto, teniendo en cuenta que las dos mil computadoras iniciales se convirtieron en cien mil.

Posteriormente se procedía a limpiar los libros que contenían algún registro, frase o sentencia sin sentido, con lo que descontando estos últimos, quedaban filtrados los libros que fueron escritos, los que en ese momento se estaban escribiendo y los que podrían escribirse en un futuro.

Actualmente, cincuenta años después y con unos medios informáticos propios de la ciencia ficción, ya se están colgando en la red todos los libros posibles de mil páginas. La creación literaria ha desaparecido.

Como anécdota, diré, con toda la certeza que dan las matemáticas, que pueden encontrarse en la red 62.345.676.521 libros electrónicos de 40 páginas que comienzan de la misma manera: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho que vivía...”, escrito hace más de ochocientos años por un hidalgo que se volvió loco, y que empezó a contar su vida como si fuera la de otro.

No hay libro que no escriban las máquinas. También pintan cuadros y realizan películas. Los actores han desaparecido, pues mediante computadoras se ha conseguido imitar a los seres humanos en la gran pantalla de tal forma que no puede distinguirse si esos personajes pertenecen al mundo real o a la ficción. El arte infinito ha sido desbordado por la realidad, también infinita.

Toda creación humana artística se cuelga en la red de manera gratuita, pero sin poder declararse autoría alguna, pues seguramente el sistema ya tiene una igual publicada electrónicamente. Ni un nombre aparece en la malla global. La información, los textos, las ideas, las imágenes han ido creciendo con los años hasta hacerla inconmensurable y son patrimonio y autoría de la humanidad entera. Inconmensurable.

Una Corporación, cuyo nombre me niego a escribir, que se hizo con los derechos de los buscadores en la nube, comprando favores y eliminando a la competencia con medios poco lícitos, domina las búsquedas en la red mediante exploradores calculadamente autorizados.

Esa información global, casi infinita, que comparten todos los Gobiernos, ha sido elegida no hace mucho, mediante votación de todos los internautas, como uno de los siete grandes logros de la Humanidad. Otro de ellos fue el bautizado por su descubridor, Hazter Hammug, como CITCON.

La propia infinitud del sistema es su defensa, tanta información hace muy difícil las búsquedas e imposible cualquier tipo de aprendizaje profundo. Todo se pierde en esa marea de bites desordenados. Los buscadores tienen ahora el poder y las Corporaciones, enfundadas bajo el nombre de Gobiernos elegidos democráticamente, se esconden tras los buscadores velando por nuestro bienestar.

En el cuarto concilio se decidió que no utilizaríamos la red. En un principio fue una recomendación, pero cuando Alexander Wrestleson, un sueco con cara de niño bueno, ojos azules y sonrisa burlona colgó su artículo: “¿Por qué no tengo derecho a ser diferente?”; y amablemente, con la mejor intención, recibió un tropel de mensajes, ficheros y correos electrónicos que colapsaron su ordenador, su nevera, su zolet y hasta su conciencia, que fue convencida de que no tenía derecho a ser diferente si esa diferencia estaba basada en la maldad, nos llevó a no usar ningún tipo de dispositivo electrónico.

“¿Tal vez, si se ha de elegir entre la libertad y la bondad, debiéramos elegir esto último. Si se puede eliminar la maldad del mundo, ¿por qué no hacerlo?”, fue la primera frase de Alexander Wrestleson en el Concilio que siguió a la publicación de su artículo.

Rápidamente fue cortado por el presidente del Concilio, Samuel Livecraft, descendiente de una virulenta familia de protestantes que escapó de las hogueras de la inquisición siete siglos atrás y que llevaba muy a gala el pasado combativo de su estirpe, que había ido viajando en su sangre como los genes. “Para…, para…, Alexander; es cierto que la ciencia ha conseguido todo aquello a lo que han aspirado todas las religiones: apartar del ser humano el mal. Pero, ¿no crees que lo está convirtiendo en un ser menos humano? Sin soberbia, sin deseo de venganza, sin un atisbo de lujuria en el brillo de los ojos, sin que algún día se llene de cólera, sin ambición, casi sin vida… Convertido en un ser indefenso.

Es cierto que los delitos han disminuido, que las guerras y acciones violentas están desapareciendo allí donde el CITCON del doctor Hazter Hammug se está implantando, a costa, eso sí, de una propaganda y una gratuidad que huelen a veneno”. “¿Libertad o bondad?, nunca pensamos que esa dicotomía pudiera darse”, replicó Alexander, ya perdido sin remedio para nuestra causa, y que rondaba la idea de volver a Goteborg y abandonar Alejandría y el Concilio.

