sábado, 26 de octubre de 2013

ALDOUS HUXLEY, UN MUNDO PERFECTO





Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; como todos los hombres, he conocido a otras gentes y otros lugares; y he podido reír, llorar, gozar, lamentarme, disfrutar, luchar  o rendirme, como todos los hombres de esta gran Biblioteca que es el mundo.

Como todos los hombres de la Biblioteca yo también dije, con falsa vanidad, yo nunca tendré un móvil, no me compraré un ebook porque adoro el olor del libro, no entraré en las redes sociales porque prefiero los cafés y las tardes o los bares y la noche, no viajaré en google+, ni tendré facebook; ni nada parecido.

 La semana pasada abrí lo penúltimo (lo último aún está por llegar y lo desconozco) que me quedaba: una cuenta twitter. Alguien me dijo: “no puede ser que el tipo que lleva la intranet, internet, el periódico y los boletines no tenga ni facebook, ni twitter, ni esté en google+..." 

Yo, que siempre ando portando una cierta y falsa humildad, a partes iguales como todos, pero que no me falta la pizca de interés que me hace mover los músculos cada mañana, me dije: si algún día quiero llevar todas esas cosas, tendré que saber de qué van esas palabras anglófilas que me acaba de recetar mi compañero. Así que ahora tengo todo aquello que un día dije que no tendría. Suele ocurrir. No hay más que mirar hacia atrás. No es fácil escapar.

Después de estas excusas no pedidas (accusatio manifesta), como dije, la semana pasada, abrí una cuenta twitter y me dio por buscar a tipos raros, de esos que frecuentan los cafés y demás saraos donde se junta gente en el apaño del mal vivir. Ahora sigo los twitter de gente como Muñoz Molina que ayer me llevó a la sagrada Vetusta (a esa heroica ciudad que dormía la siesta; gracias, don Antonio), Lorenzo Silva (que anda defendiendo a tirios y a troyanos con, o sin, el guardia Bevilacqua; gracias, don Lorenzo), o a Pérez Reverte (que desde el café de la Lola se defiende o ataca descabezando a mandobles a todo quisque que se le pone por delante; una exageración don Arturo).

Y ayer cacé el twitter de Eduardo Galeano, el hombre, que lo llamé un día, sin distancias, y leí un twitt suyo. ¿Se dice twitt o twett?; bueno, hasta los agentes de bolsa se equivocan, con el dinero de otros, por supuesto).

Y Eduardo Galeano con sus palabras me condujo a otro libro, como hacen los grandes que terminan enlazando sueños y realidades y acabas como siempre en el mismísimo Homero.

Escribe en su twitt (¿se dice twitt?) Eduardo Galeano:

En el siglo XX la mitad del mundo sacrificó la justicia en nombre de la libertad y la otra mitad sacrificó la libertad en nombre de la justicia.

No conozco una frase más corta que resuma la historia del siglo XX de una manera más exacta.
Hace poco estuve en Berlín, paisaje que sufrió en carne propia ese siglo devastador desde el año 1 hasta el año 89 del siglo XX y que resume Galeano con la palabra sacrificio. 

El twitt (¿se dice twitt?) de Galeano, inmediatamente, lo asocié a la búsqueda de la utopía y la utopía me llevó sin querer hasta Un mundo Feliz de Aldous Huxley y a la cita inicial, de Nikolái Berdiáyev, que prologa su libro (la escribo en francés porque aparece en francés en el ejemplar que tengo):

Les utopies apparaissent comme bien plus rélisables quón le croyait autrefois. Et nous nous trouvons actuellement devant una question bien autrement angoissante: Comment éviter leur réalisation définitive...? Les utopies sont réalisables. La vie march vers les utopies. Et peut-être un siécle nouveau commence-t-il, un siécle oú les intellectuels et la classe cultivée reveront aux moyens déviter les utopies et de retourner á une société non utopique, moins "parfaite" et plus libre.

