domingo, 15 de diciembre de 2013

EL LIBRO MÁS ANTIGUO DEL MUNDO


Hace mucho tiempo, decidí ir a buscar el libro más antiguo del mundo.
En un primer momento pensé que tendría que viajar al meridiano del edén entre los ríos Tigris y Eúfrates, la antigua Mesopotamia, actual Irak, país incendiado, donde nos llevaron los vientos de la guerra. Si no lo saben, aunque olvidado, continúa en llamas. Seguimos recordándote, Carlos. Si tienes tiempo, allá por donde estés, pásate por Toledo; ya sabes, justo arriba de la cuesta de San Servando. Una parte del museo es toda tuya.

Esta búsqueda del libro más antiguo del mundo no se me ocurrió por casualidad, sino que mi profesor de Literatura, don Ramón Asquerino Fernández, allá en el colegio El Picacho, justo en La Otra Banda de la Argónida, y en el ya lejano año de 1976, reveló, un día, a unos niños una cuestión que nunca nadie les había planteado: “algún libro tuvo que ser el primero en ser escrito; pero ¿qué libro?”, preguntó.
El más espabilado respondió que La Biblia, otro alumno que no le andaba a la zaga dijo que El Corán, que es el libro que habita desde el principio de los tiempos en los labios de Dios.
Don Ramón  sonrió y recitó unos versos:

Aquél que todo lo ha visto, que ha experimentado todas las emociones, del júbilo hasta la desesperación, ése ha recibido la merced de ver dentro del gran misterio, de los lugares secretos de los días primeros antes del diluvio.
Aquél que ha viajado hasta los confines del mundo y ha regresado exhausto pero entero, ha grabado sus hazañas en estelas de piedra, ha vuelto a erigir el sagrado templo; así como las gruesas murallas de Uruk, ciudad con la que ninguna otra de la Tierra puede compararse.
Mira cómo sus baluartes brillan, asciende por la escalera de piedra más antigua de lo que se pueda imaginar, llégate a los templos: el consagrado a Isthar, el consagrado a Eanna, un templo cuyo tamaño y belleza no ha igualado ningún rey. Camina sobre la muralla de Uruk, recorre su perímetro, escruta sus soberbios cimientos, examina su labor de ladrillo, repara en las tierras que circundan sus palmeras, sus jardines y huertos, sus espléndidos palacios y templos, sus talleres y mercados, sus casas sus plazas, busca su piedra angular y debajo de ella el cofre de cobre que indica su nombre,, ábrelo levanta su tapa saca de él la tablilla y lee cómo Gilgamesh todo lo sufrió y todo lo superó.

De su boca no salió una palabra más y yo anoté en mi cuaderno: Uruc, Jilgames e Istar; poco premio para tanta atención. Cuando acabó la clase le pregunté de nuevo cuál era el libro más antiguo del mundo, que aún no lo había dicho; y me respondió, como hacen los buenos profesores: “ése es ahora tu trabajo, yo sólo puedo abrirte la puerta y ya la tienes abierta. Si quieres entra y descubre. Pero, sólo si tú quieres”.
Ante esa propuesta no tuve más remedio que recoger el guante y cuando llegué a mi casa que, afortunadamente mi padre tenía, y sigue teniendo, llena de enciclopedias, empecé a rebuscar con los tres nombres que yo tenía anotados.
En esas estanterías estaba escondido el mundo y yo sólo tenía que andar por él abriendo las enciclopedias, sin necesidad de salir de casa. Es cierto que tenía en mi mano mucha información, y que poco envidiaban esos viejos estantes a la actual Internet; desde luego en sus páginas te perdías menos que en la red donde anidan demasiados datos insubstanciales en su corteza y en los que el rigor sólo anda escondido en nombres que, igual que siempre, fluyen de boca en boca o en revistas especializadas que poca gente lee.
Busqué en los tres tomos de la Historia de la Literatura Universal de Martín de Riquer y de José María Valverde, poco encontré; luego anduve por las Enciclopedias Larousse y  Durvan y los tomos de Historia del Arte editados por Planeta. Los volúmenes de la Enciclopedia de la Geografía Universal del Instituto Gallach los usé para ubicar Uruk, en la orilla oriental del río Eúfrates. Ya sabía dónde estaba, ahora sólo tenía que encontrar esas tablillas.
Anoté en un papel una pequeña definición enciclopédica de la Durvan: Epopeya de Gilgames. Epopeya babilónica descubierta (siglo XIX) en doce tablillas de arcilla de la Biblioteca de Asurbanipal en Nínive. Narra la lucha de Gilgames, legendario rey de Uruk, contra el usurpador Kunibaba. Ayudado por el fiel Eabani, el héroe sale victorioso y triunfa también de las acechanzas que le tiende la diosa Istar por haber desdeñado su amor. La obra presenta coincidencias con la cosmogonía mosaica e incluso en la tablilla XI hace alusión al diluvio.