Sebastián Artigas tomó la palabra. Sebastián Artigas era un argentino de Córdoba, médico de profesión, de pelo rojo y chaparro en sus andares y su sonrisa, que un día frenó su conciencia, tirando de riendas, cuando se dio cuenta que el hombre estaba perdiendo su razón de ser, pues él ya no conocía en el elegante y burgués barrio que habitaba ningún ser humano que no tuviera una memoria prodigiosa, mediante el microprocesador que inventó el profesor de Cambridge Steve Coaster y que le dio el rimbombante nombre de Supermind, o una capacidad de visión excelente, o un control muscular por el que no pasaban los años mediante una implantación de médula biónica.

Sebastián Artigas dijo basta, cogió su maletín y se decidió a hacer un viaje por toda América del Sur. “¡Andando, joder! ¿Cómo voy a ir?; pues andando”, le dijo al doctor Iván Johansson que le retiró el saludo cuando le contó que iba a abandonar los laboratorios y la Universidad de Córdoba para irse a andar desde la Tierra del Fuego al Canal de Panamá como un peregrino en su patria y “¡dejar el mundo irreal en que hemos convertido la ciencia y nuestra idílica sociedad!”. “Sí, señores del Concilio, nuestra sociedad es idílica, pero no porque hayamos dejado entrar a los desheredados y excluidos de la Tierra y hayamos traído la igualdad entre los hombres, sino porque con la ciencia hemos conseguido crear la sociedad de los mansos entre esos desheredados y excluidos. ¡El sueño de cualquier gobernante: la sociedad de los mansos! Yo creía que mi laboratorio era el mundo. Pero el mundo, estaba muy alejado de él y de mí. Mucha gente sigue pasando hambre, sigue con dolores en el cuerpo y en el espíritu. Sí señores, con el CITCON del doctor Hazter Hammug lo hemos bordado”.

“Desde luego”, habló Yang Yang, una científica que a los cincuenta años decidió que la literatura, abandonada ahora en una edad oscura por la infinitud de las publicaciones, estaba más cerca del alma humana que las probetas que había estado llenando durante media vida; y que decidió, sin encomendarse a Dios o al diablo, abrir en Hong Kong una librería de viejo que le daba más hambre que pan, pues ya no eran tiempos para los libros de papel.

Yang Yang se puso en contacto con el Concilio después de que recibiera una petición de nuestra secretaria para que enviase una lista de todos los libros de filosofía oriental antigua que poseyera, pues su nombre lo dejó caer el doctor Pakrash, habitante de los valles del Himalaya, descendiente de gurkhas y médico naturalista, que sabía de plantas más que nadie. Yang Yang empaquetó más de doscientos libros y sin que nadie se lo hubiera pedido se presentó en persona con los volúmenes solicitados en la puerta de la librería que tenía el Concilio en Alejandría junto a dos baúles de obras orientales. “El invento del doctor Hazter Hammug ya no es muy costoso y está siendo colocado de manera gratuita en los barrios más pobres de las ciudades. Y es cierto que sus calles son ahora seguras y calmadas, que la gente incluso parece más feliz, que se ayudan unos a otros sin esperar nada a cambio, pero…, tenemos noticias de que por no hacer el mal hay gente que muere de hambre. Son incapaces de... “.

“¡De nada!”, interrumpió don Sebastián Artigas, “¡no son capaces de hacer nada!, ¡han terminado con cualquier revolución, con cualquier sueño, con cualquier anhelo!”, en ese momento el Concilio estalló. Los veinticinco hablamos a la vez y nuestro presidente Samuel Livecraft a grito pelado dijo: “Es hora de pasar a la acción o ya podemos abandonar toda esperanza”. El alma de aquel poeta que anduvo por los anillos del infierno nos hizo callar y la pequeña librería de la calle Méjico, donde nos reuníamos una vez al mes a leer libros impresos antiguos en voz alta, empezó a temblar. “Callen, señores, retirémonos tranquilamente y pensemos qué medidas podemos tomar. Desde luego, no hay solución pacífica. La red llega a todo el mundo. Todos saben ya leer y escribir, pero nada se ha conseguido”.

“A tiros, esto sólo se arregla a tiros. Como siempre. Se acabaron los sueños”, dijo Harald Admunsen, un noruego que acabó con sus huesos en Alejandría cuando se quedó sin hielo polar a donde emigró huyendo del asfalto.