Las utopías parecen más realizables ahora de lo que se creía antes. Y nos encontramos actualmente, de cualquier forma, ante una cuestión bien angustiosa: ¿Cómo evitar su realización definitiva? Las utopías son realizables. La vida marcha hacia las utopías. Y tal vez un nuevo siglo las comience, un siglo donde los intelectuales y la clase cultivada alienten al resto a que eviten las utopías y vuelvan a una sociedad no utópica, menos "perfecta" y más libre.

Eso pone en la primera página del libro de Aldous Huxley, Un Mundo Feliz. Ni que decir tiene que nadie hizo caso a las palabras de Berdiáyev escritas a principios del siglo XX y las utopías llenaron de cadáveres todas las cunetas del mundo y la búsqueda de la libertad las llenaron de hambrientos. Galeano, en un twitt, continuación del anterior, escribe con agudeza: 

Y en el siglo XXI sacrificamos las dos (justicia y libertad) en nombre de la “globalización”.

Yo que he vuelto a hojear Un mundo Feliz después de tantos años (Galeano, tuya es la culpa), creo que hay otro peligro ya descrito a mitad del siglo pasado por Huxley: la ciencia, que siempre va por delante de la moral y la filosofía (¡Ay, la filosofía!, que ya no se estudia):

Les enseñó el sencillo mecanismo por medio del cual, durante los dos últimos metros de cada ocho, todos los embriones eran sacudidos simultáneamente para que se acostumbraran al movimiento. Aludió a la gravedad del llamado “trauma de la decantación” y enumeró las precauciones tomadas para reducir al mínimo, mediante el adecuado entrenamiento del embrión envasado, tan peligroso shock. Les habló de las pruebas de sexo llevadas a cabo en los alrededores del metro 200. Explicó el sistema de etiquetaje: una “T” para los varones, un círculo para las hembras y un signo de interrogación negro sobre fondo blanco para los hermafroditas.

Miedo da el futuro…, miedo da perder la libertad sacrificada en nombre de la justicia y miedo da perder la justicia sacrificada en nombre de la libertad. Sólo nos cabe luchar, aunque no es fácil una vez que estás en el combate saber cuál es tu bando, porque los dos llevan en este siglo XXI uniformes muy parecidos. Y si a eso añadimos la ciencia, el progreso y la globalización….


Señor Huxley, le debo el hablar un poco más de su libro en otra entrada. Me he ido por caminos no esperados pensando en Galeano y en usted. Reciban los dos un cordial y afectuoso saludo.






Las fotos son de Berlín. La primera, de trozos del muro de la vergüenza; la segunda, de cruces en recuerdo de los caídos que intentaban saltarlo buscando aires de libertad y la tercera es un monumento en memoria de los homosexuales perseguidos y asesinados por los nazis.
Uno de los caminos para llegar a la libertad es la memoria.

sábado, 19 de octubre de 2013

SALINGER, EL GUARDIÁN ENTRE EL CENTENO


Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, como fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero, porque es una lata, y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera aquí a hablarles de su vida privada.
 
 
 
  Me encontré con Holden Caulfield en una estación de tren. Era invierno, nevaba y las Navidades estaban muy cerca. Acababan de expulsarlo de un colegio llamado Pencey, de esos de pago en el que tienen equipo de esgrima, de rugby, de waterpolo, y en cuyos anuncios aparecen niños de blancas sonrisas y jersey granate. Uno de esos colegios que andan pavoneándose del éxito de sus ex-alumnos sin contar que la verdadera razón de ese éxito son los padres, que bien situados, apuran la injusticia establecida para dejar colocados lo mejor posible a los hijos. Y lo peor es que lo consiguen. No me extrañó nada que ese tal Holden Caulfield no encajara en ese colegio. Uno de los motivos principales por los que me fui de Elkton Hills, me  dijo, fue porque aquel colegio estaba lleno de hipócritas. Eso es todo. Los había a patadas. El director, el señor Hass, era el tío más falso que he conocido en toda mi vida, diez veces peor que Thurmer. Los domingos, por ejemplo, se dedicaba a saludar a todos los padres que venían a visitar a los chicos. Se derretía con todos menos con los que tenían una pinta rara.