Le llevé la definición que había encontrado a don Ramón Asquerino y me dijo: “sigue buscando, Norberto, puede que Kunibaba no sea un usurpador, sino el guardián de la naturaleza, ni que Isthar se vengara del rey de Uruk sólo porque la desdeñó; busca las duras palabras que le dirigió Enkidu a la diosa, y a lo mejor cambias de opinión. Puede que Eabani no sea Enkidu, que lo acompañó a las montañas del Líbano a matar al gigante que custodiaba los bosques de los cedros. Sigue buscando, que como dice Cervantes: el que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho. Ya ves, Norberto, ni basta sólo leer, ni basta sólo andar”.
“¿Y no es mejor que nos acerque usted al libro más antiguo del mundo?”, le dije.
“Hay viajes”, me respondió, “que los debe hacer uno acompañado; y otros, que hay que hacerlos sólo. Gilgamesh hizo dos: uno acompañado de Enkidu para matar al gigante Humbaba, guardián del bosque de los cedros, y otro que tuvo que hacer sólo buscando la inmortalidad. Esos dos viajes, Norberto, los hacemos todos.  Para acabar con nuestros monstruos aquí en la Tierra busca, como Gilgamesh, compañía y ayuda; pero para buscar la inmortalidad es mejor hacer ese viaje sólo, como hizo él”.

Así que muchos años más tarde hice mi maleta y me fui a la ciudad de Uruk, a la que en su tiempo (3.000 años A.C.) ninguna podía compararse. La misma búsqueda me llevó al Museo Británico de Londres y al Líbano para seguir los pasos de Gilgamesh y Enkidu con el fin de matar a la bestia que guardaba el bosque de los cedros.

Al llegar a Uruk me contaron que su rey Gilgamesh, por su fortaleza y poder, había terminado convertido en un tirano asfixiando a su propio pueblo. Dos tercios de él son dios. La forma de su cuerpo, como la de un buey salvaje altivo. El empuje de sus armas, no tiene par. Mediante el tambor se reúnen sus compañeros. Los nobles de Uruk están sombríos en sus cámaras:    
«Gilgamesh no deja el hijo a su padre; día y noche es desenfrenada su arrogancia. ¿Es éste Gilgamesh, el pastor de la amurallada Uruk? ¿Es éste nuestro pastor, osado, majestuoso, sabio? Gilgamesh no deja la doncella a su madre, ¡La hija de guerrero, la esposa del noble! Los dioses escucharon sus quejas. Los dioses del cielo del señor de Uruk, ellos...