“Señores, queda clausurada esta sesión, el mes que viene tendremos una nueva reunión y decidiremos qué hacer”. Todos nos levantamos y salimos.

Don Sebastián Artigas era el alma de nuestros congresos. Fue él quien dio el primer paso para crear el Concilio, después de que, según sus palabras, la democracia se avinagrara con un sistema de votaciones cerrado que controlaba una gran computadora mientras los ciudadanos votaban desde casa usando sus zolets, sin más referente que la propaganda que fluía de la mano del poder a través de las venas de la red. “Nos han adulterado hasta el pensamiento”, dijo don Sebastián.

Todos sus escritos pueden encontrarse en la nube, pero sin su autoría. La nube se defiende de las ideas que considera peligrosas mediante el volcado de escritos con las mismas características de búsquedas que el alegato que consideran agresor, difuminando en un mare mágnum de entradas defensoras cualquier opinión alejada de la doctrina oficial. Su última crónica vuela de mano en mano en un libro de pastas azules y no pequeño tamaño, de título, En busca del tiempo perdido.

Hasta Viena llegué andando. Ya no hay fronteras y los nombres de los países son pura anécdota. Tardé dos meses, concretamente sesenta y tres días, a una media de treinta kilómetros diarios. Un año antes, me hice cadáver mediante una aparente muerte por suicidio, mal demasiado habitual en estos tiempos de dicha y que el CITCON, apelando a la libertad, permite.

Ahora mismo estoy recostado en un diván de terciopelo rojo intentando dejar en blanco mi mente y poder descansar. Llevo treinta y dos días aquí metido, solo, sin hablar con nadie, sin consultar la red. Esta noche, solamente queda la espera; y mañana, la última acción.

Todo empezó con aquel microprocesador sobre el que investigaba el doctor Hazter Hammug para curar la ceguera. Yo pienso que al final le superó su propia creación, ya que siempre las grandes Compañías terminan por desprenderse de las personas y de los objetivos para los que fueron creadas y terminan viviendo para sí mismas, con el único fin de perpetuarse.

Fue el día 21 del mes de Termiter del año 75 después de la revolución libertadora; lo que equivaldría hablando en la era cristiana al 21 de junio del año 2.463. Como era de prever todas las religiones han desaparecido, también la cristiana.

Ese día se presentó el microprocesador de séptima generación, del tamaño de una cabeza de alfiler y cuya principal novedad era la creación de nuevas técnicas de interfase hombre-máquina, lográndose por primera vez que el diminuto chip lanzara todo tipo de estímulos sensoriales al cerebro cuando por algún motivo estos no llegaban con normalidad. Por fin, la ceguera, la sordera, la mudez tenían curación. Una cabeza de alfiler no era más grande que el chip. Hasta ahí perfecto. Pero cuando se puede jugar a ser Dios, ¿por qué no hacerlo?

El doctor Hammug y su equipo continuó con el desarrollo del microprocesador consiguiendo provocar una serie de estímulos que activaban las zonas cerebrales por donde se mueve la conciencia, logrando avivar los remordimientos hasta sus máximos niveles creando una sensación de angustia insuperable, que llevaba a los pacientes a la enfermedad y a la muerte cuando se cometían algún tipo de infamias, delitos o faltas. Ahora, el pecado podía atacarse mediante estímulos sensoriales.

En honor a su descubridor, dicha zona cerebral no más grande que una nuez fue llamada Centro Nervioso de Hammug.

Manejar el sentimiento de culpa, el control de la conciencia; atribulada, miedosa y sombría, convulsa y temblorosa. Se acabaron las manos rudas. El secreto del bien absoluto. La alegría de ser bueno. Sin un Dios terrible que purgue nuestras culpas, porque no las hay. Nada es áspero. Cualquier dolor, un gozo.

II La creación de los mansos.

El éxito del CITCON y su posterior operación comercial fue arrollador, todo el mundo quería ver al resto de la humanidad participando de las ideas de bondad, justicia e igualdad; sobre todo, los gobiernos.

Los microprocesadores de Hammug fueron colocados como experiencia piloto en las prisiones; de forma voluntaria en un principio y mediante leva forzosa al final. El éxito de este primer experimento fue total ya que el comportamiento de los presos varió de tal modo que incluso con las puertas de la prisión abiertas no huían y sus actitudes no hacían presagiar ni un malo pensamiento. Eso sí, padecían fuertes temblores, comidos por los remordimientos, y contritos malestares de conciencia por el simple hecho de recordar su pasado. A algunos de ellos la fiebre les llevó a la muerte, pero quien los atendió en sus últimos momentos cuentan que murieron con una sonrisa y dando gracias por volver a la cordura y al camino de la bondad poco antes del deceso.