Para andar dos pasos más allá de la adolescencia, Holden era un cínico y, además, todo aquello que criticaba lo llevaba colgado de su abrigo. Se veía  a la legua que él pertenecía a la élite social, ésa a la que despreciaba pero de la que nunca saldría. Ya había conocido antes a tipos como él, con una juventud y una adolescencia rebelde de luchadores de pacotilla que a los cincuenta años andan dirigiendo bancos y empresas y obligando a sus hijos, después de que ellos vieran la luz, a pensar seriamente en el futuro; el mismo contra el que ellos decían rebelarse en la adolescencia:
 
- ¿No te preocupa en absoluto el futuro, muchacho?
- Claro que me preocupa. Naturalmente que me preocupa –medité unos momentos-. Pero no mucho supongo. Creo que mucho, no.
- Te preocupará -dijo Spencer-. Ya lo verás, muchacho. Te preocupará cuando sea demasiado tarde.
No me gustó oírle decir eso. Sonaba como si ya me hubiera muerto. De lo más deprimente.
 
No, no creía nada de lo que ese tal Holden me decía. Tenía pinta de mentiroso compulsivo. No creí ni su nombre, ni su edad, con ese mechón blanco en la parte izquierda de su cabeza.
 
Soy el mentiroso más fantástico que puedan imaginarse. Es terrible. Si voy camino del quiosco a comprar una revista y alguien me pregunta que adónde voy, soy capaz de decirle que voy a la ópera. Es una cosa seria.
En Pencey vivía en el ala Ossenburger de la residencia nueva. Era para los chicos de los dos últimos cursos. Yo era del penúltimo y mi compañero de cuarto del último. Se llamaba así por un tal Ossenburger que había sido alumno de Pencey  . Cuando salió del colegio ganó un montón de dinero con el negocio de pompas fúnebres. Abrió por todo el país miles de funerarias donde le entierran a uno a cualquier pariente por cinco dólares. ¡Bueno es el tal Ossenburger! Probablemente los mete en un saco y los tira al río. Pero donó a Pencey un montón de pasta y le pusieron su nombre a ese ala de la residencia.
 
Ese tal Holden volvía a casa a pasar las Navidades, y sus padres aún no sabían nada de su expulsión del colegio. Se decía tímido, pero durante el viaje no dejó descansar su lengua y contaba con pelos y señales cuanto se le pasaba por la imaginación. Hablaba de su hermano D. B. como un hombre de talento, pero que había abandonado la búsqueda de la literatura de verdad para prostituirse, escribiendo guiones de mierda (son palabras suyas), en Hollywood. Me dijo que en Hollywood todo el mundo se prostituye. Yo le contesté que uno nunca acierta cuando generaliza; y el me dijo: "en el caso de Hollywood, sí". Y dio por zanjada la cuestión de su hermano, el escritor.

 En la estación de Trenton subió una señora que se sentó a nuestro lado y que le vio en la maleta la etiqueta del colegio Pencey y empezó a hablar con él.
 
- ¿Eres alumno de Pencey? 
-Sí, -le dije-. Y era verdad. en una de las maletas llevaba una de las etiquetas del colegio. una gilipollez, lo reconozco.
- ¡Qué casualidad! Entonces tienes que conocer a mi hijo. Se llama Ernest Morrow.
- Sí, claro que lo conozco. Está en mi clase.
Su hijo era sin duda el hijoputa mayor que había pasado por el colegio. cuando volvía de los lavabos a su habitación iba siempre pegando a todos en el trasero con una toalla mojada. Eso da la medida de lo hijoputa que era.
- ¡Cuánto me alegro! Le diré a Ernest que te conozco. ¿cómo te llamas?
- Radolph Shmidt, le dije, no tenía ninguna gana de contarle la historia de mi vida. Radolph Schmidt era el nombre del portero de la residencia.
 