Por regla general los pueblos no suelen ser oídos por los dioses cuando necesitan desembarazarse, pero esa vez lo hicieron; y el dios Anu ordena a la diosa Aruru que de barro y agua insufle vida a un igual a Gilgamesh para que pueda hacerle frente; y la diosa Aruru (una diosa femenina) es quien moldea a Enkidu y lo envía a la Tierra para que contrarreste el poder desmesurado de Gilgamesh contra su pueblo. El equilibrio imposible.
La diosa Aruru libera en la naturaleza a Enkidu que vive como un salvaje, un hombre que corre con las bestias, que bebe en las charcas, que come los restos del suelo, que no tiene el don del habla, que su corazón es frío.
¿Y saben quién es el encargado de civilizar al hombre? Ni más ni menos que una mujer, una de las servidoras de la diosa Isthar.
¿A que es muy diferente esa creación del hombre a la que nos han inculcado otras tradiciones?: una diosa (femenina) crea de barro y agua a un hombre y una mujer lo civiliza, le enseña a hablar, lo hace más humano. ¡Mujeres!, ¡lógico!, pensé, si son ellas las que dan la vida, las que paren los hijos, las que te dicen al oído tus primeras palabras… ¡lógico! (A ver si aquello de que la mujer fue creada a partir de la costilla de un hombre, no era la primera idea)
Pero, miren, miren como civiliza Samsat, la servidora de la diosa Isthar, al salvaje Enkidu. Desde luego que no hay mejor manera de ser civilizado:

Ella se despojó de su túnica y se tumbó allí desnuda. La vio Enkidu y se acercó con cautela, olisqueó el aire, contempló su cuerpo. Se acercó Samsat; y entonces le tocó el muslo. Empleó sus artes amatorias, se apoderó de su aliento con los besos y no se reprimió en absoluto; le enseñó lo que es una mujer. Durante siete días Enkidu permaneció a su lado y yació con ella hasta que estuvo saciado.
Al cabo se levantó y caminó hacia la charca para reunirse con sus animales, pero entonces las gacelas lo vieron y se dispersaron. El venado y el antílope se alejaron brincando. Trató de alcanzarlos, pero su cuerpo estaba exhausto, temblaban sus rodillas; y ya no podía correr como un animal tal como había hecho hasta entonces. Regresó hasta donde estaba la mujer; y mientras caminaba supo que su mente había crecido, supo cosas que los animales no pueden saber.

Gracias a Samsat, una mujer, Enkidu, un hombre salvaje, supo que su mente había crecido y supo cosas que los animales no pueden saber. ¡Bendita la mujer!

Una vez civilizado, Enkidu decide ir a Uruk a ayudar al pueblo y a ajustar cuentas con el tirano Gilgamesh. En Uruk se enfrenta con Gilgamesh. Un enfrentamiento de dos fuerzas de la naturaleza, dos semidioses. Gilgamesh vence a Enkidu, pero está a punto de ser derrotado. Por primera vez siente miedo, por primera vez sabe que hay un igual a él que puede vencerlo y cuando le da la mano para levantarlo se establece entre los dos un vínculo que los llevará a iniciar una gran aventura en los remotos bosques de los cedros donde vive Huwawa (en asirio Humbaba). Un ser que simboliza el pasado, pero que es el guardián de la naturaleza.
Con la ayuda del dios del viento, Gilgamesh mata al gigante y los bosques se quedan sin guardián, se quedan sin futuro porque dos hombres civilizados que vienen de la ciudad más grande y adelantada del mundo han hundido sus hachas en su garganta y han cortado su cabeza. El mito del progreso contra la naturaleza, creo yo.
Hace tres mil años quien escribió La Epopeya de Gilgamesh ya sabía cuál sería el resultado de la lucha entre el desarrollo y el progreso contra la naturaleza.
Cuando llegué al Líbano, país que recorrí de arriba abajo, con un cedro como bandera, atravesando fuertes y fronteras, entristecí, porque apenas vi cedros, sólo guerra y una naturaleza quemada cuyo fuego se inició en el Libro más Antiguo del Mundo. Pensé en Humbaba y recordé cómo los dos héroes de Uruk acabaron con él y tras su muerte, ¿sabéis quién lloró?: La Naturaleza que, perdido su guardián, sabe que no le espera más futuro que la desaparición.
Así cuenta el Poema cómo murió Humbaba, el guardián del Bosque de los Cedros, el guardián de la Naturaleza:

Al escuchar a su amigo que lo animaba, volvió en sí Gilgamesh; entonces lanzó un alarido, alzó su enorme hacha, la blandió y la hundió en el cuello de Humbaba. Manó la sangre de nuevo, otra vez el hacha golpeó la carne y el hueso, el monstruo se tambaleó quedaron sus ojos en blanco; y al tercer golpe del hacha se desmoronó como un cedro y se derrumbó en el suelo. Su último estertor conmovió las montañas del Líbano, inundó los valles con su sangre, retumbó el bosque hasta el límite de sus árboles. Entonces los dos amigos lo abrieron, extrajeron sus intestinos, cortaron su cabeza de dientes afilados como dagas y de horribles ojos rojos de fija mirada; y entonces cayó una suave lluvia sobre las montañas, cayó una suave lluvia sobre las montañas.

Las montañas del Líbano empezaron a llorar porque ya el bosque de los cedros se había quedado sin guardián, sin su monstruo. Yo hubiese deseado que Humbaba hubiera vencido, porque ahora, igual que hace tres mil años, sabemos que la civilización también significa la destrucción de la Naturaleza y la pérdida de todo equilibrio.

Desde el Bosque de los Cedros los héroes vuelven a Uruk; allí la diosa Isthar pretende a Gilgamesh y éste la desdeña (mezclar a dioses con hombres siempre fue tarea complicada). Pero Isthar, tras ser despreciada, vuelve a recordarles que no son dioses sino humanos y  Enkidu, con arrogancia, le dice cosas que nunca, nunca, nunca, nunca ninguna mujer debe oír. Así que la diosa, justiciera a su forma, le envía una enfermedad en la que se mezclan sueños de mal agüero y dolor para Enkidu.
Una mujer lo civilizó y lo hizo más humano y una mujer acaba con él. ¿Qué fuerza podían tener las mujeres hace tres mil años? Tal vez la de dar y quitar la vida. La misma que tienen ahora no lo aolvidemos.

Enkidu, enfermo por mano de Isthar, recuerda cuando era un salvaje, cuando bebía en las charcas, comía en el suelo sin usar las manos, y no tenía aún la facultad del habla; y piensa que era inocente y que entonces era feliz y le echa a Samsat, la mujer que lo civilizó , que lo hizo humano, una maldición que nunca puede ni debe salir de la boca de un hombre:

Que jamás poseas un hogar, ni una familia, jamás un hijo propio al que cuidar, que tu esposo prefiera a las muchachas más jóvenes y hermosas, y que te golpee como una mujer golpea a las esteras de su casa, que nunca consigas brillantes vasos de alabastro ni de plata que llenen a los hombres, que tu tejado se llene de goteras y no haya carpintero que las tape, que los perros salvajes se instalen en tu dormitorio, que las lechuzas aniden en tu sobrado, que los borrachos te vomiten encima, que la pared de una taberna sea tu hogar, que vayas vestida con andrajos, que las esposas indignadas te demanden, que las espinas y las zarzas derramen la sangre de tus pies, que los jóvenes se burlen de ti, y que la muchedumbre te escarnezca cuando pases por las calles. Esta será tu recompensa Samsat por haberme seducido en el monte cuando yo era fuerte inocente y libre.

Enkidu, luego, se arrepiente, se disculpa y alega a su inconciencia las palabras antes dichas; pero ya es tarde, no hay perdón para eso, ya está tomada la decisión y Enkidu sólo por esas palabras, que ninguna mujer merece, aunque un tercio de él sea dios y dos tercios un hombre, está condenado a morir. Y la diosa Isthar y su servidora Samsat que un día amó y se dejó amar por Enkidu no dictan más sentencia que la enfermedad y la muerte. Así debería ser siempre, ¿o no?
Ya hace tres mil años se condenaba la violencia contra la mujer y se escribía sobre ella y contra ella. Y los dioses, como quedó demostrado en la piel de Enkidu, no la perdonan.