Rápidamente, el invento tuvo eco en todos los medios de comunicación, y no hubo gobierno que no pusiera en práctica esa primera experiencia piloto. Las cárceles fueron vaciándose y ningún preso que había sido sometido a la implantación del CITCON del doctor Hammug volvió a pisar una.

Se creó un alfabeto único que aquel prodigio de microprocesador llevaba incorporado, haciendo olvidar los antiguos dialectos territoriales, para evitar que la diversidad de lenguas y los nacionalismos amparados en ellas pusieran algún tipo de traba al mundo global y al mercado, que no dejaba sin trillar un palmo de tierra. La Historia de la Lengua nació de nuevo el día en que instalaron el primer CITCON. Las palabras: tristeza, dolor, miedo, enfermedad, crimen, angustia, maldad, robo, tormento…, y muchas más, todas desaparecieron. Cada sufrimiento se convirtió por obra y arte del invento del doctor Hammug en un camino hacia la perfección.

III El último paso.

Todo lo ocurrido es bastante más complejo que este pequeño resumen, porque siempre cualquier hecho, por simple que sea, es imposible de narrar con exactitud porque son infinitos sus matices e infinitas sus consecuencias; pero eso a quién puede importarle.

Mañana habrá una reunión de Jefes de Gobierno en Viena. A mí, en un sorteo, me tocó venir a Viena. A don Sebastián Artigas le tocó Manhattan, a Yang Yang Johannesburgo, a Harald Admunsen, ávido por la violencia, Moscú. De los 25 miembros del Concilio Libertador sólo nuestro Presidente no tuvo que sacar ninguna tela con el nombre de una ciudad bordada en ella. A él le corresponde continuar con nuestra lucha cuando todos hayamos desaparecido.

Mañana, saldré de la pensión, atravesaré la calle 23, me dirigiré a la estación sur de trenes y, posteriormente, esperaré a que salgan a saludar a la multitud los componentes del último Gobierno de la Confederación Europea que ahítos de tranquilidad, pues no ha sucedido un hecho violento en los últimos diez años, empezarán a dar la mano predicando bondad ante un público ahogado por su propio delirio. Preguntaré cuál de ellos es el Presidente. Nunca vi su rostro en ningún medio; ya que cuando era elegido, democráticamente, el candidato pasaba a representar a todos los ciudadanos y perdía todo atisbo de individualidad. “Él es ahora nosotros”, dijo el presentador de las noticias cuando dio cuenta de su victoria en las últimas elecciones.

Me dirán que es aquél del bombín blanco, pajarita blanca, camisa y pantalón blanco. Me acercaré, le daré la mano, detonaré el explosivo casero que llevo adosado al cuerpo y atentaré contra él, pues él es ahora nosotros. Una nueva Revolución Libertadora está en marcha.

sábado, 9 de marzo de 2024

ESTUVE EN GHAZA, SIEMPRE DESTRUIDA, CON HOREMHEB FRENTE A LOS HITITAS

En mi familia, desde tiempos que no recordamos, siempre ha habido alguien que ha andado en una guerra santa; ya fuera en Alemania como católico frente a los protestantes allá por los siglos XVI y XVII o en otros tiempos más modernos de los que el horror se hizo dueño, como judío. Mi nariz y mi nombre, Norberto, me delatan; o como árabe defendiendo Córdoba frente a los cristianos.

No nos libramos, como no se libró nadie, de la Guerra de la Independencia matando franceses, ni de las guerras carlistas matando guiris, fundamentalmente herejes ingleses, que no eran más que un acortamiento de la palabra vasca `guiristino´, que para eso un antepasado mío fue carlista. También tuve uno isabelino que combatió en Alcolea; y de la Guerra Civil española ni hablamos, que los tuvimos en las tres Españas, dándose al mareo de la guerra o al exilio. Pueden leer mis dos novelas, Las mareas no suelen equivocarse y La máquina del mundo para que se hagan una idea.

«No es que nosotros fuéramos hacia la guerra, es que la guerra siempre vino hacia nosotros. Sería porque elegimos los lugares más envidiados para vivir», me dijo una vez Steersman, mi padre.