No pueden ni imaginarse la conversación. Le contó que había tenido que abandonar Pencey porque estaba enfermo y lo iban a operar de un tumor cerebral y que no podía ir a visitarlos, a Morrow y a ella, a Gloucester durante el verano porque se iba con su abuela a un viaje a Sudamérica. Ni por todo el oro del mundo hubiera ido a visitar a ese hijoputa de Morrow. Por muy desesperado que estuviera. Típico de Holden. Para terminar contando mentiras sobre Ernest Morrow para que su madre, que como todas las madres les encanta que les hablen de las excelencias de su hijo, anduviera presta a tratarle de la timidez excesiva que invadía a su vástago. Puras trolas. 
 
Cuando estábamos a punto de llegar a nuestro destino, me dijo: "Mira al tipo que tenemos detrás".
Lo miré de reojo intentando disimular mi actitud. Era un tipo larguirucho, canoso, aparentaba más de setenta años  y viajaba solo. Andaba leyendo una pequeña novela titulada The Catcher in the Ryer.
- ¿Sabes en qué está pensando?-, continuó Holden,
- No -, le dije.
- En matarme -, dijo él con seriedad.
- ¿Sabes quién es? -.
- Sí -, me contestó, - se llama Jerome David Salinger y anda liado con mil pleitos acerca de secuelas y segundas partes de El Guardián entre el Centeno. Ahora anda sopesando escribir la continuación de esa novelita llena de rebeldía y matarme-.
- Es una solución - , le dije yo, -Cervantes, escribió la segunda parte del Quijote, para matar al ingenioso hidalgo, porque en la primera lo dejó vivo y un tal Avellaneda se le adelantó escribiendo sobre Alonso Quijano, y eso lo sacó de quicio. Todo eso le debemos a los plagiadores y continuadores de sagas-.
- Pura prostitución -, dijo Holden, - pura prostitución que le va a obligar a escribir una segunda parte de El Guardián entre el Centeno para matarme. Te lo digo, está pensando seriamente en matarme-.
 
Lo tomé como una trola más, pero me dejó dudando el aspecto huraño de ese tal Jerome David Salinger y el libro que andaba leyendo: The Catcher in the Ryer.
 
Eso es todo lo que voy a contarles. Podría decirles lo que pasó cuando volví a casa y cuando me puse enfermo y a qué colegio voy a ir el próximo otoño cuando salga de aquí pero no tengo ganas. De verdad, en este momento no me importa nada de eso.
Mucha gente, especialmente el siquiatra que tienen aquí, me preguntan si voy a aplicarme cuando vuelva a estudiar en septiembre. es una pregunta estúpida. ¿Cómo sabe uno lo que va a hacer hasta que llegue el momento? Es imposible. Yo creo que sí, pero, ¿cómo puedo saberlo con seguridad? Vamos, que es una estupidez.   
 

 

 

 

sábado, 12 de octubre de 2013

IMRE KERTÉSZ, SIN DESTINO




Las décadas me han enseñado
que el único camino practicable
hacia la liberación pasa por la memoria.




  
 “¿Vienes de Alemania, hijo?”. “Sí”. “¿De un campo de concentración?” “Naturalmente”. “¿De cuál?”. “Buchenwald”. Sí, me dijo; él había oído hablar de Buchenwald y sabía que era una de las estaciones del “infierno nazi”, así lo dijo. “¿De dónde te deportaron?” “De Budapest.” ¿Cuánto tiempo has estado allí?” “Un año entero”. “Debes de haber visto muchos horrores, hijo”, observó, y yo no le dije nada. “Lo importante, – prosiguió – es que ya todo ha terminado”. Con el rostro iluminado, me enseñó las casas entre las cuales estábamos avanzando y me preguntó qué sentía al estar de nuevo en casa, al ver la ciudad que había tenido que abandonar. Le dije: “Odio”.

En un campo tienes pocos amigos. Ninguno. Estás solo. Lo descubrí cuando por mi conocimiento del español y del alemán me convocaron con la ayuda de las porras y algún que otro latigazo, a una especie de entrevista en la que estaban en juego varios puestos administrativos del lagger que te aseguraban estar en el grupo de los posibles salvados y te apartaban del grupo de los seguros hundidos. Trabajar bajo techo y con menor gasto de energía es la diferencia entre la vida y la muerte en un campo de concentración.