Tras la muerte de Enkidu, Gilgamesh, triste hasta el infinito, toma conciencia de la muerte, en la que nunca había pensado, y decide salir en un segundo viaje en busca de la inmortalidad. Pero, como decía mi profesor, don Ramón Asquerino Fernández, hay viajes que debe hacer uno sólo y la búsqueda de la inmortalidad es uno de ellos, así que es mejor que agarren el Poema de Gilgamesh y hagan ese viaje solos.









Las primeras fotos fueron hechas en el Museo Británico de Londres, justo en las puertas de Babilonia. Todos hemos vivido en Babilonia alguna vez, algunos sin saberlo. En ese Britsh Museum, allá por la sala 55, se encuentran las tablillas en arcilla donde se escribió hace mucho tiempo el libro más antiguo del mundo, el Poema de Gilgamesh.
Las otras fotos son de Líbano: un atardecer desde Kleyaá, una foto tomada desde Marjayoun a la vista de su valle. Y una foto del río Hasbani desde Kaukaba. Con el párroco maronita de Kaukaba pasé una mañana, acudí a su celebración religiosa, comulgué con ellos, acaso sin merecerlo, y me invitó a su casa. Allí me habló del río Hasbani que vierte sus aguas al Jordán y también me dijo que cuenta una leyenda libanesa que por aquellas riberas anduvo también Jesucristo. No pude menos que bañarme en ese río. Aguas parecidas llegaron a las manos del Bautista.

De mi profesor, don Ramón Asquerino Fernández, no tengo más que palabras de gratitud. Y eso que sé que no es la gratitud el mayor don que los cielos entregan a los niños. Me abrió las puertas a la Literatura y he conocido pocos profesores como él; aunque en el colegio El Picacho, en la Otra Banda de La Argónida, hubo un tiempo que parecía sembrado de ellos.
Por los milagros de Internet, sé que ha publicado un libro de poemas titulado Violetas en el Egeo, será bonito volver contigo a la poesía y a Grecia, viejo profesor.

Los textos, traducidos, del Poema, y muchas ideas, las he sacado de otro profesor que tuve cuando estudiaba, otra deuda impagable, en la facultad, don Bernardo Souviron, a quien sólo puedo agradecer sus clases y sus palabras, y a quien sigo sus andanzas desde entonces. Fue capaz de hacerme contemporáneo de griegos y romanos. Ahora mismo estoy leyendo su segundo volumen de El Rayo y la Espada, Ártemis y Afrodita. Sin duda, profesor somos Hijos de Homero, y no dejes de escribir el siguiente volumen que tenemos la deuda de leerte.



domingo, 1 de diciembre de 2013

LA CANCIÓN DE LARA



Es vano, en años caóticos,
buscar un fin feliz.
Para unos el castigo y el arrepentimiento,
para otros terminar en el Gólgota…
Para mí sería más pesado,
y del camino recorrido
ahora no me lamentaré.

El Testamento del Teniente Schmidt
Boris Pasternak






¿Un nombre de mujer?
Lara.
¿Una canción?
La canción de Lara.
¿Dígame quién es Lara?
Lara es Rusia, Lara es la vida, Lara es la verdad y Lara es la poesía. Lara no tiene, por tanto, más remedio que vivir para el dolor y para el sacrificio. No hay otra vocación para el arte.