Seguramente era eso, porque he comprobado en estos casi cuarenta años como soldado que la destrucción y la guerra siempre tropieza en los mismos lugares y con la misma gente. La de vueltas que he dado para decir esto. Pero, claro, el tiempo que me ha tocado vivir me ha dejado pocas dudas al respecto.

No se lo creerán, pero he abierto un libro y a principios de semana ya estaba preparando los embastes de las bestias para acudir a las guerras de nuestro faraón contra el imperio hitita que desde Hatusa estaba expandiendo su dominio hacia el sur cuando, viendo los mapas de nuestro general Horemheb, divisé la ciudad que estaba sitiada por los hititas y que nuestro faraón iba a liberar: ¡Ghaza!

Ghaza, que siempre resiste porque siempre ha sido atacada desde hace miles de años desde el sur, desde el norte, desde el este y desde el mar. ¡Ghaza!, donde siempre se unen tiempo y espacio para su destrucción.


Dese Líbano, allá por Trípoli, hasta el Egipto he andado un poco, a veces un mucho, por esa zona, y siempre pensé que algún día el terror perdería su batalla y que las guerras de respuesta no tendrían sentido. Me equivoqué, tal vez porque el terror siempre es alimentado por los Hunos y por los Hotros.

Mientras limpiaba el carro de mi general Horemheb, le oí decir unas palabras que desde hace tres mil años hasta hoy en día siguen vigentes. Habla Horemheb, por boca de Mika Waltari en ese libro que me acompañó de niño y que me compró mi padre tras cruzar por primera vez el Canal de Suez. Habla Horemheb, general al servicio del faraón: «Gracias a la guerra, los ricos podrán imputar a los hititas todas las desgracias que asolarán al país, y el faraón podrá acusarlos del hambre y la miseria que reinará este invierno. Será, en efecto, el pueblo quien lo soportará y lo pagará todo y los ricos sabrán todavía sonsacarle lo necesario para compensar sus pérdidas y podré sangrarlos de nuevo. Este sistema es mejor que el de imponer impuestos de guerra, porque así el pueblo bendice mi nombre y me juzga equitativo. Porque tengo que velar celosamente por mi reputación, previendo el porvenir».

¿Con qué fuerza iré a la guerra contra los hititas después de haber oído sus palabras? ¿Más de cien mil de los nuestros iremos a la muerte por esto? Pero lo peor fueron sus últimas palabras: «Egipto tiene que conocer la crueldad hitita a fin de que se convenza de que no hay suerte más horrenda que la esclavitud de los hititas. Cuanto menos trigo haya en Egipto, más hombres se alistarán en mis ejércitos, porque saben que allí hay la medida de trigo llena e incluso cerveza.». ¡Que sufran, que sufran los egipcios para mi gloria!, creo yo que susurraba; aunque estas palabras no están en Sinuhé.

Todavía Ghaza es nuestra pero ya está casi totalmente destruida por los hititas: «Ghaza seguía resistiendo en Siria y, después de la siega, al empezar la crecida, Horemheb abandonó Menfis con sus tropas. Mandó emisarios a Ghaza, asediada por tierra y mar, y un navío que pudo forzar el bloqueo con sacos de trigo llevó este mensaje: «¡Sosteneos, defended Ghaza a toda costa!»

Sigo embastando las mulas cargándolas con agua y alimentos para atravesar el desierto, como han hecho los míos desde tiempo inmemorial y como un descendiente con mi sangre hará en Huesca y en Ávila dentro de 3.500 años. Ghaza cayó en manos del terror, promovido por los de siempre y ahora también sufre la respuesta. Ghaza siempre sufre, pero siempre resiste: «Mientras los arietes hacían temblar las murallas de la villa y las casas ardían sin que hubiese tiempo de apagar los incendios, caía un mensaje con una flecha: «¡Defended Ghaza, es la orden de Horemheb!» Y mientras los hititas lanzaban a la ciudad marmitas llenas de serpientes venenosas, una de ellas resultó contener trigo y un mensaje de Horemheb: «¡Defended Ghaza!» Yo no comprendo cómo esta villa pudo sostener el asedio de Aziru y los hititas»..

Voy a escribir con caracteres jeroglíficos una premonición: «Allá voy con mis mulas, embastadas con agua y alimentos, a la defensa de Ghaza. Espero que ese descendiente que también embastará sus mulas de montaña, con agua y alimentos en Ávila y en Huesca dentro de 3.500 años no tenga que ver Ghaza nuevamente destruida. Puede que los faraones y emperadores cedan su gobierno a personas más equilibradas en el arte de la paz. Que Atón, dios de bondad infinita, el que vivifica la Justicia y el Orden cósmico nos ayude con su inmensa magnanimidad». Y eso escribió un antepasado mío.