Éramos nueve y elegirían sólo a tres.

En el tren había hecho buena amistad con dos chicos; el primero era de Turín, de nombre Primo Leví y que era químico y el segundo era un joven húngaro con pinta de ser muy espabilado y que me dijo que se llamaba Imre Kertész.

Pero en el campo tienes pocos amigos. Ninguno. Estás solo. Son enemigos los nazis; son enemigos esos otros presos, sacados de entre los comunes, a quienes les dan un poco de poder sobre el resto, y aumentan el dolor ajeno para no perder el privilegio propio; son enemigos los compañeros del campo, porque esperan que te encuentres mal o dejes de comer, para hacerse con tu ración y que tu cuerpo, en favor del suyo, que ahora también es tu enemigo, aumenten las probabilidades de supervivencia de los demás; es enemiga tu mente, que si se abandona incitará a los guardias a usar el látigo contra tu cuerpo, a quien tu alma también ha empezado a detestar. Y cuando tu alma es tu enemiga, ya sea en un campo de concentración o en el paraíso, estás perdido. Jeder arbeiten, nist ká mide, nist ká krenk. (Todos trabajan. No hay que cansarse, no hay que enfermarse)

Nos llevaron a una especie de sala amueblada con varias mesas y sillas detrás de los laboratorios. 

Primo hablaba alemán y era químico, yo lo daba por salvado. Tenía pinta de muy inteligente. Aunque la gente inteligente, si no van acompañada de maldad, a la larga, suele terminar en el crematorio. Pero, unos meses más, unos días más, unos segundos más de… vida, siempre son de agradecer, aunque sean vividos en un campo de concentración.

El otro, a quien yo daba por salvado, era un checo, que mantenía siempre la cabeza agachada y nunca miraba a los ojos de nadie, tenía pinta de superviviente y, como ni un hilillo de rebeldía se le transparentaba por el cuerpo, a poco que supiera hacer algún tipo de trabajo burocrático, él también estaba salvado. No me equivoqué con ellos y el jefe de los servicios, un  nazi orondo con pinta de bonachón pero que te mandaba con la misma naturalidad con que pelaba una manzana a la muerte, los eligió.

Quedaba un tercero. Recé para ser yo el favorecido. Recé para que a mi amigo Imre lo mandaran a los trabajos forzados. El invierno estaba por llegar y uno no podía andarse con sensibilidades. Agaché la cabeza. Nunca miré a los ojos de los guardias ni de aquel que, como un dios, salvaba o hundía lo poco que de persona quedaba en nosotros.

Respondí a sus preguntas sin tener en cuenta a mi alma, ni a mis creencias, ni a mi pensamiento. Teniendo en cuenta sólo a mi cuerpo, a mi carne. De todas formas llegué a la conclusión que así es como nos comportamos siempre en la vida, lo que ocurre es que el juego de las apariencias encubre muy bien este tipo de comportamiento para apaciguar el alma. Pero, ahora que lo pienso, no me comporté de distinta manera cuando era libre, feliz y no me faltaba de nada.
Tuve suerte, yo fui el elegido. Y a Imre, y a los otros cinco hundidos, les tocaron los trabajos forzados. Di gracias a Dios.

Para apaciguar mi alma, me pregunté, cuando salí de allí, qué sería de Imre:

Existen situaciones en que parece imposible que se puedan agravar o empeorar. Yo mismo, al cabo de tanto esfuerzo, de tanto afán, de tanto empeño, acabé encontrando la paz, la tranquilidad y el alivio. Ciertas cosas, por ejemplo, que antes me habían parecido sumamente importantes, perdieron por completo su significado para mí. No me molestaban ni el frío ni la humedad, ni el viento ni la lluvia: simplemente no me llegaban, ni siquiera los sentía. Desapareció hasta el hambre, me seguía llevando a la boca todo lo que encontraba, todo lo que fuera comestible, pero sin prestar atención y de manera mecánica. En el trabajo no cuidaba ya ni las apariencias. Si tenían algún inconveniente lo más que podían hacer era pegarme, y con eso tampoco me hacían mayor daño, sólo me hacían ganar tiempo, puesto que con el primer golpe me acostaba en el suelo y ya no sentía los otros porque perdía la conciencia. 