¿Por qué ha de ser éste mi destino —pensó—, verlo todo y sufrir por todo?
El tiempo luchaba por no empeorar. Las gotas de lluvia dejaban oír su tictac sobre el hierro de los canalones y de las cornisas, y cada tejado transmitía sus rumores al tejado vecino. Era la época del deshielo.
En un estado de inconsciencia Lara recorrió toda la calle, y sólo al llegar a casa se dio cuenta de lo que había ocurrido.
En casa todos dormían. Cayó de nuevo en su torpor y, aturdida, se sentó en el tocador de la madre, con su traje de color lila claro, casi blanco, guarnecido de encaje, y el largo velo, que por una noche había cogido del taller, como si hubiese ido a un baile de máscaras. Estaba sentada ante su propia imagen reflejada en el espejo y no veía nada.
Cruzó luego las manos sobre la mesita y apoyó la cabeza en ellas.
Si su madre lo supiera la mataría. La mataría y luego se mataría ella.
¿Cómo había sucedido? ¿Cómo pudo ocurrir? Ahora era ya demasiado tarde. Debió de haberlo pensado antes.
Ahora era una mujer — ¿se decía así?— perdida. Una mujer de novela francesa. Al día siguiente, en clase, se sentaría en el mismo banco que las demás, chiquillas inocentes comparadas con ella. ¡Señor, Señor, cómo pudo suceder!

Sencilla la respuesta, Lara; porque eras arte y eras libre y no hay otros dos bienes que condenen de manera más inevitable al sufrimiento.
Te recuerdo en la nieve, cuando ya habías conocido al poeta. Te recuerdo con tu gorro de piel y con tu cara llena de tristeza; que tú y yo sabemos, porque lo hemos visto, que la tristeza suele adornar a los rostros con su poética versión y expresa aquello que la viva voz es incapaz de pintar.

¡Qué destino te llevó a los brazos de aquel hombre!: ¿la pobreza’, ¿la indefensión?, ¿la naturaleza de nuestras almas, que son débiles en su sustancia?, o el poeta que no entiende la vida sin dolor y escribió tu vida sin darse cuenta que los personajes de las novelas también sienten la humillación, el sufrimiento y los padecimientos; que están vivos, que ese mundo es real, tan real como el nuestro. ¿Por qué tú, poeta, no la dejaste desde un primer momento en los brazos de Yuri Zhivago? ¡Qué mágico círculo era aquél! Si la intrusión de Komarovski en su vida le hubiese producido al menos repulsión, Lara habría reaccionado y estaría salvada. Pero no era tan sencillo.
Le halagaba que aquel hombre de cabellos grises, que podía ser su padre, tan aplaudido en todas partes y de quien se ocupaban los periódicos, gastase tiempo y dinero en ella, la contemplara como a una diosa, la llevara al teatro y los conciertos y, como se decía, «la desarrollase intelectualmente». Sin embargo, continuaba siendo la colegiala adolescente embutida en un uniforme oscuro, partícipe secreta de inocentes conjuras y travesuras escolares. Las libertades que Komarovski se tomaba en el coche ante las narices del cochero, o en un palco, a los ojos de todo el teatro, la seducían por su audacia provocativa y excitaban en ella el diablillo de la imitación.
Pero ese entusiasmo infantil, de pequeña colegiala, pasó pronto. Una fatiga dolorosa, un íntimo terror se apoderaron de ella. Siempre tenía ganas de dormir: por las noches de insomnio, por el llanto.

Era su maldición, lo odiaba. Cada día rumiaba de distinto modo los mismos pensamientos. Se había convertido en su esclava para toda la vida. ¿Con qué la había sojuzgado? ¿En nombre de qué la obliga a ceder, y ella se rinde, secunda sus deseos, lo deleita con el estremecimiento de su descubierto abandono? ¿En nombre de su edad, de la dependencia económica de la madre de él, o intimidándola hábilmente? No, no y no.
Todo es absurdo.

No sólo ella y Yuri Zhivago llegaron tarde a su destino, que por eso nunca se cumplió. Hay demasiados destinos quebrantados por ese motivo en todas las vidas, sin excepción; porque decidir no es fácil, nada fácil, y, además, la libertad no existe, ¡despertad!; todos estamos atados a algo; y esos cruces comprometidos, idénticos a los nuestros, es lo que nos acercan a las palabras de Pasternak. ¿He dicho Pasternak?