Y es que las guerras siempre tropiezan en los mismos lugares y con la misma gente.


















domingo, 11 de febrero de 2024

LOS JUDÍOS, LOS MUSULMANES, LOS CRISTIANOS; UNA ESCRITURA DE DIOS

Ya saben que me regalaron en Ebel es Saqi, allá en Mohafazat Nabatîyé, un Noble Quran Karim قرآن كريم; en Marjayoun, una Biblia cristiana maronita; camino de Trebinje, una Biblia Ortodoxa; en Koulikoro, un Corán con su traducción en bambara; en Bamako, la hermana Cristina, una Biblia cristiana en bambara y en Sarajevo leí la Torah  תּוֹרָה‎, que los cristianos llaman Pentateuco y Al-Tawrat توراة los musulmanes y drusos, a quienes también conocí en Líbano, para intentar aprender a leer desde los cuatro costados: «Acostúmbrale a leer desde los cuatro costados, desde arriba y desde abajo, tal como yo deseo. no dejes que pierda el tiempo con otros niños. acostúmbrale a decir las bendiciones que conoce... y a bendecir el vino, el agua y las abluciones».

Tengo que contarles que he entrado en la Guenizá de Ben Ezra.

                                

La escritura de Dios no conoce líneas ni fronteras, la escritura de Dios puede viajar en el tiempo de Jerusalén a El Cairo o de El Cairo a Cambrigde, pasando por Alandalús, que parece ser que en su forma aguda es como la denominaban los propios andalusíes, ¿de dónde si no iba a venir andaluz?, también acentuada de igual forma (Federico Corrientes, Diccionario de arabismos y voces afines en iberorromance). Por ese vagar infinito del papiro, el pergamino o el papel anduve ayer; y en poco más de dos horas viajé diez siglos en el Centro Sefarad-Israel.

Y todo comenzó en una sinagoga de Fustat en El Cairo antiguo, en el siglo XI, que fue ayer y que es hoy, donde me encuentro, la sinagoga de Ben Ezra de El Cairo, que en su tiempo era conocida como «la sinagoga de los Palestinos» o «sinagoga de los Jerosolimitanos». Y de pronto, como un milagro, en el siglo XIX se descubre la Guenizá que sacó a la luz cientos de documentos abandonados en su vejez a las penumbras y comidos por el tiempo.

La palabra «guenizá» significa `depósito´ y designaba el lugar donde se abandonaban los textos y papeles que por su deterioro ya no se podían leer; pero, en vez de destruirlos o quemarlos se depositaban en un cuarto cegado con la única apertura de un agujero por donde tiraban los papeles y documentos viejos que dormirían allí para siempre. Cuando se descubrió este almacén en el siglo XIX salieron a la luz documentos de todo el mundo islámico; filosofía, cartas comerciales, capitulaciones matrimoniales, escrituras de divorcio, poemas, cuentos árabes, poesía.... Y todo gracias a dos mujeres, dos hermanas gemelas, Agnes Lewis y Margaret Gibson, que después de una expedición por Egipto y Palestina se trajeron un fajo de fragmentos de papel y pergamino que compraron durante su viajes. En Cambridge se lo enseñaron a su amigo Solomon Schechter, que encontró entre esos despojos nada menos que una página suelta del libro perdido de Ben Sira, llamado Eclesiástico por los cristianos.


El manuscrito de Ben Sira, perdido durante la Edad Media fue escrito en el siglo II a.C. y fue excluido de la Biblia Hebrea por las dudas existentes acerca de su sacralidad. La versión más antigua conocida estaba en griego e incluso había quién ponía en duda su existencia en hebreo. Y como un milagro apareció en Palestina.
Pero, no nos hemos conformado con eso y hemos seguido rebuscando en la guenizá. El primer libro de Maimónides que ocupó unos centímetros de mi biblioteca fue un regalo, un regalo que es capaz de ponerte en paz con siglos de violencia, La guía de perplejos, o descarriados e incluso de estúpidos, que ninguno se libra de la estulticia del tiempo mal administrado en favor del poder o la violencia. Y allí entre cientos de legajos destruidos por el aire contaminado y preso durante siglos, además del castigo al abandono encontramos un epítome autógrafo del mismísimo Maiomónides de una obra de Galeno, Sobre los alimentos de Moisés Ben Maimon. El milagro de la cultura que sobrevive a las bestias, a los ataques, a la destrucción y, a veces, a la ignorancia.