 Afortunadamente Primo Leví e Imre Kertész salieron del campo, y fueron capaces de contar cuanto vivieron o murieron, cuanto sintieron, cuanto dejaron, y… Los demás nos quedamos allí. A la larga ellos también.

Tuve que reconocerlo: nunca habría podido explicar ciertas cosas de una manera exacta si me hubiera valido solamente de la esperanza, la norma, la razón, esto es la lógica de las cosas y de la vida, por lo menos según mi experiencia vital.

 

  
 












Las fotos fueron hechas en un viaje a Alemania. Es bonito comprobar en muchos lugares como, siguiendo a Imre Kertész,  nos damos cuenta de que el único camino practicable hacia la liberación pasa por la memoria.





Yo pienso que hay cuatro autores, ya lo conté en otra entrada, que deberían ser de obligatoria lectura en la escuela, en el Instituto, en la Universidad, cada uno en su momento.

1.- Para la escuela, desde luego, el Diario de Ana Frank. (Me tumbo en uno de los divanes y duermo para acortar el tiempo, el silencio, y también el miedo)

2.- En el Instituto, la trilogía de Primo Leví; aunque con leer la primera obra Si esto es un hombre creo que es suficiente. (Fueron la incomodidades, los golpes, el frío, la sed lo que nos mantuvo a flote sobre una desesperación sin fondo, durante el viaje y después. No el deseo de vivir ni una resignación consciente; porque son pocos los hombres capaces de ello. Y nosotros no éramos más que una muestra de la humanidad más común)

3.- Dejo para la Universidad, el Archipiélago Gulag de Alexander Soljenitsin, por su crudeza y su escritura a modo de informe, que dejó al descubierto el más vasto y perfeccionado sistema de terror que haya podido montar jamás un régimen político. El volumen siempre había estado en casa de mis padres, pero no le había hecho mucho caso. Hasta que un día por casualidad leí la contraportada y no pude menos que sentir una tristeza infinita y dolor para rebelarme contra la cobardía de los que tienen algún grado de poder y lo usan para socavar de modo infame la dignidad de las personas. ¿Cómo puede calificarse lo que cuenta Soljenitsin de la vida y el sufrimiento que padecían, él incluido, los desterrados al Archipiélago Gulag?:

Aquellas mujeres desnudas eran examinadas como si se tratara de una mercancía. La revisión antipiojos y el rasurado de axilas y pubis permite a los peluqueros (miembros prominentes de la aristocracia del campo) echar un vistazo a las nuevas mujeres. Las únicas que no tienen problemas, que encuentran todos los caminos abiertos, son aquellas que por su naturaleza misma no son demasiado exigente en lo que a sexo opuesto se refiere, y están dispuestas a ir con el primero que llegue. Más, para muchas de ellas, dar ese paso es algo más horrible que la muerte. Otras vacilan, se avergüenzan, pierden tiempo sopesando los pro y los contra, y cuando se deciden es demasiado tarde, han dejado de cotizarse en la bolsa del campo, porque en poco tiempo en el campo, sin cuidado alguno, una persona se convierte en una piltrafa humana, y ya no vale nada.
¿Qué más puede decirse del horror y de la cobardía? Un poder ilimitado en manos de gente limitada siempre conduce a la crueldad. ¡A mismo poder, mismos vicios! Sufrimiento y dolor. Para hacer cámaras de gas, nos faltó el gas. Siempre lo mismo, para los mismos, los inocentes.

4.- Y para el final, si queremos una novela sobre los campos de concentración, hay que acudir a Imre Kertész y su obra Sin Destino, algunos de cuyos pasajes he copiado en la entrada: Que trataran de comprender que no se podía quitarme todo eso, no podía ser que yo no fuera ni el ganador ni el perdedor, no podía ser que no tuviera razón en nada, que me hubiera equivocado en todo, no podía ser que nada tuviese razones ni consecuencias, simplemente que trataran de comprender, ya casi les estaba rogando, que no podía tragarme la píldora amarga de que yo hubiese sido sólo, simple y puramente un inocente.