Y ella se preguntaba: “¿El amor es, pues, humillación?” Una vez tuvo un sueño. Estaba enterrada. Solamente habían quedado fuera el lado izquierdo con el hombro y el pie derecho. En el pezón izquierdo brotaba la hierba y sobre la tierra cantaban: Ojos negros, blancos senos y no permiten que Masha vaya al otro lado del río.

Era tan fácil caer en los brazos de Lara y tan difícil, cortar las raíces a su vida, porque también amaba a su familia, a su mujer, a sus hijos, porque ningún daño le habían hecho, al contrario; porque no merecían la traición; porque, Yuri, ¿qué vas a hacer ahora?

— ¿Qué tienes?—le preguntaba Tonia, asombrada—. Seguro que en la ciudad te han dado una mala noticia. ¿Una detención? ¿Han fusilado a alguien? Dímelo, no temas preocuparme. Te sentirás mejor.
¿Había traicionado a Tonia? ¿Había preferido a otra mujer? No, no hizo elección alguna, ni estableció comparaciones. La idea del «amor libre», expresiones como «los derechos y exigencias del sentimiento», eran extrañas para él. Le parecía indigno hablar y pensar de esta manera. En su vida no había recogido «las flores del placer», no se había considerado ni superhombre ni semidiós, ni pedido privilegios ni ventajas, y sentíase agotado bajo el peso de la conciencia inquieta.
«¿Qué va a pasar ahora?», se preguntaba a veces.
Y no encontrando la respuesta aguardaba algo imposible, la intervención de una circunstancia imprevista que aportaría la solución.
Pero ahora todo había acabado: estaba dispuesto a cortar por lo sano. Volvía a casa con la firme decisión de confesárselo todo a Tonia, de pedirle perdón y no volver a ver más a Lara.
Sin embargo, no era tan sencillo. Le parecía no haber sido lo bastante claro con Lara, no haberle hecho comprender que intentaba romper definitivamente, para siempre.
Aquella mañana le había manifestado su decisión de contárselo todo a Tonia y que sería imposible que continuaran viéndose con frecuencia, pero ahora tenía la sensación de que todo eso lo había expresado de un modo muy vago, sin la suficiente resolución.
Por las mejillas de Lara corrían lágrimas silenciosas de las que ella no se daba cuenta, como la lluvia que en aquel instante caía sobre las caras de las figuras de piedra de la «Casa de las estatuas», allí delante. Dijo simplemente, sin generosidad, sumisamente:
—Haz lo que te parezca. No te preocupes por mí.
Y como no sabía que estaba llorando no se secó las lágrimas.

Pero el destino, con insistencia, se resiste a que las despedidas sean tan sencillas, porque no se atreve a que haya una única mirada sobre nuestras vidas y vuelve a poner sus ojos sobre las heridas que creíamos ya cerradas. “Nunca volveremos a vernos, Lara. Nunca. Tengo que volver con Tonia”.

La razón que justificaba aquel hablar improvisado y sencillo eran las lágrimas en que se sumían, empapaban y nadaban sus usuales y comunes palabras.
Parecía que, bañadas en lágrimas, se fundieran en su tierno y confuso murmullo, como sedosas hojas empapadas por la lluvia en el rumor del viento.

Nos separamos para siempre. Aunque siempre suele significar normalmente menos que una vida. Nos dio tiempo a una revolución, a tu matrimonio con un bolchevique, a mis años en la guerra como médico, a mi días con Tonia, a mis hijos, a que nuestro tiempo respirara por otras carnes diferentes a las nuestras; ¿para qué?: para el reencuentro definitivo que solo llega con la muerte.