Y he visto una hoja iluminada del Calila y Dimna (siglo XIII) que leí de joven, como todos, cuando andaba enredado en la literatura bachiller. Y que aparezca en la Guenizá de El Cairo es un bonito símbolo de que la comunidad judía estaba muy familiarizada con la literatura del mundo islámico.

Todas las literaturas están entrelazadas y esos lazos no los va a romper nadie; porque el tiempo respeta los despojos de las arenas del desierto y los fondos de los mares que salen a la luz para demostrar que no todos vivían en la violencia, que no todos estaban por la guerra, que no todos se dejaron llevar por los vientos corrompidos por el poder del odio.

Y por eso me entretengo en el Centro Sefarad Israel en leer en los largos poemas árabes en grafía hebrea (metro tawií) o en un manuscrito que contiene un poema que aparece en los famosos cuentos árabes de Las mil y una noches, también escrito en árabe con grafía hebrea y encabezado por una línea de la Biblia hebrea. Y pienso y sueño que no todo está perdido pero que la violencia define demasiado y nos aboca a un extremo o al otro


Y allí no pudimos evitar viajar a Alandalús donde la poesía amorosa en árabe inspiró a sus poetas judíos que compartieron forma y contenido. En la Guenizá de El Cairo encontré una versión hebrea de un poema original del poeta abbasí Ibn Abí Husayna (998-1064 CE). Y han pasado mil años, todos sabemos leer, pero parece que hemos ido hacia atrás en este juego de tiempos y violencias.

«Cuando nos abrazamos para despedirnos, su corazón
y el mío rebosaban pasión y amor. Derramó lágrimas
de perlas salpicadas. Mis lágrimas a su vez se inundaron de ónice.
Y todas se convirtieron en un collar en su cuello»

 للوداع اعتنقنا ولا
بكت والوجد. الصبابة يفيضان وقلبي
عقيقا مدامعي ففاضت رطبٱ لؤلؤﭐ
عقدا نحرها في الكل فصار

Versos en árabe y en hebreo, juntos para siempre, como deben estar.

Jerusalén, ciudad tres veces Santa, donde seguro que también está Dios, alguna que otra vez echándose las manos a la cabeza: "Si te olvidare, oh Jerusalem, olvide mi diestra su habilidad; adhiérase mi lengua al paladar si de ti no me acordare; si no pusiere a Jerusalem en la cumbre de mis alegrías". Salmos, 137. Ya sé que has andado por Metula al otro lado del Valle de la Bekaa y de una frontera que pateamos mucho. Lo sé. Eché de menos ver, desde ese monte, Jerusalén. Volveré a ese monte, a esa visión y extenderé mis manos.













martes, 23 de enero de 2024

LLENANDO BARRILES DE ODIO



Pues era del tiempo la estación florida que, según Góngora, quiere decir que era por mayo; y corría, o se arrastraba, el año 2009. Y era Líbano, después de la guerra que dio comienzo en el año 2006. Yo no llevaba mucho tiempo allí; pero, pronto, me iba a dar cuenta de que el principal oficio de los Hunos y la respuesta de los Hotros era que las fábricas siguieran, sin fin, llenando barriles de odio.

Que el odio es un veneno que recrea en sus laboratorios la violencia lo saben bien los terroristas, y nunca beneficia a la sociedad. Allí, en esas tierras dolorosas, hay eficaces laboratorios de violencia.

Es más, cuando el tiempo que arrastra su rastrillo de desmemoria va haciendo poco a poco su efecto, si no cicatrizante, al menos, mitigador; rápidamente, los guardines del terror echan mano de ese arma que se llama violencia definitoria para provocar el efecto venganza y que los barriles de odio vuelvan a llenarse. Sin saber, como escribe Rosalía, a orillas del Atlántico, que no hemos nacido para odiar sin duda. O como nos cuenta la Dickinson al oído, que no tenemos tiempo para odiar, porque la tumba nos lo va a impedir, porque no alcanza la vida para saciar esa enemistad.

Lo que ocurre es que hay lugares donde viven auténticos profesionales llenadores de barriles de odio. Y mira que yo viví en un lugar, donde llenadores profesionales de barriles de odio, con serpientes y hachas, me asesinaron a cuatro amigos. Pero, esos criminales no consiguieron convertir los barriles de dolor y miedo con tanto crimen abyecto en barriles de odio. Eso sí, llenaron barriles de dolor en el alma y en los hogares de las víctimas y barriles de miedo en la sociedad.