Gracias Anna, Primo Leví, Soljenitsin, Imre.

sábado, 5 de octubre de 2013

ÁLVARO MUTIS, EL ÚLTIMO GAVIERO



Mutis y yo embarcamos en La Milagrosa en el puerto de Riohacha, allá en La Guajira, contratados por un tal Maqroll. A los dos nos enganchó Flor Estevez en la puerta de La Nieve del Almirante. Una tabla de madera, sobre la entrada, tenía el nombre del lugar en letras rojas, ya desteñidas: La Nieve del Almirante. Al tendero se le conocía como el Gaviero y se ignoraba por completo su origen y su pasado. La barba hirsuta y entrecana le cubría buena parte del rostro. Caminaba apoyado en una muleta improvisada con tallos de recio bambú. En la pierna derecha le supuraba continuamente una llaga fétida e irisada, de la que nunca hacía caso.

“¿Y éste va a ser el capitán de una goleta que va a dedicarse al trapicheo y a limpiar de escoria y pequeñas saetías piratas el delta del Ranchería? Vámonos de aquí”, le dije al Mutis al oído cuando Flor Estévez nos lo presentó. “¡Para!, me dijo agarrándome por el brazo; conozco a este tipo, que no te eche para atrás su aire salvaje, concentrado y ausente, ya anduve en tratos con él en un oscuro negocio de ferrocarriles en La cuchilla del Tambo, uno de los lugares más altos e inhóspitos de la cordillera. Cada mañana la podía divisar desde el balcón de mi cuarto, envuelta casi todo el año por un impenetrable manto de niebla. Me la había señalado doña Empera, que me relató sobre el paraje inconcebibles historias llenas de una violencia demente que le dejaban el malestar de un sombrío pronóstico indefinible.

Los tipos que conocía el Mutis eran curiosos; iban desde un príncipe de Orleáns con vocación de náufrago hasta este Maqroll que ahora teníamos enfrente proponiéndonos un difícil ministerio en una goleta sin bandera que alguien bautizó como La Milagrosa, seguramente no por casualidad.

Yo terminé enrolado de piloto y el Mutis de segundo de a bordo; su cierto conocimiento de las costas caribeñas de La Ranchería y algún que otro poco escrúpulo lo llevaron a él al puente; y, a mí, sus recomendaciones, al timón.

No fueron pocas almas las que aliviamos de la pesada servidumbre de vivir durante cuatro embarques, que no había pocas chalupas y saetías que vivían traficando o vagando sin más esperanza que la del error ajeno y la del encuentro equivocado a poder ser entre sombras y malas mareas.  Maqroll, el Gaviero se pensaba un hombre de honor, y sin mucho remordimiento se aliviaba su conciencia pensando que aquellos a quienes combatía no eran sino chusma falsaria y embustera, poco menos que trozos de carne, la mayoría sin bautizar, lejos de ser honrados y de merecer otra arrumbada que no fuese el tajo en el gaznate o la sajadura en la barriga. Bien sabe Dios que el honor sólo es tolerable entre los hombres que cumplen las mínimas leyes del decoro y esa esfera de palabra y de verdad vivía muy alejada de la baja estofa, ancha de embustes y muertes, contra la que peleábamos sin denuedo.

No era mal marino el Gaviero y me lo demostró cuando andábamos detrás de una falúa en la que ondeaba un trapo verde con un remiendo rojo y que el Mutis bautizó como el del Turco, porque simulaba el remiendo una media luna. Ese día hizo otear el horizonte y cuando se le advirtió de la soledad en la que se encontraban ambos navíos viró, separándose de la nave del Turco.