Otra vez estoy a tu lado, Yúrochka. De qué modo el destino ha querido que volviéramos a vernos. ¡Ya ves qué terrible es! ¡Oh, no puedo! ¡Señor! ¡Llorar, llorar sin fin! Ya lo ves. Esta es también una de las cosas que tenían que sucedemos, que teníamos reservada. Tu muerte, mi fin. Otra vez algo demasiado grande e inevitable. El misterio de la vida, el misterio de la muerte, la fascinación del descubrimiento, esto, sí, esto habíamos llegado a comprenderlo. Y las pequeñas cosas que suceden en el mundo, como la renovación de toda la tierra. No, no, perdona, esto no tenía nada que ver con nosotros.

¡Adiós, mi gran amor, adiós, mi orgullo, adiós, mi rápido, profundo y pequeño río!, ¡cuánto amaba tu incesante rumor, cuánto amaba lanzarme sobre tus frías ondas!
¿Recuerdas cuando te dije adiós, allí, entre la nieve? ¡Cómo me engañaste! ¿Acaso me habría ido sin ti? Lo sé, lo sé, lo hiciste por necesidad, creyendo que lo hacías por mi bien. Y todo se vino abajo. ¡Dios mío, cuánto sufrí allí! ¡Qué de cosas tuve que soportar! Tú no sabes nada. ¡Qué hice, Yura, qué hice! Soy tan culpable como no puedes imaginar. Pero no fue culpa mía. Estuve tres meses en el hospital y uno sin conocimiento. Desde entonces ya no puedo vivir, Yura. Mi alma ya no tiene paz en el tormento y la piedad. Pero, mira, no te digo, no te revelo lo esencial. No puedo decirlo, no tengo valor. Cuando pienso en este trastorno de mi vida, el terror me pone la carne de gallina. Y, ¿sabes?, ni siquiera creo que sea perfectamente normal. Habló todavía mucho rato, sollozando y atormentándose. De pronto levantó, asombrada, la cabeza y miró a su alrededor. Hacía rato que había gente en la habitación…

— Dígame de verdad quién es Lara. No vamos a estar toda la noche esperando. Dígamelo de verdad.
— Me está haciendo daño.
— Vamos. Ella ya está detenida y va camino de ocho años de trabajos forzados en el Gulag. Usted, camarada, sólo tiene que dar su nombre.
— Hablaré, pero no me haga más daño. Olga, se llama Olga Ivinskaya. Ha sido el amor de otoño de Boris Pasternak. Su gran amor. Ella es Lara. Me lo contó el propio Pasternak: “Olga ha sido encarcelada por mi causa, por ser considerada por la policía secreta como la persona más cercana a mí y esperaban que por medio de un interrogatorio agotador y amenazas podrían conseguir suficientes evidencias para poder enjuiciarme. Yo debo mi vida y el hecho de que no me tocaran todos estos años a su heroísmo y su fortaleza.”  
— Hay que salvaguardar la Revolución y no importa el precio.
— ¡Pero, si ya renunció al Premio Nobel y lo pusisteis al borde del suicidio! ¿Qué más queríais? ¿Qué se puede esperar, salvo su desaparición, de un régimen que castiga a sus enemigos en la piel de sus seres queridos?
— No es fácil defender la justicia.
— Usted lo ha dicho, no es fácil.
— Ya puedes irte, y no cuentes lo que aquí ha pasado. Sabes que podemos acabar contigo.

Olga iba camino del Gulag. Pasternak se estaba muriendo, pensando en Olga, amando a Lara; pero él sabía que los manuscritos no arden y que siempre quedarán las palabras y el recuerdo de los besos. Yo, también. 



Veo el futuro con tanta claridad
como si tú lo hubieras detenido.
y ahora, igual que hacen las sibilas
con su profético poder, capaz soy de predecir.

En el templo caerá el dosel mañana,
en apartados grupos estaremos
y bajo nuestros pies la tierra temblará
movida, quizás, de compasión hacia mí.