Sólo la Justicia es capaz de que los barriles de dolor y de miedo no se conviertan en barriles de odio. La sociedad española entendió que no era momento para una espiral de odio que es el juego al que juegan con sangre los asesinos y su violencia. Pero, en los lugares donde no hay justicia, sino dolor por un lado y venganza por otro: ¿Qué ocurre?


Pues, como contaba en el primer párrafo de estos pensamientos antes de que se fueran liando las madejas, era aproximadamente el mes de mayo y tuvimos que ir a El Adeisse, creo, a inaugurar un hermoso jardín para niños construido con fondos internacionales. y mientras se celebraban los actos con gente importante hablando de paz me senté en una barandilla donde acudieron varios niños. Me saludan, los saludo; me sonríen, les sonrío y casi sin anestesia uno de ellos me pregunta: «¿Odias Israel?» Rápido respondí que yo amaba Líbano. Volvió a hacerme la misma pregunta: «¿Odias Israel?».

Y recordé a Borges, no se sorprendan. Lo primero que me hubiera gustado era citar ese párrafo de su cuento El Sur, una explicación más o menos lógica porque el niño no me entendía cuando yo repetía una y otra vez que yo amaba Líbano, cosa que parecía no importarle: «No era el odio, era la incomprensión, pero es verdad que la incomprensión engendra el odio y que éste puede engendrar la crueldad». Así que por no hablar de El Sur le hablé de lo dañino que es el odio, también siguiendo a Borges y El Congreso: «No odies a tu enemigo, porque si lo haces, eres de algún modo su esclavo. Tu odio nunca será mejor que tu paz».

No era fácil que pudiera aceptar mi consejo borgiano, sobre todo porque cuando la resistencia (ellos se autodenominaban así) disparaba al vecino desde lugares habitados y el vecino respondía a lugares también habitados, la lógica incitaba a llenar las bodegas de barriles de odio porque la espiral de muerte nunca paraba. Esa es la misión del terror y de la guerra de comunicación que trae aparejada. Mis jóvenes amigos tenían su casa llena de barriles de odio que los habían convertido en esclavos, aparte de que después de que su vecino destruyera con un bombardeo sus casas o matase a algún familiar suyo, esa resistencia que inició el fuego les daba miles de dólares para que pudieran reconstruirlas y hacerlos definitivamente suyo.


Han pasado quince años y, como supongo que los barriles de odio se han ido vaciando en este tiempo, de nuevo el terror se ha encargado de que con su respuesta el vecino siga llenando esas bodegas de odio. Mantener vivo el odio de una y otra parte es la medida de la violencia.

Han pasado quince años y yo sigo amando Líbano. «Yo amo Líbano, mi amigo». Ya serás un hombre, mi amigo; y espero que en las bodegas de tu casa no haya sino amor.

Sé que apenas nos entendíamos porque la única pregunta que me hizo durante más de una hora fue ésa: «¿Odias Israel?». Yo les hablé de todo lo que pensaba sobre el odio, sabiendo que no me entendían en absoluto, incluso les hablé en español, viendo sus caras de asombro. Y pensé en Albert Camus y en que el odio, al fin y al cabo, es una mentira: «El odio es en sí mismo una mentira. Se calla instintivamente con relación a toda una parte del hombre. Niega lo que en cualquier hombre merece compasión. Miente esencialmente sobre el orden de las cosas. La mentira es más sutil. Sucede incluso que se miente sin odio, por simple amor a uno mismo. Todo hombre que odia, por el contrario, se detesta a sí mismo en cierto modo. No hay, pues, un lazo lógico entre la mentira y el odio, pero existe una filiación casi biológica entre el odio y la mentira».

Sé que hay mucha gente interesada en llenar otra vez los barriles de odio. Sabemos lo que hacen los terroristas y cual es su misión; pero, debemos ser conscientes de que la forma en la que los Estados se defienden de los terroristas importa, e importa mucho, porque si esa forma de defenderse es la violencia absoluta le hacen el juego a los adalides del terror llenando barriles de odio: contra los portadores del terror, Justicia, pero sólo contra ellos.

Han pasado quince años, mi amigo; pero, yo sólo quise decirte que el hombre que odia se detesta a sí mismo en cierto modo; y tú, tan niño, no merecías eso, porque no te hicieron libre para odiar a tu elección, sino que ese odio fue provocado por otros.