Apenas soplaba el viento, principal testigo que revela la verdadera condición de un marino. La maniobra se antojaba lenta y todos los hombres andaban braceando de proa a popa. La Milagrosa orzó a la banda y saltó bolinas para acercar su proa al viento, el velacho flameó un poco, indeciso y volvió a beber algo de aire. Con la virada puso foque a barlovento y avisó enfilando proa que ya podían preparar sus gaznates los del Turco porque al capitán no le gustaban nada esas baladronadas y estaba deseando echarle el guante a esa canalla que envida sin mirar en manos de quién está el juego. Él sólo cortó los ocho pescuezos.

En el quinto embarque decidió el Gaviero que ya era hora de dejar la persecución de los filibusteros: que no son más que unos muertos de hambre, ¿no lo ves Mutis?, ¿no lo ves Lima? Si sólo estamos persiguiendo al hambre. ¡Vuelvo a la cordillera!, pero esta vez con un fusil. Que es lo que hace falta. 

- ¡Bravo, Gaviero!, cuando te decides a pensar consigues poner cada cosa en su sitio. Lo malo es que al poco tiempo otra vez anda todo patas arriba. Pero eso no importa si se sabe cómo enderezarlo. Con la lluvia nos iremos de aquí. Tú ya te encargarás de encerrarte en alguna mina en medio de la cordillera o en el cañón del primer río que se te atraviese y allí te dedicarás a mirarte al ombligo y dividirte en tres como un bonzo.

- Vete al diablo, - le contestó el Gaviero al Mutis. Cuando se te ocurra instalar una boutique en Terranova iré a rescatarte. Tampoco eres nunca tú para inventar trabajos de orate. Y agarró el primer camión que encontró en la carretera y le pidió que lo subiera a La Nieve del Almirante donde lo esperaba Flor Estevez. El Mutis le dijo adiós con la mano, sabiendo que no iba a tardar mucho en volver a buscar al gaviero.

La semana pasada recibí la noticia de que andaban otra vez juntos, por la cordillera, con un fusil al hombro y rodeados de niebla y de nubes.
Hasta siempre, Mutis. Tenía guardada para este momento la oración de los caminantes en peligro de muerte.

La escribió Maqroll el Gaviero. Si no crees en ella, por lo menos te servirá para distraer el miedo:

“Alta vocación de mis patronos y antecesores, de mis guías y protectores de cada hora, hazte presente en este momento de peligro, extiende tus aceros, mantén con firmeza la ley de tus propósitos, revoca el desorden de las aves y criaturas augurales y limpia el vestíbulo de los inocentes en donde el vómito de los rechazados se cuaja como una señal de infortunio, en donde las ropas de los suplicantes son mácula que desvía nuestra brújula, hace inciertos nuestros cálculos y engañosos nuestros pronósticos.

Invoco tu presencia en esta hora y deploro de todo corazón la cadena de mis prevaricaciones: mi pacto con los leopardos cebados en las pesebreras, mi debilidad y tolerancia con las serpientes que cambian de piel al solo grito de los cazadores extraviados, mi solidaria comunión con cuerpos que han pasado de mano en mano como vara que ayuda a salvar los vados y en cuya piel se cristaliza la saliva de los humildes, mi habilidad para urdir la mentira de poderes y destrezas que apartan a mis hermanos de la recta aplicación de sus intenciones, mi inadvertencia en proclamar tus poderes en las oficinas de la aduana y en las salas de guardia, en los pabellones del dolor y en las barcas en donde florece la fiesta, en las torres que vigilan la frontera y en los pasillos de los poderosos.

Borra de un solo trazo tanta desdicha y tanta infamia, presérvame con la certeza de mi obediencia a tus amargas leyes, a tu injuriosa altanería, a tus distantes ocupaciones, a tus argumentos desolados. Me entrego por entero al dominio de tu inobjetable misericordia y con toda humildad me prosterno para recordarte que soy un caminante en peligro de muerte, que mi sombra nada vale, que el que perece lejos de los suyos es como basura triturada en los rincones del mercado, que soy tu siervo y nada puedo y que en estas palabras se encierra el metal sin liga ni impurezas de aquel que ha pagado el tributo que se te debe ahora y siempre por la pálida eternidad. Amén”.


Mis dudas sobre la eficacia de tan bárbara letanía eran más que fundadas.